A las mujeres que renombraron la «Glorieta de las Mujeres que Luchan».
En un vistazo en cualquier buscador, al escribir «mujer y defensa de territorio» se despliegan millones de entradas (en Google cuando menos 28 millones y enSafari más de 24 millones). Sin duda, algo está sucediendo. En la pantalla se muestran experiencias y resistencias de lo que sucede una y otra vez, por aquí y por allá, en la selva y en la montaña, en el bosque y en el desierto, en el clamor de rostros arrugados y de jóvenes que gritan «¡El territorio no se vende, se defiende!», «Defiendo el territorio porque defiendo la vida». El grito se multiplica y replica cada vez con más fuerza y determinación, aunque también es más brutal la violencia que pretende ahogarlo, porque este grito es además el de las mujeres.
Escribo desde la región carbonífera de Coahuila, de donde se ha extraído carbón durante casi dos siglos. La cicatriz humana es inmensa. Más de tres mil muertos en sus minas. Se calcula que existen cuando menos 250 terreros de desechos de minas con altas concentraciones de metano, azufre, mercurio, cobalto, radio, etc. Dentro de todos los pueblos mineros se ha extraído carbón de forma ilegal.
Según las Memorias Históricas del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), en 2021, de las nueve mil 656 incapacidades permanentes por enfermedades de trabajo expedidas, tres mil 880 pertenecen a Coahuila y representan el 40.18% del total, de las cuales 989 son por pulmón negro (neumoconiosis), mil 745 hipoacusias y 824 por dorsopatías. Pero esto es apenas una muestra pequeña porque se trata de los datos de los trabajadores que sí están registrados en el IMSS; sabemos que la mitad de los mineros que han muerto, después de Pasta de Conchos, no estaban registrados al momento de morir. Tampoco tenemos un registro de los miles de mutilados o sobrevivientes que no pueden volver a las minas porque andan en muletas o en sillas de ruedas tratando de ganarse unos pesos.
Las empresas mineras del carbón, muchas de ellas pertenecientes a políticos, antes del PRI y ahora de MORENA, han expoliado la tierra, y han expoliado a las mujeres que lavan las ropas negras de carbón, que cuidan a los enfermos y a los accidentados, a cambio de nada. Son ellas quienes prestan cuidados a toda la población que enferma de gripes crónicas, cáncer, bronquitis, incluso tuberculosis, lo que se constituye, paradójicamente, como una forma de subsidio a las empresas.
La minería del carbón era un ámbito que se disputaba y pactaba entre hombres, eso hasta la explosión en la mina Pasta de Conchos, tiempo en que irrumpen las mujeres y abanderan la Organización Familia Pasta de Conchos. Desde entonces son ellas las guardianas de la memoria; con ellas recuperamos nuestra historia, la urgente necesidad rescatar los restos de los mineros aún atrapados en Pasta de Conchos y ahora también en Pinabete. Con ellas nos mantenemos atentas a lo que sucede dentro de las minas y, a partir de 2015, de la defensa del territorio, al impedir que siguieran operando empresas extractivas dentro del poblado de Cloete.
Desde hace un par de años apostamos con organizaciones hermanas a buscar una salida justa del carbón. Después de 18 años de andar, las mujeres salimos de lo profundo de la tierra para recuperar nuestro territorio. Y quizá por eso nuestra experiencia pueda dar un poco de luz a otras. Nosotras somos lo que no queremos que le pase a nadie más, a ninguna región, comunidad ni mujer, en ningún otro territorio.
Las mujeres, el primer territorio expoliado
La historia viene de tiempo atrás. A partir de la década de los años noventa, América Latina se ha configurado como uno de los epicentros de la expansión de la frontera extractiva y de megaproyectos del mundo. Durante este periodo se ha incrementado significativamente la importancia de la región en la producción de metales que requieren de gran infraestructura y de abastecimiento de energía y de agua, y que generan, además, impactos ambientales irreversibles como la deforestación y la contaminación de suelos, agua y aire. Implica también la vulneración y destrucción cultural de comunidades locales, llevando incluso a su desaparición.
Como explica María Carvajal Echeverry en Mujeres defendiendo el territorio, experiencias de participación en América Latina, los proyectos extractivos de minería, hidrocarburos y represas se imponen a través del despojo y el desplazamiento de comunidades rurales y urbanas, limitando el acceso a bienes naturales, desarticulando las formas de vida tradicionales e impidiendo el ejercicio de la soberanía alimentaria y la autonomía de las mujeres y sus comunidades.
Son voces de mujeres diversas de la sociedad civil que participan en movimientos de resistencia ante los impactos diferenciados del modelo extractivista y de megaproyectos que se construyen a espaldas y sobre sus espaldas. En los cuerpos de las mujeres se dibuja el extractivismo y los megaproyectos en su expresión más brutal, es una «zona de sacrificio», como ahora definimos a la región carbonífera de Coahuila al norte de México, con sus más de 3 mil muertos en minas de carbón. Asimismo, la Agrupación de Mujeres de Zonas de Sacrificio, en Chile, hace frente a las más de mil intoxicaciones que encubren un envenenamiento masivo.
Donde sea que pongamos nuestra mirada podemos constatar que el extractivismo no es sólo económico, es medioambiental y se entrecruza con todas las dimensiones de la vida de las mujeres, quienes hemos mostrado cómo comunidades y territorios se han convertido en «zonas de sacrificio» en donde también se refuerzan otras formas de discriminación bajo condiciones de clase, etnia y raza. Son sistemas de dominación que legitiman desigualdades como diferencias sexuales y naturalizan la violencia del sistema capitalista sobre sus cuerpos y sus vidas.
El extractivismo, los megaproyectos o los monocultivos expolian los territorios y los cuerpos de las mujeres. Por eso no hay una sola respuesta teórica, no hay una sola forma de organizarnos ni de responder ante la embestida de lo urgente. Es urgente y es hoy, porque no hay mañana. La defensa del territorio nos sitúa frente a lo inmediato porque perder el territorio es perder la vida y en la vida vamos todas y todos.
Y sí, supone también un exigente análisis que nos permita entender la violencia del modelo impuesto y sus dogmas de «desarrollo y bienestar» para liberarnos de ellos y, una vez libres, poder hacerles frente y resistir.
Bajo el lema «la vida vale más que el carbón» pusimos la «vida» en el centro y el carbón bajo tierra, y no el carbón sobre la tierra y a los mineros debajo. Así también lo plantearon las mujeres de Ecuador al defender Yasuní: «¡La vida arriba y el petróleo abajo!».
En muchas culturas el territorio se define como «la Madre Tierra», porque de éste brota la vida como brota del cuerpo de la mujer. El paralelismo es tan profundo que por eso se vuelve tan poderoso. Las mujeres vemos y vivimos el extractivismo corporalmente, y por ello todas las narrativas que se nos ofrecen para justificarlo, legalizarlo o imponerlo nos resultan ajenas, violentas e ilógicas, y tarde o temprano reaccionamos y nos oponemos a rabiar contra estos modelos.
«Las mujeres hacemos todo cuando nuestra vida, la de nuestra familia y la de nuestra comunidad se ven afectadas».
Pero antes de la protesta organizada intentamos todo, incluso muchas veces sabiendo que no van a cumplir, que no nos toman en serio. Lo intentamos con la finalidad de que, poco a poco, todos y todas juntas entendamos que, si arrasamos el territorio en nombre del desarrollo, de la promesa de empleos y del futuro, en pocos años no habrá para nadie ese desarrollo y, ese empleo, además de ser precario, se perderá y será peor que el presente. Pero siempre se busca el diálogo, un hilo conductor con el cual zurcir lo que vemos que puede desgarrarse.
Es histórico el reclamo porque no se nos consultan los planes de intervención en nuestros territorios, porque las consultas no son libres, informadas ni vinculatorias, o incluso cuando son vinculatorias, las autoridades no les dan seguimiento. También existen reclamos porque no se cumplen con las Manifestaciones de Impacto Ambiental (MIA); por si fuera poco, la misma Comisión Federal de Electricidad compra el carbón a empresas que no tienen MIA (como el caso de Pinabete), y así sucesivamente, en una larga lista que se extiende por toda América Latina.
En los evangelios sinópticos se nos narra la historia de una mujer que tenía doce años con una hemorragia (Mc 5,35–32; Mt 9,18–28; Lc 8,43–47). La describen como quien «había sufrido mucho a manos de médicos y se había gastado la fortuna sin mejorar, antes empeorando» (Mc 5,25–26). No sólo se trata de una dolencia física, que ya de por sí es terrible, sino de la exclusión de toda celebración religiosa, porque ella estaba en un permanente estado de impureza y su impureza se contagiaba. Mientras esa mujer siguiera sangrando permanecería excluida y seguiría siendo fuente de contaminación para su familia y su pueblo. Por eso hará lo imposible por recuperar su salud, su comunidad y todo lo que representa su vida.
Y a esto es a lo que me refiero cuando digo que las mujeres hacemos todo cuando nuestra vida, la de nuestra familia y la de nuestra comunidad se ven afectadas. Buscamos ayuda, tratamos de entender las razones, los argumentos, las alternativas. Intentamos poner en práctica las opciones que nos presentan sin importar cuán pequeña es la posibilidad de alcanzar esa vida y, por eso, muchas veces, o casi siempre, parecemos inagotables.
El texto bíblico nos dice que la mujer «había escuchado hablar de Jesús» (v. 27). No se nos dice qué había escuchado, dónde, ni quién se lo contó, pero «eso» la hizo cambiar el rumbo de lo que venía haciendo. No regresa con los médicos no porque no tenga recursos —las mujeres siempre encontramos el modo de conseguir algo de dinero para pagarles o seguimos buscando remedios que nos ayuden a sobrellevar las dolencias—, sino porque «eso» que escuchó abría por fin un horizonte diferente a lo que ya había vivido doce años. Pero, en cualquier caso, sea la de seguir buscando un médico o un remedio para paliar un poco la enfermedad, la respuesta depende de un agente externo. Después de tanto tiempo todo le hace saber que seguir haciendo lo mismo la llevará al mismo resultado. En ella, como en toda la historia de la humanidad, se cumple la máxima de que «el pasado es futuro». Seguir haciendo lo mismo te lleva al mismo resultado.
Ella se mezcla entre la gente. Camina entre la multitud y se acerca desde atrás a Jesús, pensando «con sólo tocar su manto me curaré» (v.28). Ahora ya no depende de nadie su curación sino de ella misma: «Me curaré». No sabemos qué fue lo que escuchó, pero ya cuando se había mezclado con la gente la persona que narra se introduce en la mente de la mujer y pone la curación en su persona: «Con sólo tocar su manto me curaré». Es tan impresionante su fe que no tiene duda del resultado de su acción. Está absolutamente segura de que al tocar el manto se curará.
Ella es la protagonista de su futuro: «Al instante la fuente de sangre se restañó y sintió en el cuerpo que estaba curada de la dolencia» (v. 29). Y esto es precisamente lo que las mujeres experimentamos cuando comprendemos que la defensa del territorio significa la defensa de nuestros cuerpos, de nuestras vidas y de las vidas de las y los otros. No hay solución fuera de nosotras. No son las empresas extractivas, los megaproyectos ni las empresas de monocultivos los que darán solución de su propia voracidad; no serán las autoridades corruptas las que renunciarán voluntariamente a los cargos comprados en campaña por las mismas empresas. Y tampoco se puede cuando nos piden que aguantemos, que nos sujetemos al «marco legislativo», a las leyes que no se hicieron ni por nosotras, para nosotras ni con nosotras. Ésa siempre es una trampa mortal.
No hay impureza en la mujer. Ella no contaminó a nadie, ni a la multitud que caminaba detrás de Jesús; no lo hizo en los doce años anteriores, ni siquiera es el tema o motivo de un mínimo comentario de Jesús. Ella no es impura. Ella sufrió de una interpretación que la había excluido cruelmente, pero eso también se acabó cuando oyó hablar de Jesús y lo fue a buscar. Jesús, «consciente de que una fuerza había salido de Él, se volvió entre la gente y preguntó: “¿Quién me ha tocado el manto?” (v. 30), “¿dónde está la persona que me ha tocado?”». Sólo Jesús y ella saben lo que ha pasado.
Estamos frente a una escena de amor expresada en un acto de fe. Ella cree en sí misma al decir «con sólo tocar su manto me curaré». Ante esto, Jesús le responde: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y sigue sana de tu dolencia» (v.34). El futuro se vuelve luminoso porque ya no hay dolor. Ya no hay interpretación que la excluya de la vida, de todo lo que es su vida, su propia vida.
Y eso es precisamente la defensa del territorio; es la tierra que pisamos, es el espacio geográfico y simbólico, como la Glorieta de las Mujeres que Luchan en la Ciudad de México. Es todo lo que nos permite la vida y permite la vida de las y los otros.
Así que estamos frente a un nuevo paradigma porque las preguntas son más radicales al ser más profundas. Frente al extractivismo, frente a los megaproyectos, a la generación de energías fósiles o las llamadas «energías limpias», las preguntas son las mismas: ¿quién quiere extraer o generar?, ¿para quién y para qué se extrae o se genera? Si en las respuestas a estas preguntas no estamos todas y todos, no estará la vida de forma sustentable y armónica y, más tarde que temprano, lo único que encontrarán serán a las mujeres defendiendo el territorio para salvar la vida, para que el futuro siga siendo luminoso.
Porque, para nosotras, entonces, la única respuesta posible es «seguir tocando el manto».