Por Luis Donaldo González
El Papa Francisco nos dejó hace unos días, después de 12 intensos años de pontificado. Sin duda, Francisco fue el papa de mi juventud. Aquel que con su modo de anunciar el Evangelio me hizo preguntarme sobre cómo vivo y entiendo mi fe. Sí, sus textos y gestos impactaron fuertemente mi formación teológica, incluyendo aquel último mensaje [que, ahora sabemos, era de despedida]: «La luz de la Pascua nos invita (…) a hacernos cargo los unos de los otros, a acrecentar la solidaridad recíproca, [y] a esforzarnos por favorecer el desarrollo integral de cada persona humana» (Bendición Urbi et Orbi – Pascua 2025).
Recordaré a Francisco por su cálida sencillez y su compromiso con los descartados, los excluidos, los migrantes y los pobres. Aún más lo recordaré por su desafiante convicción de ser y hacer una «Iglesia en salida», aquella que «primerea» y que verdaderamente está convencida de que en «Jesucristo siempre nace y renace la alegría», tal como escribió en su primera Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium (2013).
El papa latinoamericano fue, al mismo tiempo, valiente y tierno, amable y decidido, discreto en los modos y algunas veces escandaloso por alguna reacción o declaración. Indudablemente él era un hombre original y su modo de suceder a San Pedro fue una versión humana, con aciertos y errores. Era, también, un hombre capaz de pedir perdón. Gracias a ese dinamismo no solo comenzó la reforma de la Curia Romana sino que intentó dar voz a los sectores más remotos de la Iglesia. Intentó escuchar a todo el pueblo de Dios, de ahí el sínodo sobre la familia, los jóvenes, la Amazonía y el sínodo de la sinodalidad.
Fue el papa jesuita que, más allá de toda regla fría y rígida, nos convenció de que la misericordia de Dios es más grande que cualquiera de las «situaciones llamadas irregulares». Por eso, escribiendo Amoris Laetitiae (2016), nos llamó fuertemente al discernimiento pastoral para que así nadie se aleje del amor de Dios. Ya durante aquel Jubileo extraordinario de la Misericordia, con palabras sencillas y sin complicaciones teológicas, nos recordó que nadie puede poner un límite al amor de Dios que perdona (Misericordiae Vultus – 2015).
Francisco nos enseñó a nunca desligar la fe de la realidad, pues «la bendición del Señor desciende sobre nosotros y la oración logra su propósito cuando va acompañada del servicio a los pobres», tal como dijo durante su mensaje para la Jornada Mundial de los Pobres 2020 -jornadas que él mismo creó-. Él era consciente de que una fe que no impacta la realidad se queda incompleta. De ahí que a los teólogos nos pide ser conscientes de que «la teología también debe hacerse cargo de los conflictos», no solo los de la Iglesia sino también de los del mundo (Veritatis Gaudium – 2018).
Desde el inicio de su papado, Francisco no solo pedía a los obispos y sacerdotes ser «pastores con olor a oveja», él mismo se esforzaba por serlo. Por eso salía del Vaticano, por eso viajaba a lugares grandes y pequeños, por eso escribía cartas y llamaba por teléfono a personas importantes y a otras que no parecían tan importantes a los ojos de la sociedad. Muchas veces rompía el protocolo para estar con la gente. Por eso apareció en San Pedro antes de morir. «Gracias por devolverme a la plaza», le dijo a su asistente personal de salud aquel último día. El papa volvió a la plaza en la que pidió al pueblo su bendición en el primer día de su pontificado, la plaza en la que celebró y se encontró con miles de personas durante los últimos doce años. La misma plaza en la que rezó él solo durante la pandemia que nos azotó en 2020. Francisco fue un pastor que estuvo con su pueblo hasta el final.
Su instinto pastoral le hacía traer a la mesa «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» de la humanidad, tal como lo pide la Iglesia del Vaticano II. Por eso alzó la voz para que el mundo pudiera escuchar «tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres» (Laudato Si’ – 2015). Su especial manera de recordar al ser humano su papel de administrador -y no de dueño- de la creación de Dios simboliza un reto urgente para cuidar la Tierra, que es nuestra única «casa común». En esa misma línea, el papa jesuita nos advirtió en Evangelii Gaudium que no podemos seguir viviendo una «economía que mata», en donde «el poderoso se come al más débil (…) [y las] grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida».
Siguiendo el ejemplo de el pobre de Asís, Francisco se sentó junto a importantes hombres y mujeres del mundo: desde jefes de estado, políticos, líderes religiosos, deportistas y empresarios, hasta con vagabundos, migrantes, ancianos y niños. Con sus encuentros y diálogos Francisco recordó al mundo que Dios «ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos» (Fratelli Tutti – 2020). Al mismo tiempo que imploraba por la paz, nos recordó que «la auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacionales, intelectuales, culturales y espirituales».
Es sabido que el primer documento de un papa marcará la pauta de su pontificado, por eso se les llama programáticos. Aunque Francisco, sin embargo, publicó Lumen Fidei en 2013, dejó claro que éste era un documento ya comenzado por Benedicto XVI. De ahí que su documento propiamente programático es la Alegría del Evangelio o Evangelii Gaudium, mismo que ha marcado la dinámica de la Iglesia de hoy. La originalidad de este papa argentino no se vio solamente en su primer documento, sino que más allá de continuar usando sus zapatos desgastados, su pectoral del Buen Pastor o su sencilla mitra, Francisco habló con sus viajes y visitas apostólicas desde el inicio.
La primera visita fuera de Roma en 2013 fue a la conocida Isla de Lampedusa, ubicada en el mar meditarráneo, es decir, en las aguas en las que miles y miles de migrantes han perdido la vida buscando llegar a una tierra más segura. Durante su homilía en ese dramático lugar, Francisco se opuso frontalmente a lo que él llamó la «globalización de la indiferencia»: «¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias?». Y más aún, pidió perdón a Dios por tanta sangre derramada sin piedad. Resuena aquí que Jorge Mario Bergoglio era hijo de inmigrantes. De ahí que, cada que pudo y de distintas maneras, alzó la voz para «acoger, proteger, promover e integrar» a todos aquellos que tienen que emigrar buscando vivir con dignidad.
El papa realizó la última visita aún en medio de su enfermedad y convalecencia. Hace solo unos cuantos días, durante el Jueves Santo, visitó a los presos de una cárcel romana. Muy seguramente tenía en su corazón la intención de lavarles los pies. «Estuve preso y me visitaste», dice el Señor Jesús en el Evangelio (Mt 25, 36).
Hoy Francisco se fue. Pero no se va sin antes pasar a encomendarse a nuestra madre, la Virgen María, Salus Populi Romani, como solía hacer antes de cada viaje. Sus gestos nos siguen hablando hasta el final. Quizás por eso no se fue de este mundo sin llamarnos a ser peregrinos de la esperanza en medio de un jubileo en el que la misericordia sigue resonando.
Mi querido Francisco, «siervo bueno y fiel» (Mt 25, 23), tú sabías muy bien cómo amar «más en las obras que en las palabras», tal como aprendiste de san Ignacio. Gracias por tu ejemplo, que me ayuda a seguir trabajando, estudiando, reflexionando y siguiendo al Señor Jesús. Dios te vio misericordiosamente y te llamó a ser un buen pastor, así lo entendiste siempre: Miserando atque Eligendo, elegiste como tu lema episcopal.
¡Gracias por tu cercanía y por tu coraje! ¡Gracias por dejarte llevar por el Espíritu Santo!
Que descanse en paz. ¡Viva el papa!