Diego Pereira Ríos-Cristianismo y Justicia
Hemos vivido otra nueva Pascua, en medio de innumerables situaciones de injusticia y sufrimiento. La Humanidad toda gime con dolores de desespero ante tantos acontecimientos que nos dejan atónitos. Pareciera que, por más que pase el tiempo, seguimos sin aprender. Somos testigos de la repetición de decisiones, de actitudes, de comportamientos, de reiteradas muestras de desprecio y maldad en personas de las cuales todos esperaríamos actitudes muy distintas. Mientras los que pueden decidir por el hacer el bien, no lo hacen, la mayoría de los que poblamos parecemos indiferentes, apáticos, ante el angustiante mundo que vivimos. El conformismo y la mediocridad va cegando nuestra mente y no vemos más allá de nuestras propias necesidades, cuando no, simples caprichos de personas inmaduras que no enfrentan la vida con responsabilidad. Pasada la pandemia del Covid-19 se han retomado pandemias tan viejas y conocidas como la guerra. Los teleinformativos reiteran las noticias sobre los ataques de Rusia a Ucrania, o los desastres humanos causados por Israel en la Franja de Gaza. Todo ello se nos hace habitual, cotidiano, y así seguimos viviendo.
En medio de todo ello, ¿cuál es la novedad que nos ha dejado este nuevo tiempo Pascual? ¿Qué es lo novedoso que nos dejó el anuncio del Evangelio en los relatos de la resurrección de Jesús? ¿Cómo creer que la muerte no tiene la última palabra? En definitiva, ¿cómo cultivar una fe que nos dé seguridad de lo que creemos? Y me quedo en esta última pregunta. La fe en Jesús resucitado es fruto de un encuentro primero con el Resucitado, no como fruto de una deducción lógica o un silogismo por el cual concluimos que Jesús de Nazaret, el hombre terrestre, es el Hijo de Dios que sigue viviendo por la fuerza del Espíritu Santo. Ese encuentro es primero, fundante, sin el cual todo lo otro no se entiende. Las celebraciones de Cuaresma, de la Semana Santa con todas sus ritos y simbologías, pierden sentido si no hay un momento en la vida del cristiano en el que puede asegurar que se encontró con Cristo en persona. Como lo narraba Simone Weil: «Fue en curso de esas recitaciones, como ya le he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó… en ese súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado».[1]
En este sentido, nuestra fe se sostiene sobre un encuentro que es experiencial y que trastoca todo nuestro ser y existir. Puede tener connotaciones emotivas, sí, pero que, de alguna manera, nos revela una verdad de carácter racional que nos convence de lo que hemos experimentado. De alguna manera, la información que tenemos desde los evangelios o desde la historia, sobre el acontecimiento, la historicidad de Jesús, solamente se hacen razonables desde y a partir, de ese encuentro personal con el resucitado. Como afirmaba Moltmann: «El conocimiento real de Cristo lleva necesariamente a la fe que rehabilita. Ese conocimiento no puede ser meramente teórico (notitia), sino que lleva espontáneamente a la actitud existencial (fiducia). Solo la fe que rehabilita se ajusta al Cristo crucificado “por nosotros”, ya que solo por su medio se recibe la fuerza liberadora de la resurrección de Cristo».[2] Muchas veces los cristianos sabemos acerca de Jesús o acerca de la Resurrección, pero no siempre podemos decir que nos hemos encontrado con Cristo.
No queremos con ello colocarnos como “investigadores” de la vida de fe de los demás, pero sí de la propia experiencia de fe que afirmamos tener. Cuando decimos que Jesús es el Señor de nuestra vida, ¿realmente lo creemos y vivimos en función de ello? ¿Nuestra vida cotidiana demuestra lo que afirmamos? Este es el gran desafío para lograr hacer creíble nuestra fe, sin caer en proselitismo, no fanatismos baratos para que los demás nos crean. Si hay algo de lo que podemos dar cuenta con nuestra vida es justamente esa conversión, esa transformación interior que el Señor realizó en nosotros, pero que también se muestra hacia el exterior. Dios sea revelado en la historia humana, se concretizó en Jesús Nazaret, pero no podemos pretender comprenderlo. Al respecto afirma Torres Queiruga: «Que la revelación resulta verificable —dentro, claro está, de su modo de “dación” específica— se sigue claramente de lo dicho. Puesto que hace de “partera” para caer en la cuenta del propio ser desde Dios, toda persona está en principio en condiciones de reconocerse en la interpretación que se le propone; o de rechazarla, si no le convence, o incluso de proponer una interpretación alternativa. Eso es, de hecho, lo que sucede en la vida real, cuando esta es crítica».[3]
De esta manera, los cristianos, mucho más que preocuparnos por anunciar el Evangelio con palabras, debemos demostrarlo con actos concretos para los cuales la medida es el mismo Jesús. Pero queda claro que cada persona podrá decidir en libertad si cree o no en nosotros, si cree o no en Jesús. Nosotros cristianos, por lo pronto, necesitamos reinterpretar nuestra propia vida de fe. Como afirmaba en otro texto: «Si la verdad de nuestra fe la cargamos en nuestra propia existencia, entonces debemos examinarnos cuando vemos que no estamos logrando contagiarla. Es necesario preguntarnos con sinceridad: ¿hemos conocido verdaderamente el amor de Dios? ¿La Palabra de Jesús nos ha cautivado y liberado de nuestras propias ideas sobre él?».[4] El tomar conciencia de nuestro momento actual, a nivel personal, es la única manera de lograr purificar nuestras ideas y de nuestra percepción del mundo.
Sí, hay mucho sufrimiento, pero también hay mucho amor entre los seres humanos, manifestados de mil maneras. Hay muchísimas personas que, siendo creyentes en el Dios de Jesús, en otros o en ninguno, siguen haciendo mucho bien. Muchas veces es allí, en el trabajo codo a codo con otros, es que podemos reencontrarnos con Jesús resucitado. Preocupémonos, pues, de reexaminar nuestro corazón y nuestra mente para dejarnos renovar por el amor de un Dios que viene a nuestro encuentro y que es capaz de hacer arder nuestro corazón con su presencia. Procuremos leer con fe el pasaje de los discípulos de Emaús que, aun siendo acompañados por Jesús, no fueron capaces de reconocerlo, pero que, luego de vivir esa experiencia de la cercanía del Dios resucitado, lograron comprender que era él y que no cabían dudas que así había sido. Que nuestro corazón vuelva arder con la presencia del resucitado y podamos decir con san Anselmo: «No busco, en efecto, entender para creer, sino que creo para entender. Pues creo esto, porque si no creyera, no entendería».[5]
*****
[1] WEIL, Simone, A la espera de Dios, Madrid: Trotta, 2009, p. 41-42.
[2] MOLTMANN, Jürgen, El camino de Jesucristo, Salamanca: Sígueme, 1993, p. 256.
[3] TORRES QUEIRUGA, Andrés, Alguien así es el Dios en quien yo creo, Madrid: Trotta, 2013, p. 60.
[4] PEREIRA RÍOS, Diego, “¿Hemos conocido el amor de Dios? Una invitación a revisar nuestra experiencia fundante”, Revista de Educación Religiosa, Volumen 2, n.º 4, 2022, p. 153.
[5] Proslogion, Cap. I.
Imagen de portada: Iván W. Jaques-Cathopic