En estas fechas la liturgia nos invita a saber esperar y a saber reconocer el nacimiento de Aquél a quien se espera, del Dios que quiere encarnarse por puro Amor, porque reconoce que así es como se puede redimir la humanidad. Sin embargo, en estos tiempos que vivimos, ‘esperar algo’ parece prácticamente imposible, ya no tenemos la costumbre de esperar. Y no me refiero aquí a la tan comentada inmediatez que roba la atención y pide un nuevo estímulo a cada momento, me refiero a la aparente improbabilidad de que algo bueno pueda llegar.
En su novela La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares nos presenta un personaje confinado en una isla desierta que reconoce: «No espero nada. Esto no es horrible. Después de resolverlo, he ganado tranquilidad». Estas palabras, dramáticas por sí mismas, toman mayor relevancia al pensar que tal vez muchas personas las hacen propias hoy en día. ‘No espero nada de procesos políticos que acrecientan la polarización… no espero nada de una sociedad indolente ante la migración, la guerra y el deterioro ambiental… no espero nada de una iglesia que abusa del poder… no espero nada de otras personas porque piensan diferente…’ y una larga lista de des-esperos con los que parece que hemos ganado tranquilidad.
Así entonces, es sumamente contradictorio pensar que en este tiempo podemos creer en la espera, sobre todo en la espera de la redención. ¿Qué esperamos en este mundo desesperante? ¿Cómo creer en la espera cuando la desesperanza llena nuestro horizonte? ¿Realmente creemos que hay salvación en esta realidad llena de contrastes?
En la novela el personaje reconoce que detrás de la ‘no-espera’ está una higiene que le impide arriesgar la vida, «darse por muerto, para no morir», los desesperos son entonces escudos de protección que le salvan de entregar la vida. Pero el protagonista gana lucidez gracias a una presencia; cuando se le presenta una mujer es capaz de reconocer lo ridículo de no esperar, ella le representa algo amable, digno de amor, que le permite decir: “Ya no estoy muerto, estoy enamorado”.
Más allá de la novela (que daría para seguir profundizando en discusiones metafísicas), el tránsito desespero-muerte-amor-renacer nos puede dar pistas para escrutar nuestro corazón. El adviento pudo ser una oportunidad para identificar cómo me encuentro frente a este itinerario, reconocer cuánto desespero y muerte encuentro en estos días; si he permitido que esto haga nido en mi corazón y me lleve a habitar el mundo sin esperanza para mí y para otras personas. Limpiarnos de ese desespero nos permite ser morada, reconocer que el des-espero no tiene la última palabra y que algo, no sé qué, pero bueno y bello, quiso nacer y llena de sentido nuestra espera.
El nacimiento de Jesús es la encarnación del Amor Divino que quiere estar con nosotras, que espera mucho de la humanidad y que se compromete para realizarlo; en este niño encontramos la luz que nos permite decir ‘ya no estoy muerto(a), estoy enamorado(a)’. Quizá nos cueste mucho trabajo encontrar esos amores que encarnan la esperanza y tal vez nos parezcan muy pequeños; pero esperar en Cristo es esperar contra toda esperanza, y reconocer que en lo pequeño y lo frágil se construye una humanidad reconciliada, digna y justa en la que todas y todos podemos seguir alumbrando el amor.
La alegría del recién nacido llegó lejos, y aquellos sabios que visitaron al niño nos muestran también hoy cuán importante es alabar y festejar esos amores que nos revelan que la espera vale la pena, que podemos esperar mucho de la vida y que es Dios mismo el que habita nuestra humanidad para que pueda renacer la esperanza. Hoy somos testigos de este acontecimiento, dejemos que la esperanza llegue a nuestro corazón y siga llegando lejos, llevando lo mejor de cada quién como ofrenda para desterrar de nuestro mundo el desespero.

Imagen: Ivana Fadul-Cathopic