Acoger y alimentar el don de la esperanza

Un día, hablando con una estudiante universitaria sobre la maternidad, me dijo: «Yo no pienso tener hijos, ¿para qué? Si el mundo se va a acabar en 2050». Yo le respondí que obviamente eso no era cierto, que cómo podía asegurarlo. Que no había ningún dato científico que lo dijera, que todavía había muchas opciones, pero ninguna de mis razones la convenció. La conversación siguió por otro lado, sin embargo, su respuesta dejó un eco en mí, sobre todo por la firmeza con la que aseguraba que no esperaba gran cosa del futuro, como si ganara tranquilidad al asumir su desesperanza.

Ideas parecidas están muy presentes en las juventudes actuales, y está claro que no podemos culparlas. Por todos lados hay cosas que pueden robar la esperanza: violencia, degradación ambiental, precarización de la vida, polarización y discursos de odio, que llegan a nosotros por todos los medios posibles. Pero me niego a pensar que esto sea definitivo, sobre todo porque son muchos los ejemplos de personas que viven su vida con alegría y que, desde lo cotidiano, dan motivos para creer que algo mejor está por venir. Al acompañar a las y los jóvenes he encontrado personas que levantan la vista hacia el horizonte y salen de sí mismos para construir un mundo más humano.

Tal vez la esperanza no ha desaparecido, sólo necesitamos afinar la mirada para reconocer su paso por nuestras vidas. Para aprender a hacerlo propongo recorrer el camino de los Ejercicios Espirituales (EE) de San Ignacio, desde la óptica de la esperanza. En este itinerario, Ignacio da pistas para saber reconocer el don de la presencia divina y, desde esa experiencia, construir una vida con sentido. La esperanza también es una Gracia que se hace presente en la vida de cada persona, discernir cómo se manifiesta este don ayudará a saber acogerlo y acompañar a otros en este proceso.

El don de saber esperar

Decir que la esperanza es un don del Espíritu puede tener mala prensa actualmente, pero una lectura adecuada de esta afirmación le devuelve a esta virtud su dinámica transformadora. Al decir que es una gracia, es decir, un regalo, podría parecer que, como es don de Dios, no hay nada por hacer, «ese relojero que mueve los hilos del mundo hará lo suyo». La esperanza entonces se vuelve ajena, propiedad de alguien que algo hará, y mientras tanto hay que esperar pasivamente hasta que eso suceda. Es más peligroso aun cuando ese alguien es un ser humano, al cual se somete la ilusión y se le otorga el poder de decidir el futuro. Formulaciones de este estilo son frecuentes, vistiéndose de ideología política, liderazgo corporativo, coaching o sectas, religiosas o no.

«La esperanza cristiana va más allá de esta dicotomía; es a la vez promesa y proyecto».

Esta visión empobrecedora tiene su contraria, aquélla que lleva a pensar que un futuro mejor es tarea exclusivamente humana. Una esperanza así pensada lleva a creer que lo que se hace es principio y fin de toda espera, cargando todo ese peso sobre los hombros; al menos mientras es posible. Así, se asimila la espera a ideas, personas, trabajos o situaciones concretas que, cuando terminan, se llevan consigo la ilusión y dejan una sensación deagotamiento y fracaso por no haber podido sostener eso que era la esperanza. Es común encontrar estos escenarios en activismos que trabajan con realidades de frontera o en el acompañamiento de procesos alternativos de organización popular.

Ambas visiones tienen en común que fácilmente caen en el desespero y le quitan a Dios su fuerza, convirtiéndolo en un ingeniero indolente que en algún momento solucionará todo, o en una presencia inútil que no tiene nada que decir a nuestra humanidad. En realidad, Dios se duele por su Creación, se le remueven las entrañas de compasión y está trabajando en todo para tengamos vida en abundancia, pero su modo de actuar es menos escandaloso de lo que pensamos. Justo por eso, la esperanza cristiana va más allá de esta dicotomía; es a la vez promesa y proyecto, es un regalo gratuito e inmerecido y una tarea que se acoge en libertad y exige esfuerzo, compromiso y creatividad.

Esta purificación de la imagen de Dios, y de lo que se busca como esperanza, es fundamentalpues permite que cada quien asuma su tarea y a la vez abre espacio para que sea el Espíritu quien vaya dinamizando la realidad. En la espiritualidad ignaciana una frase plasma sintéticamente esta realidad: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Sin este marco es imposible sostener la esperanza y, menos aún, acompañar a otras personas en este proceso.

Confiar en la promesa recibida

Para ver cómo los EE pueden ayudar a reconocer esta esperanza, que es don y tarea, comencemos desde la puerta de entrada al itinerario: la consideración del Principio y Fundamento (PyF). En este momento Ignacio invita a la persona a reconocer que Dios es Criador, que la vida encuentra sentido en su Amor y que todas las cosas pueden conducir a Él. Antes que una declaración racional, es una experiencia que conecta con la propia historia.

La persona que realiza los Ejercicios es invitada a mirar su vida con una memoria agradecida para reconocer las huellas que ha dejado el paso de Dios por la Historia y por su propia historia. Esas huellas las encuentra en las experiencias de plenitud y de alegría profunda, en donde Él se muestra como sostén de la vida.

Foto: © Amor Santo, Cathopic

Es muy difícil encontrar hoy en día jóvenes que digan: «Dios es el fundamento de mi vida». Sin embargo, es muy interesante ser testigos de cómo, al entrar en la dinámica de los Ejercicios, surgen en la memoria del corazón experiencias y personas que son encarnación precisamente de eso: mamá, papá, abuelos y abuelas o amistades; experiencias de amor, ternura, acogida, perdón o admiración. Al hacer memoria de esto surgen afirmaciones como «siempre han estado, no me han dejado caer», «a pesar de todo sigo aquí y sigo en pie», en ellas y en muchas otras se comienza a reconocer esta acción de Dios sustentando la vida.

Curiosamente, una esperanza surge de esta mirada al pasado. De la visión retrospectiva nace la certeza de que, si Dios ha estado presente en la vida, seguirá estándolo. Esta constatación es importante en el acompañamiento, tanto dentro como fuera de los Ejercicios: no hay una sola persona que no tenga alguna experiencia de Amor Divino, es decir, de gratuidad, ternura, cercanía o consuelo. La promesa que sustenta esta esperanza no es la que dice «algún día estaré», sino la que afirma «he estado contigo y seguiré estándolo», esta esperanza no se fabrica, se reconoce.

Foto: © Saul Ibarra, Cathopic

Las experiencias son diversas, no hay un único modelo o criterio para saber que en tal o cual momento Dios se muestra sosteniendo, amando, acompañando e impulsando. Para ello se vale de todas las mediaciones posibles, no hay nada que a priori no pueda ser esa presencia divina. Algunas veces hay un factor común que entrelaza, en la historia de cada cual, el modo en el que Dios se manifiesta.

Sin lugar a duda, en el acompañamiento encontraremos personas para las que es más difícil reconocerlo. En historias de vida desestructuradas o con situaciones de precariedad material o afectiva, puede ser un desafío reconocer estas huellas entre tanta oscuridad. Conviene recordar lo dicho anteriormente: en cada historia Dios encuentra un modo para hacerse presente. El mero hecho de existir garantiza que se ha manifestado, sosteniendo la existencia. Para ello ayuda acompañar, con paciencia y ternura, pues cuando se empieza a reconocer su presencia, se tiene una base sólida sobre la cual construir.

Este Amor que se revela en la vida como promesa tiene una particularidad: siempre, en cada experiencia, la iniciativa es de Dios. En este sentido, la esperanza es gratuita, es pura generosidad, por ello escapa de la lógica del mérito. Esto se confirma en el siguiente paso de los Ejercicios, en el que cada persona es invitada a reconocer aquellos dinamismos que la llevan a contradecir el amor, es decir, a pecar. En esta etapa lo importante no es el peso del pecado sino la absoluta misericordia de Dios. La esperanza no pertenece a quien es perfecto, sino a quien reconoce que, en su imperfección, está invitado a caminar.

En mi vivencia no es tan difícil que las y los jóvenes nombren estas experiencias de amor gratuito. Lo que es un verdadero desafío es que reconozcan que, en estas experiencias, se hace presente Dios. Imágenes distorsionadas y poco sanas de Dios impiden afirmar que, en un abrazo, una palabra o un gesto, es el Espíritu quien está manifestándose. Como acompañantes estamos llamados a cooperar para que esto suceda, sólo así se puede construir una esperanza que no depende de tal o cual persona o momento que pasó, sino que sigue actuando en presente. Para eso, pasemos al siguiente momento en el proceso de los Ejercicios.

Un Dios que trabaja siempre

Después de saberse amado y llamado, quien realiza los Ejercicios es invitado a caminar con Jesús para aprender de su humanidad. Contemplar la vida de Cristo pide que la persona se coloque en medio de las escenas del Evangelio, «como si presente se hallase» [EE 114], poniendo todo su ser. Cada contemplación muestra cómo Dios está trabajando, operando la salvación en cada momento y en cada criatura.

Un impedimento para mirar al Dios que actúa en presente es la idea de predestinación, como si todo ya estuviera pensado de antemano y la vida fuera mera actuación. Y muchas veces así nos aproximamos a la vida de Jesús, pensamos que Él ya conocía el guion de cada capítulo y sólo estaba esperando a que llegara el «final de temporada». Si esto es así ¿qué sentido tiene esperar? Si todo está tan determinado, si el mundo se acabara en 2050 y no hubiera nada que hacer, ¿para qué esforzarnos? ¿Acaso Dios no conoce todo lo que va a suceder? Una vida pensada desde esta perspectiva ciertamente no espera nada, pero lo que encontramos en la vida de Cristo es que justamente ése no es el Dios de Jesús.

Las contemplaciones de los EE comienzan con la encarnación, en ésta, quien realiza los Ejercicios es invitado a mirar cómo el Padre, el Hijo y el Espíritu ven la realidad humana llena de contradicción y de signos desesperanzadores como la nuestra, y deciden «hacer redención del género humano» [EE 107]. Desde el comienzo esto es más un drama que una historia feliz; Dios–comunidad se duele por lo que le sucede a su Creación y sus criaturas, le importa la vida de todos y todas. No tiene un tablero de botones para solucionar las cosas, lo único que tiene es su presencia amorosa, por lo que decide entrar en la Historia.

Cuando parece que no hay nada que esperar

Dijimos que la esperanza se reconoce en la historia y se sigue haciendo presente para cambiar el futuro, pero esto no está exento de dificultades e Ignacio lo sabe. Por eso, la siguiente etapa de los Ejercicios invita a seguir contemplando a Jesús en el momento más difícil de su misión: el misterio de la cruz, cuando «la divinidad se esconde» [EE 196].

Para pensar la esperanza desde la cruz propongo la siguiente imagen:

Acompañando a un grupo de misiones del colegio en el que laboraba, fuimos a visitar una casa donde había una señora mayor enferma. La visita fue dolorosa, ella compartió una vida terriblemente difícil. La casaron a la fuerza siendo menor de edad con un señor alcohólico, fue víctima de violencia intrafamiliar, y para sacar a sus hijos e hijas adelante trabajó toda su vida como empleada doméstica. Uno de sus hijos murió asesinado, otro murió en un accidente y años después un nieto también falleció. Ella contrajo covid–19 y como secuela desarrolló una artrosis que no le permitía moverse. Aun con todo ello, consiguió sacar adelante a su familia, logró que dos de sus hijas se titularan como licenciadas y era notable, en las familias de sus hijos e hijas, una armonía y un amor que contagiaban a toda la comunidad.

Terminó la visita y, al volver con el equipo, uno de los jóvenes hizo una pregunta que me movió profundamente: «Siempre me enseñaron que amar es compartir el amor que uno recibió, pero ¿cómo una persona que recibió tan poco puede amar tanto?». Esta pregunta en Viernes Santo adquirió un significado más hondo. Y es que mirando a la cruz surge el mismo cuestionamiento: ¿cómo es posible eso?, ¿en serio eso es signo de esperanza?

Ella, como Jesús, seguramente tuvo en su vida experiencias que le hicieron sentir amada, momentos en que sintió que Dios era su fundamento. Con certeza tenía todavía momentos que alimentaban su corazón compartiendo en comunidad. Pero su testimonio rebasaba toda lógica y todo cálculo, en su vida se mostraba el misterio de amar hasta el extremo, amar hasta dar la vida en libertad y, sorprendentemente, amar con esperanza. Justo donde los límites de la humanidad muestran toda su fuerza, Dios acompaña no para romperlos, sino para sostener tan grande amor que está dispuesto a morir.

Testimonios como el de ella, que amó siempre mirando hacia adelante y que con su amor construyó futuro, acercan el misterio de la entrega en la cruz para nuestra cotidianidad. La cruz muestra una esperanza radical, la de quien no tiene ninguna certeza de que funcionará y, aun así, apuesta todo. En la entrega amorosa de la vida reluce una esperanza tan firme que ni siquiera la muerte puede derrumbar. Entregarse no pide ir contra la propia humanidad sino asumirla plenamente, sabiendo que la muerte no tiene la última palabra.

Acompañar esta esperanza no es sencillo, no por nada la mayoría de los apóstoles huyeron en ese momento. Para acompañarla tenemos dos caminos: acompañar al crucificado y acompañar a quien es testigo de su entrega. Por esto último es por lo que estas experiencias de contacto social y de salida son, de por sí, tan importantes para los jóvenes. Muchas veces en el encuentro con personas que aman así se descubre la propia vocación y motivos para esperar y comprometerse en construir un mundo más humano.

Sin embargo, la realidad actual pide acompañar a las y los crucificados que se manifiestan en las propias vidas de las y los jóvenes que acompañamos. En ocasiones las juventudes viven situaciones desestructurantes que las colocan en una verdadera dinámica pascual. En estos casos, el acompañamiento puede ser menos «solucionar y resolver» y más «ser y estar»; como María, permanecer aún al pie de la cruz, sabiendo que la promesa de Dios permanece y que Él sigue trabajando en cada situación. Acompañar así nos lleva a reconocer que en muchas ocasiones llegamos tarde para evitar el dolor, pero que nuestra presencia puede ayudar a regenerar y reparar.

El último paso en el método ignaciano es la contemplación de la resurrección en la cual la Divinidad se muestra «por sus verdaderos y santos efectos» [EE 223]. Sirva esta incompletitud como invitación a reconocer esa fuerza esperanzadora que desde lo pequeño y discreto sigue dando sentido a nuestros pasos y nos impulsa a compartirla.

El nacimiento muestra a Jesús «naciendo en suma pobreza y entre tantos trabajos» [EE 116]. El modo con el cual Dios se juega el todo por el todo no está lleno de recursos, depende absolutamente de la colaboración humana. Tomarse esto en serio ilumina la esperanza presente, la que mueve a planear un proyecto solidario, hacer un encuentro para jóvenes o realizar un voluntariado por algún tiempo. La esperanza que nace en el pesebre es frágil, de carne y hueso, necesita de otras personas y hasta de los animales para subsistir.

Mirar el presente con esos ojos hace que la espera se torne cristiana, es decir, frágil, dependiente, humana, amorosa y colectiva. Las y los jóvenes, incluso quienes acompañamos esos procesos, olvidamos fácilmente que la lógica cristiana es ésa, que la esperanza que nace en Belén es pequeña y que no es operada en pasado sino en presente. Él nace, está naciendo, y en Él se manifiesta el Dios que trabaja. En cada proyecto y en cada historia Dios no garantiza triunfos ni indicadores al 100%, garantiza colaboración y paciente perseverancia.

En este sentido, conviene reconocer que lo que alimentó la esperanza de Jesús fueron los momentos de contacto con el Padre, el compartir la mesa, pasar tiempo con sus amigos y amigas y el encuentro con quienes han sido marginados por la sociedad. Aunque parezcan poca cosa, esas vivencias comunitarias sostuvieron la espera de Jesús y siguen sosteniendo la de muchas otras personas. Si logramos valorar y fomentar esos espacios, ayudaremos mucho a sostener esa esperanza que se va encarnando en lo cotidiano.

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