En la entrega anterior analizamos diversos aspectos fundamentales de la Palabra. Ahora propongo una segunda entrega enfocada en los textos del profeta Juan, con especial atención al itinerario del Verbo Encarnado. En este segundo análisis, de tres partes, dejamos de lado las anotaciones exegéticas para centrarnos en los encuentros y acciones, tratando de descubrir la misión de la Palabra a lo largo de su paso por nuestra historia. Como decía, algunos hombres la encuentran y la siguen con asombro; otros la buscan desde su necesidad, mientras que algunos se escandalizan y se oponen. En ese sentido no es un recorrido sencillo, sino uno lleno de desafíos, que provoca y cuestiona. El lector, sin duda, está invitado a tomar parte y no puede permanecer neutral.
La purificación del Templo (2,13–22)
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén (2,13). Ahí realizó ese gesto inesperado y enérgico, conocido como “la purificación del Templo”. Una acción provocadora, al estilo de los antiguos profetas, en el corazón mismo de Israel. La conducta de Jesús sorprende y molesta a las autoridades religiosas. De este modo, desde el principio, Jesús entra en confrontación con el poder religioso. Será vigilado y visto con hostilidad.
Tanto aquí como en Caná el autor anota un resultado en los discípulos: «creyeron en Él» (2,11), y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús (2,22). La Palabra comienza a despertar la fe: no regresará al Padre sin haber producido fruto, como la lluvia y la nieve que descienden del cielo: Is 55,10–11.
Nicodemo (3,1–21)
El magistrado judío que viene a Jesús de noche señala una nota sobre el origen de Jesús: sabemos que has venido de Dios (3,2). En el diálogo con él, Jesús dice: Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (3,13). Y en seguida: el que viene del cielo (3,31).
Aquí encontramos la primera de las tres menciones sobre el Hijo del hombre que tiene que ser levantado (3,14; 8,28; 12,32), referencia a la crucifixión que le espera, signo supremo del amor salvífico de Dios: «Tanto amó Dios al mundo» […] (3,16–17).
La Samaritana (4,4-42)
La Palabra sigue su camino, indicado por una frase misteriosa: «Tenía que pasar por Samaria» (4,4). Expresión enigmática, porque, geográficamente, no tenía que pasar por esa tierra. Más que una consideración geográfica, se expresa una intención teológica: el plan secreto del Padre. Se detiene junto al pozo de Jacob, cansado. No ha llegado a su destino. Hace un alto. Llega a una ciudad de Samaria llamada Sicar (4,5). La Palabra viaja sin ahorrarse la fatiga del viajero pobre: «como venía fatigado del camino, se sentó» (4,6). En este largo relato de encuentro, sorprende la atención dedicada a una mujer, y a una mujer samaritana, despreciable en el mundo judío.
En el diálogo la Palabra se revela como agua viva, que sacia la sed profunda del corazón humano. El paso de Jesús por esa tierra, considerada pagana y despreciable, tiene un aspecto misionero. Su visita está teñida de compasión y humanidad. La mujer, transformada, es capaz de ir y anunciar a los suyos: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho» (4,28).
Al final del relato el autor constata el fruto de la visita de la Palabra: Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer (4,39). En su ruta, Jesús sabe permanecer, detenerse, cuando conviene al bien de la gente. Le rogaron que se quedara con ellos. «Se quedó ahí dos días» (4,40). Y añade todavía el autor: «Fueron muchos más los que creyeron por sus palabras» (4,41). Pasados los dos días, partió de allí para Galilea: (4,43).
El hijo del funcionario real (4, 43–54)
En otras ocasiones la Palabra se detiene y muestra su compasión sin necesidad de desplazarse: «Pasados los dos días, partió para Galilea» (4,43) […] «Volvió a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino» (4,46). Desde Cafarnaúm vino un funcionario a suplicarle que bajase con él, a curar a su hijo enfermo. En lugar de acompañarlo, Jesús le dice simplemente: «Vete, que tu hijo vive» (4,50). Sólo pide la fe, para realizar su acción. La respuesta del suplicante es la esperada: creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino (4,50). El resultado: la curación del hijo enfermo. Más allá de la curación visible, el efecto transformante alcanza el interior: «Creyó él y toda su familia» (4,53).
El paralítico en la piscina de Betzatá (5,1–18)
Jesús subió a Jerusalén (5,1). Aunque se trataba de una fiesta, la atención se concentra, no en la celebración, sino en la desgracia. En ese lugar yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, […] (5,3). En la fiesta de la gran ciudad muchas cosas atraerían la atención, pero la mirada de Jesús se detiene en un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo (5,5). El autor añade una nota de dramatismo cuando a la pregunta de Jesús: «¿Quieres curarte?» (5,6), el enfermo responde: «Señor, no tengo a nadie […]» (5,7). El diálogo culminará con la curación: Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y anda» (5,8). El relato continúa constatando la curación de aquel paralítico abandonado.
Lo que debió haber sido ocasión de admiración y alabanza provoca, al contrario, una reacción de oposición y hostilidad en el grupo de “los judíos”: «Los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado» (5,15).
El Pan de Vida (6,1–66)
En la composición del capítulo 6 encontramos una secuencia en torno al «Pan de vida». Primero, un desplazamiento: «Se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea» (6,1). La Palabra da de comer a una multitud (unos cinco mil hombres, 6,10), de un modo prodigioso. Realizado el signo extraordinario, dada la reacción que prevé, Jesús decide escaparse: «Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo» (6,15).
Entre este signo y el discurso sobre el Pan de vida hay otro movimiento, cargado de significado: los discípulos descienden al mar, al atardecer. Los detalles de la narración colorean y dan significado al cuadro: es un descenso al mar, lugar bíblico de peligro, donde el hombre es indefenso; sucede al llegar la oscuridad, y lo peor: en ausencia de Jesús. Con todo, se arriesgan.
Cuando habían remado unos veinticinco o treinta estadios ven a Jesús que caminaba sobre el mar… (6,19). El itinerario de la Palabra incluye esta travesía por el mar. Jesús pronuncia una única frase, en esta parte del relato: «Soy yo. No tengan miedo» (6,20). El mar recuerda el caos original, sometido después al orden y controlado por Dios creador. Caminar sobre el mar es un signo de dominio de Jesús sobre el caos, sobre la muerte y toda amenaza de elementos naturales.
Al final del capítulo, después del Discurso (6,26-66), aparece el contraste: al acercamiento compasivo de la Palabra se opone el alejamiento de «muchos de sus discípulos»: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él» (6,66). Tan decepcionante es para Jesús tal reacción que pregunta a los Doce: ¿También ustedes se quieren ir? (6,67).
Enseñanzas y signos varios
El movimiento de la Palabra se ve afectado, en ocasiones, por el conflicto, por ejemplo, en 7,1: Después de esto, Jesús andaba por Galilea, y no podía andar por Judea, porque los judíos lo buscaban para matarle. En 7,33–34 se vuelve a hablar del movimiento de Jesús de un modo enigmático: «Poco tiempo estaré ya con ustedes, pues me voy al que me ha enviado. Me buscarán y no me encontrarán. Donde yo esté, ustedes no pueden venir».
El episodio extraordinario de la mujer sorprendida en adulterio y perdonada (8,1–11) es introducido por un dato de movimiento: «Jesús fue al monte de los Olivos». Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo: 8,1–2. El avance de la Palabra se dirige hacia un encuentro particular: una mujer en situación crítica lo necesita. Está indefensa, a punto de ser lapidada. La presencia de Jesús la salva, y muestra así el verdadero rostro del Padre: «Tampoco yo te condeno» (8,11). A aquella mujer, humillada, temblorosa, se le abre un horizonte nuevo: puede comenzar una vida nueva, porque ha sido perdonada. Su corazón ha sido sanado.
En su enseñanza Jesús va intercalando expresiones de su retorno al Padre: «sé de dónde he venido y a dónde voy» (8,14); «Yo me voy y ustedes me buscarán […] Adonde yo voy, ustedes no pueden ir» (8,21. Repetirá la misma expresión en el discurso de despedida: 13,33). «Yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado» (8,42).
Vio al pasar a un ciego de nacimiento (9,1). Al mismo hombre que había sido ciego, y que fue curado, Jesús le dice: «He venido a este mundo para un juicio: para que los que no ven, vean; y los que ven se vuelvan ciegos» (9,39).
Después de la curación del ciego de nacimiento el autor coloca el discurso sobre el Buen Pastor (10,1–18), el que ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia (10,10), el que da la vida por las ovejas (10,15).
La resurrección de Lázaro
En una narración extensa encontramos el último «signo» extraordinario de Jesús, en la primera parte del Evangelio: 11,1–44. Jesús se había marchado al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes bautizando (10,40). En lugar de acudir inmediatamente a la casa de su amigo enfermo, dice el texto: «Enterado de su enfermedad, permaneció dos días en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: “Volvamos a Judea”» (11,6–7).
Nuevamente, la doble reacción: la de quienes se abren a la gracia de Dios (muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él: 11,45), y la de quienes se muestran incrédulos: Pero algunos de ellos fueron donde los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo […] Desde este día decidieron darle muerte (11,46ss).
La actitud de las autoridades judías, hostil y peligrosa, mueve a Jesús a retirarse: Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y se quedó allí con sus discípulos (11,54).
Antes de la entrada en Jerusalén sucede el episodio de la unción en Betania, como preparación inmediata a la Pasión: seis días antes de la Pascua Jesús se fue a Betania. No habrá más desplazamientos ‘mayores’, fuera de los movimientos locales, donde sucederá la Pasión: Jerusalén, el huerto, el calvario.
La estructura del relato joánico se organiza en torno a las fiestas judías de peregrinación, como anota Johannes Beutler: «El ciclo de las fiestas judías de peregrinación define […] la estructura del evangelio de Juan. En ella el arco de la vida pública de Jesús se tiende desde una primera Fiesta de Pascua (2,13) hasta una última, la mencionada en Jn 11,55».
Al día siguiente Jesús hace su entrada en Jerusalén. Es reconocido como rey, pero un rey particular, según la tradición bíblica: Sal 118,25s: «¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel» (Sal 118,25s); «No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna» (Zac 9,9s), donde se muestra el verdadero carácter de su Reinado, en la cercanía y en la humildad.
El camino de Jesús lo ha llevado de la Betania junto al Jordán a la Betania cercana a Jerusalén (1,28; 11,1.18). Emprende el viaje a Jerusalén cuatro veces: en la primera Fiesta de la Pascua (2,13), en una fiesta no especificada (probablemente la Fiesta de las Semanas, en 5,1), en la Fiesta de las Tiendas (7,2) y en la última Fiesta de la Pascua (11,1).
Imagen de portada: Cathopic