La «autoridad femenina» en un mundo patriarcal

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 raíz del triunfo electoral de Claudia Sheinbaum Pardo en junio de 2024 y de su reciente toma de posesión como presidenta constitucional se ha roto en México el llamado «techo de cristal» en tanto es una mujer quien ha accedido al vértice del mando político del Estado. México no es el primer país donde esto ocurre. Otras mujeres, en otros países de América Latina, han ocupado el cargo de presidentas con anterioridad. Dilma Rousseff en Brasil en 2011, Cristina Fernández en Argentina en 2007. También Michele Bachelet en Chile en 2006 y 2014 y, más atrás, Violeta Chamorro en Nicaragua en 1990, por mencionar algunas.

La novedad en México consiste en que, por ley electoral, en los últimos comicios se aplicó de modo estricto el cumplimiento de la «paridad de género», es decir, que los cargos de representación y gobierno fueran ocupados por un número similar de mujeres y de varones. Es por tal razón que hemos visto el ingreso de un gran número de mujeres en cargos de senadoras y diputadas locales y federales, así como de presidentas municipales y gobernadoras. Se ha prestado atención a que la conformación de los gabinetes de gobierno en los distintos niveles sea de manera paritaria.

La presencia de muchísimas mujeres en el espacio público, ocupando puestos de representación o de gobierno, constituye, sin duda, una alteración brusca de la muy arraigada costumbre de que fueran solamente varones quienes contendieran y desempeñaran tales cargos, así como lugares políticos que se asocian con espacios de poder y mando. Además de lo anterior, se ha generalizado un discurso público que insiste en que «las mujeres también pueden ser personas de/con poder» y se cumple, medio siglo después y todavía dificultosamente, la «agenda de paridad de género en espacios políticos» discutida a nivel internacional en 1975 en la Ciudad de México, en ocasión de la Primera Conferencia del Año Internacional de la Mujer auspiciada por la Organización de las Naciones Unidas.

Así, atravesamos un tiempo en que ellas aparecen, en distintos niveles, en los espacios públicos, haciendo escuchar sus voces y quebrando un añejo monopolio masculino al menos en la esfera pública. Cosa distinta ocurre en amplios ámbitos de la esfera privada, sobre todo en las empresas y, por supuesto, en la más antigua de las instituciones de la cultura occidental: la estructura eclesiástica y religiosa.

Pareciera como si, poco a poco, a punta de tenacidad, capacidad y perseverancia se estuviera desmontando un muy rígido orden social que históricamente ha fijado jerarquizaciones y límites, los cuales, además, empujan o entrampan las energías de las mujeres hacia objetivos y metas fuera del ámbito público.

Me interesa, en tal contexto, bosquejar un problema: el asunto de la autoridad femenina, esto es, de la autoridad de cada mujer singular y de algunas mujeres que se reúnen y se alían para sostener fines propios que no necesariamente corresponden, en sus fuentes y formas, a los lugares de poder dentro de las instancias políticas conocidas. Autoridad femenina y ocupación de cargos de poder no son necesariamente sinónimos. Dicho así, resulta una afirmación que parece contradictoria y abstracta. Conviene revisar algunas distinciones importantes para esclarecer el argumento que sostengo.

Autoridad y poder: breves aclaraciones

Mientras que el término «autoridad» deriva del verbo latino augere, que significa «aumentar o hacer crecer», «poder», que proviene del latín vulgar posse, a su vez derivado de la raíz indoeuropea poti, refiere al «amo», «dueño» o «esposo». Es clave mantener a la vista que hay una distinción etimológica e histórica de fondo entre ambos conceptos.

El término «autoridad» comparte la misma raíz latina con otras palabras como «autor/a» o «autorizar». Es decir, se relaciona con la capacidad creativa —ser autor/a de algo— o con la prerrogativa de darse a sí misma/o el lugar, permiso y significado, que es, a mi juicio, el sentido más hondo del término «autorizar».

Es conocido que tanto la autoría como la capacidad de autorizarse a sí mismas para realizar determinadas acciones son dimensiones que han sido históricamente negadas a las mujeres. Contamos con una literatura y una producción cultural cada vez más amplia que rescatan los esfuerzos creativos de muchas de ellas, describiendo los límites y dificultades que cada una tuvo que confrontar. Se expande también el conocimiento sobre las insistentes luchas contra diversas clases y formas de tutela y control, que sólo han evolucionado —lentamente— en el mundo social al ser erosionadas poco a poco a través de un sinfín de acciones de impugnación de tales límites. Basta recordar las enormes dificultades para que ingresaran a las universidades e, incluso dentro de éstas, a cualquier carrera de su predilección o a la práctica de ciertos deportes. No está de más destacar que, en relación con la institución eclesiástica, la relación directa —no mediada— de las mujeres con lo sagrado sigue estando en disputa.

Conviene además tener en cuenta otros ejes de la histórica y sistemática negación de la autoridad femenina, sobre todo en la cultura occidental y en las instituciones que, a lo largo de los siglos, han mantenido una fuerte herencia de las prácticas, normas y costumbres de la Roma imperial de los primeros siglos de nuestra era.

Una de las imágenes más brutales de tal negación de la autoridad femenina establecida en la Roma imperial consistía en el derecho del esposo a decidir, después del parto, si el vástago vivía o moría. Esto era así porque, si bien no podía negarse que la madre era quien había dado vida a la criatura a través de la gestación y el alumbramiento, la inclusión del vástago en la estructura social era una prerrogativa monopolizada por algún varón singular, esto es, por el esposo de la recién parida, o por su padre o hermano en caso de no haber un esposo. En épocas más recientes rastros de tal derecho de vida o muerte aún se conservan a través del «derecho» masculino al reconocimiento del fruto del vientre de una mujer, «otorgándole su apellido».

Foto: © heyalexen, Depositphotos

Así, en tiempos antiguos, a través de la estructura normativa de la institución familiar, se arrebataba a cada mujer, patricia o plebeya, el derecho de «hacer crecer» —recuérdese la etimología de «autoridad»— a su criatura, imponiendo la mediación del esposo o del padre para autorizar tal acción. Acá la palabra clave es mediación. Y tal mediación tiene claramente un contenido histórico que, si bien evoluciona con el tiempo, conserva y adapta algunos rasgos de aquello para lo que fue instalada.

En la cultura occidental históricamente se han instituido una inmensa cantidad de prácticas sociales que, al organizar la relación entre los géneros, dificultan la relación de las mujeres entre sí y establecen límites para su presencia y participación en la vida social. Algunas feministas llamamos mediación patriarcal al rasgo compartido por tales prácticas, que consiste, básicamente, en las muy diversas formas en que cada mujer es definida tanto en el mundo privado como en el público, no a través de sí misma, sino de las relaciones que establece con uno o varios varones. Así, la posición y la autoridad de esas mujeres, antes que sustentarse en su propia capacidad, suele significarse socialmente como algo derivado del poder de otro: del de los varones con quienes se relaciona.

Es sumamente difícil en el imaginario social todavía existente, aun si está sucediendo una acelerada erosión de tales conjuntos de creencias, que la autoridad de una mujer se entienda como capacidad y fuerza propia, fundada en ella misma, en su propia trayectoria y en sus redes de vínculos. Es amplia todavía la fuerza de la costumbre que empuja a que tal autoridad femenina se comprenda como reflejo de la autoridad de otro o como un bien simbólico derivado de la proximidad con otro: del esposo, del hermano, del padre, del jefe, del colega, etcétera.

La historia de la reconstrucción de la autoridad femenina nos lleva a una constelación muy grande de esfuerzos y de luchas contra toda clase de límites y tutelajes, en muy diversas clases de actividades sociales. Actualmente, esa historia es objeto de investigación por parte de varias mujeres que se autorizan a sí mismas a escoger sus temas de investigación, a inventar sus metodologías y sus criterios de rigor, muchas veces en contra de la opinión de sus pares varones en medio de intensos conflictos, sobre todo cuando esto ocurre en ámbitos académicos. Sin embargo, este inmenso esfuerzo colectivo no se limita a esos espacios; aunque pueda parecer disgregado y a veces caótico, busca recuperar las memorias negadas y los intentos por dotarse de una autoridad femenina en muy distintos planos. Este esfuerzo también se da en una gran diversidad de colectivos y grupos de mujeres no académicas que se afanan en reconstruir las historias de sus barrios, de sus prácticas migrantes, de sus luchas en defensa de la vida, entre otras áreas, incluyendo y destacando su protagonismo y autoridad.

Nótese que no estoy hablando de la historia de la sujeción de las mujeres sino de su contraparte, de las diversas trayectorias e itinerarios de lucha y de vida de todas las que han desafiado aquello que limitaba su autoridad, su capacidad de establecer su lugar en el mundo, de defender sus creaciones y de significar sus acciones por sí mismas.

Los esfuerzos por subvertir la negación de la autoridad femenina

Existen cada vez más historias que dan cuenta de los esfuerzos de muchísimas mujeres por impugnar y trastocar los límites impuestos a su autoridad. Son historias de todas clases, que exceden por mucho las narraciones de «mujeres triunfadoras» que logran «éxito» en sus profesiones o carreras políticas. Historias interesantes de alianzas entre hermanas para hacer variar su situación al interior de la familia; de esfuerzos por defender las fuentes de sostenimiento, como el agua, las semillas, los bosques, los territorios; de cultivo de actividades creativas, artísticas o filosóficas en muy distintos espacios y lugares. Todas éstas son historias de esfuerzos sostenidos por numerosas mujeres que impugnan los límites fijados a sus capacidades y que confrontan tutelajes y despojos.

Entre los rasgos compartidos en este inmenso conjunto de historias existen algunos que son comparables: los esfuerzos por hacer escuchar una voz que estaba destinada al silencio, a la murmuración o al  llamado «chisme»; los intentos por defender y hacer conocer sus ideas y creaciones y, en una dimensión todavía más interesante, los esfuerzos por establecer la mediación de la palabra y la sensibilidad femenina para guiar las relaciones entre mujeres, entre mujeres y  varones, y entre ellas y el mundo.

Este aspecto es especialmente relevante, ya que el poder patriarcal —es decir, la capacidad de los varones de sujetar los cuerpos y aprovecharse de las energías y capacidades de las mujeres— se sustenta en gran medida en la separación de las mujeres entre sí. Esta división se impone de formas muy diversas en las prácticas cotidianas y en la estructura familiar, donde tales patrones culturales se reproducen.

Según la filósofa italiana Luisa Muraro, el reconocimiento de la fuerza y la capacidad de la otra mujer es el primer paso de la reconstrucción de la autoridad femenina. Sostener en el tiempo el reconocimiento de las capacidades de otras mujeres alimenta la capacidad propia y constituye un fuerte desestabilizador de la estructura patriarcal que anida en las tradiciones y costumbres de nuestro tiempo. La ampliación de la autoridad femenina sería, pues, un potente elemento de transformación social en estos momentos tan duros. Esto se basa en nuestra facultad de forjar alianzas para fines acordados y en ser «fuente de fuerza unas para otras» a través de dispositivos de reciprocidad regenerados.

De ahí la relevancia de mantener a la vista la diferencia entre la autoridad femenina y la ocupación de un cargo de poder por una mujer. Estos dos asuntos no son, reiteramos, necesariamente antagónicos, pero tampoco son sinónimos ni obligadamente serán capaces de crear bucles fértiles de reforzamiento recíproco. Los esfuerzos de las mujeres por recuperar la autoridad femenina, por desenterrarla como capacidad propia cultivada a través de la práctica de la mediación entre nosotras, regenerando las palabras que nos ajustan al mundo, no es idéntica a la ocupación de cargos del poder instituido.

Muchas de las experiencias de mujeres presidentas en otros países de América Latina, mencionadas al inicio, no condujeron a alteraciones reales de las estructuras de poder ni de la arquitectura institucional que las sostiene. Tampoco bloquearon el avance, que se juega en otro vasto archipiélago de espacios y tiempos, de las acciones prácticas y cotidianas de reconstrucción de la autoridad femenina sostenida entre muchas.

Conservar a la vista las distinciones propuestas quizá sea una manera útil para orientarse en el presente, sobre todo en México. Esto facilita tanto la comprensión de las críticas y los obstáculos que enfrentarán las mujeres con poder el país, como la identificación y el reconocimiento de los polimorfos esfuerzos por reconstruir la autoridad de las mujeres. 

Para saber más: 

Gutiérrez, R. (2009). Desandar el laberinto. Introspección en la feminidad contemporánea. Pez en el Árbol.

Muraro, L. (1994). El orden simbólico de la madre. Horas y horas.

Rivera, M. (1997). El fraude de la igualdad. Planeta.

Autoridad femenina / libertad femenina. (1994). Revista Duoda, No. 7. https://bit.ly/4dVMnL6

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