A dos años del asesinato de Joaquín y del Gallo

S

e acerca el aniversario luctuoso de Joaquín y del Gallo. Los he tenido presentes en la mente y en el corazón. Aquí en Torreón tengo amistades en común con el padre Joaquín Mora, S.J. La Güera Urraza estuvo en Chínipas de voluntaria un año, ahí conoció a Joaquín. Cuando regresó a La Laguna, cada domingo, Joaquín les marcaba para saludarla a ella y a su familia. Lili Dugay, mamá de la Güera, me cuenta que, en una ocasión, Joaquín vino a Torreón y pidió que lo acompañara pues tenía unos pendientes: fue a Librería Buena Prensa y compró un montón de libros, ahí los empacó para llevárselos a la Tarahumara. Luego fueron a un supermercado, quería comprar crema para piel reseca y andaba buscando unas herramientas. Joaquín era tímido y a ratos inseguro, veía las diferentes opciones de cremas y no sabía cuál escoger. Lili, como buena norteña decidida, ante la duda abrió cremas para verificar consistencia y así elegir la más óptima. Joaquín se ponía nervioso pensando que los iban a regañar. Igual pasó con las herramientas que buscaba. Después del asesinato de Joaquín, cuando encontraron su cuerpo, en la chamarra traía un desarmador. Me dicen que cuando celebraba misas, en alguna comunidad rarámuri o chabochi (mestiza), la gente lo invitaba a comer. Después de los alimentos, Joaquín aprovechaba para ver si, en las puertas o ventanas de la casa, había algún tornillo suelto, y para pronto sacaba su desarmador y lo atornillaba. Joaquín tenía ese cariño que se expresa en pequeños detalles.

Ayer escuché un pódcast donde entrevistan al Padre Esteban Cornejo, S.J. (el Compi), quien fue testigo de la tragedia. El Compi cuenta cómo el Padre Javier Campos, S.J. (el Gallo) sigue siendo muy querido entre la gente de la Sierra. No sólo fue un gran pastor y sacerdote, junto con estos atributos se le suma el que fue un gran amigo. También, en un video que vi , es bonito escuchar cómo lo recuerdan. Señalan el lugar donde se sentaba, cuentan sus pláticas y cómo los ayudaba. Tenía buen sentido del humor, le encantaba llegar a las reuniones y aprovechaba silencios para aventar su característico quiquiriquí. Semanas antes de su muerte, me tocó estar en una reunión con el Gallo, estábamos en la Casa de Puente Grande, ahí nos contó de su noviciado. Fue interesante escuchar sus anécdotas, era muy buen conversador. Me enternece imaginar que el Gallo fue al encuentro del Padre Eterno, mientras daba la extremaunción a Pedro Palma, guía de turistas que entró al templo de Cerocahui huyendo de la mafia local.

Sobre José Noriel Portillo Gil, alias El Chueco, tengo sentimientos encontrados. Nació en la pobreza de las comunidades de la Sierra Tarahumara. Hace años, cuando un joven mexicano quería encontrar trabajo bien remunerado, migraba a Estados Unidos y, al tiempo, regresaba, compraba una camionetota y se paseaba por el pueblo poniendo música a todo volumen. En la actualidad, es el narco quien atrae, seduce y, como en los fichajes de jugadores en el futbol, captan a jóvenes de bajos recursos que anhelan hacerse de dinero rápido. Creo que no sólo se trata de cuestiones económicas, el adolescente que se inicia como halcón (vigilante), con un arma lo vuelves sicario, y entre más cruel y determinado, se escala a capo; tu nombre puede aparecer en corridos, ya no se vive en el anonimato de la miseria. La gente te teme. Tienes poder. Eres el cacique del pueblo. Eres impune. El costo es entrar en un proceso de degradación humana, que envilece y ciega. Y así, drogado e inhumano, se lo encontraron mis hermanos el día que los asesinó.

Después de meses de andar huyendo por la Sierra, su mismo cártel lo mató, era una piedra en el zapato. El cuerpo del Chueco apareció ajusticiado en una vereda entre Sinaloa y Chihuahua. No hubo justicia. Me quedo con el gesto de humanidad que tuvieron las hermanas del Chueco, fueron a reclamar su cuerpo, fueron a llevarlo a un panteón, y ahí descansa el que calentó la plaza, el niño pobre que terminó en implacable y despiadado narco.

Rápido se pasa el tiempo. Dos años del asesinato de los jesuitas de la Tarahumara. Dos años de experimentar, a través de gente cercana, la tragedia de la inseguridad, la impotencia de la violencia, del haber vivido el drama de la desaparición que, gracias a lo viral de la noticia, aparecieron los cuerpos. Dos años de escuchar esa frase, dardo certero, que en el funeral dijo el padre Javier Ávila, S.J. (el Pato): “Son miles de dolientes, sin voz, que claman justicia en nuestra nación. Los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”. Dos años de tener una astilla enterrada, un dolor que interpela con la pregunta: ¿Qué hay que hacer para salir de este espiral de violencia y deshumanización?

Rescato dos esperanzas. No somos muchos los jesuitas en México. Después del martirio del Gallo y de Joaquín se ha reforzado el equipo de misioneros, hay varios curas jóvenes y maestrillos (jesuitas que están entre los estudios de filosofía y teología), destinados a la Tarahumara. Otra alegría, con sabor a Resurrección, muchos rarámuris y chabochis sienten que el Gallo y Joaquín dieron la vida por ellos y que, desde el Cielo, los siguen acompañando. Tengo la certeza de que así es. Dice el Evangelio: “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Así fueron el Gallo y Joaquín. Eso hicieron de sus vidas. Y así siguen siendo.


Imagen de portada generada con IA-Jesuitas México.

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