Ya se había puesto el sol, y después de nuestra misa en la Cueva de San Ignacio cenamos y nos dispusimos a caminar al Pozo de la Luz, lugar donde Ignacio había tenido la iluminación del Cardoner. Era el fin de nuestro itinerario del Camino Ignaciano; antes ya habíamos visitado el monasterio de Montserrat y orado frente a su imagen, y aunque nuestro plan era caminar hasta nuestro siguiente destino, el tiempo caluroso y el sol radiante nos lo impidieron, así que decidimos bajar a pie de la montaña para tomar un tren hacia Manresa.

No me alcanzan las palabras para expresar lo que sentía cada vez que entraba a la Cueva; era nuestro último día ahí y lo cerraríamos con una misa y una oración en el Pozo de la Luz. Cuando me iba acercando a la entrada, custodiada por ángeles en la fachada, los ojos se me llenaron de lágrimas y los escalofríos recorrían todo mi cuerpo. Entrar y sentarme junto a mis amigos, en uno de los lugares más importantes para nuestra espiritualidad, es una experiencia que a la fecha no he terminado de procesar.

Fue tan especial que David, Luis y Esteban concelebraran, como compañeros de generación, la misa en la Cueva. Escuchar lo importante que era para ellos compartir el espacio me hacía resonar con cada uno de los que estaban ahí. Reservamos el signo de paz para un lugar igual de importante: el río Cardoner. Una vez concluida la misa, después de cenar y de una charla con Javier Melloni, nos pusimos en marcha.

Al llegar, en el lugar había una escultura en el piso donde se podían leen los 117 nombres de hombres y mujeres que han vivido experiencias místicas. Lo primero que todos hicimos fue comenzar a buscar el nombre de Ignacio. Ya que aquietamos el ritmo, nos sentamos en la banca que hacía una gran media luna, con el pozo en el centro y la vista hacia el río.

Luis comenzó a leer el fragmento de la autobiografía de Ignacio que habla de la iluminación, y, mientras eso pasaba, comencé a hacer conciencia de los lugares por los que había pasado y sobre todo en el que me encontraba. Experimenté la misma sensación cuando vi por primera vez el ayate de Juan Diego. Igual sentimiento cuando vi a Benedicto XVI, y no me imaginaba que experimentaría lo mismo en unos días más al ver a Francisco.

Jamás me habría imaginado sentarme en el mismo lugar donde Ignacio. Escuchar su autobiografía, ver los últimos rayos del día, el santuario, la basílica y el Cardoner, que ciertamente «iba hondo», todo eso ha sido un gran regalo para mí.

Cuando David comenzó a dirigir la oración nos pidió que recordáramos a todas aquellas personas, situaciones y lugares donde Dios se nos había hecho presente. Muchas cosas pasaron por mi corazón, pero las que se robaron la mayor parte de mi atención fueron las Ladrilleras del Refugio; aquella comunidad a las afueras de León que me ha visto crecer desde mis 13 años. Recuerdo con mucho cariño aquellas misiones educativas donde me la pasaba jugando todo el día con los niños bajo el sol. Aún tengo la imagen de doña Lupe sentada en las jardineras esperando que alguien se acercara a platicar con ella. O de las gemelas que día con día me pedían saltar la cuerda con ellas.

También traje al corazón el Albergue Decanal Guadalupano que me recibió y acogió por casi 10 meses durante mi voluntariado. Recordé a Jeni y a Jesi que, después de una mañana llena de trabajo, nos compartían la deliciosa comida que preparaban. Me vinieron a la mente los rostros y los nombres de los cientos de hermanos migrantes que pasaron durante mi estancia y tuve la oportunidad de atender.

Hacer conciencia de todo eso me hizo reflexionar sobre una charla que tuve con David en donde llegamos a la conclusión de que estos lugares son símbolos. Representan algo muy importante para quienes vivimos esta espiritualidad. Son el recuerdo de lo vivido por Ignacio. En estos espacios se construyeron las bases que inspiran a la Compañía de Jesús. Aun con todo esto, no me resuenan del todo.

Entonces nació la invitación a voltear la mirada y buscar en mi propia historia dónde y cuándo fue —o será— mi iluminación en el Cardoner. Y también mi Manresa, mi Montserrat, mi cañonazo en Pamplona y hasta mi castillo de Loyola. Es una invitación a reflejar mi vida en la de Ignacio, para identificar los frutos y las enseñanzas que me ha dado «el maestro de escuela» para más amar y más servir a los demás. Es la invitación a mirar en lo profundo, a ser como aquel río, ir hondo.

Ahora que he vuelto a casa, después del Magis Internacional y de la Jornada Mundial de la Juventud, me encuentro en esa búsqueda. Cada noche, en mi examen del día, me hago las mismas preguntas: ¿Y mi cañonazo? ¿Dónde fue mi convalecencia en el castillo? ¿Ya viví mi iluminación del Cardoner?

No es fácil responderlas porque la cotidianidad esta llena de ruido, y qué complicado es hacer silencio en la vida diaria. Pero tengo mucha esperanza de que en la oración y que en esas pausas del día a día pueda poco a poco ir encontrando respuestas a estas preguntas.

Para mis compañeros y compañeras jóvenes: vámonos a lo profundo, sin miedo de lo que encontremos en nuestra historia. Mirémonos con ojos misericordiosos, sabiendo que así nos ve Dios.

Hay tanto en la vida de cada uno para compartir con el resto y ser testigos del amor vivo y presente de Jesús. Hagamos el espacio que nos pidió el papa Francisco «¡Todos, todos, todos!». Y, sobre todo, gracias; por las risas, el llanto, el compartir y su acompañamiento que día a día me hacen creer en un futuro, que juntos construimos, lleno de esperanza. Muchas gracias juventud del papa.


Foto: Bernardo Vaca-Cathopic

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