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Sobre lenguas viperinas

Estamos tan acostumbrados a hacer ciertas cosas que ni sabemos cómo se llaman, ni entendemos sus alcances, ni nos interesan. Sin embargo, la reflexión y los matices precisos de un escolástico como Tomás de Aquino, a quien festejamos este 28 de enero, pueden ayudarnos a descubrir los alcances de lo que pareciera inofensivo y a evitar los «descuidos de la lengua» (S.Th. II–II q.73 a.3 resp.).

Santo Tomás distingue entre la contumelia, la detracción y la murmuración. La primera es el insulto abierto o público que se hace al otro como fruto de la ira. Tomás nos dice que en esto lo que hay es una baja estima del prójimo. En cambio, en la detracción hay un cierto temor del otro porque no se hace dando la cara, sino de manera oculta, a sus espaldas, y el otro no se puede defender —en el caso de la contumelia sí puede hacerlo— y tiene como finalidad menoscabar o dañar la fama del otro u otra, afectar su reputación. Para el Aquinate esto es un pecado mortal, ya que va destruyendo la caridad en quien lo comete, pues hay la intención de arrebatar algo que el prójimo necesita para vivir, como es su buena fama «y arrebatar a una persona su reputación es cosa muy grave, pues entre los bienes temporales parece que la fama es el más valioso, por cuya pérdida el ser humano queda privado de la posibilidad de hacer bien una multitud de cosas» (S.Th. II–II, q. 73, a. 2, resp.). Por otra parte, lo que el detractor dice puede ser verdadero, eso no es lo importante, lo que hace grave a la detracción no es el contenido de lo dicho (que siempre es algo negativo del prójimo), sino la intención de dañar de manera oculta. Bajo ciertas condiciones, el decir lo que verdaderamente es malo o negativo de alguien no es detracción y, por lo mismo, no es pecado, de hecho, se puede volver un deber. Pero las condiciones son las siguientes:

a) Lo dice aquella persona a quien corresponde decirlo, como sería el caso del análisis de la idoneidad de una persona para un puesto de trabajo o distinción, si alguien sabe con certeza algo que haga que aquel o aquella a promover no lo merezca, debe decirlo.

b) Debe decirse en el momento oportuno, cuando las circunstancias lo requieran, como es el caso anterior, o como podría ser ante una cuestión judicial; de otra manera, no corresponde hacerlo.

c) Debe decirse de modo adecuado, con palabras moderadas y prudentes, la ponzoña y la saña ya son signos de maledicencia, aunque no signifiquen, dadas las condiciones anteriores, pecado mortal.

Por último, vayamos a la murmuración o susurración (lo que hoy llamaríamos chisme); ésta consiste en hablar mal del prójimo a sus espaldas, pero, en este caso, lo que se dice es mentira: «el susurrador no se cuida de publicar más que apariencias de mal» (S.TH. q. 74, a. 2, ob. 1) y su finalidad es no sólo dañar la reputación del otro o la otra, sino acabar con sus amistades, que el otro sea despreciado, que se destruyan los lazos sociales del sujeto del chisme. A los murmuradores Tomás de Aquino los denomina «de doble lengua», pues a unos cuentan una cosa y a otros otra. Lo que cuentan no les importa, lo que les importa es generar rencillas y, si la detracción es pecado mortal, el chisme lo es aún más porque «el pecado contra el prójimo es más grave cuanto mayor es el daño que al prójimo se infiere, y es tanto mayor ese daño cuanto más excelso sea el bien que se destruye» (S.TH. q. 74, a. 2, resp.). El chisme intenta que los amigos se alejen, y como los amigos son los bienes más preciados, el chisme es un pecado más grave que la detracción. Así que ¡a cuidar la ligereza de la lengua!


Imagen de portada: Zatletic-Depositphotos

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