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Shtisel, más allá de la ortodoxia

Jorge Marroquín Narváez 

A raíz de la serie Unorthodox, proyectada en Netflix, un gran sector de las audiencias que esta plataforma tiene, reaccionó con cierta animadversión hacia el mundo de los ortodoxos judíos, sobre todo por lo que muchos consideran su fanatismo religioso y su perspectiva hacia las mujeres.

Esta misma plataforma estrenó recientemente la tercera temporada de Shtisel, una serie israelí dirigida por Ori Elon y Yehonatan Indursky
y que es también sobre el mundo judío ortodoxo, pero con una perspectiva totalmente diferente y que bien vale la pena analizar.

Shtisel, a primera vista y desde una lectura muy reduccionista, podría parecernos como se dice un México un «culebrón». La trama está tejida en torno a una familia de haredim (rama muy observante del judaísmo), habitantes de Gueula , un barrio de Jerusalén, —eso podría marcar la diferencia—, aunque sus  personajes viven las mismas situaciones que se podrían encontrar en cualquier telenovela: un padre viudo
y rígido que no acaba de superar el duelo por la muerte de su esposa; un hijo rebelde que quiere ser pintor; una  mujer abandonada por su marido; un chico que quiere casarse con una chica a la que sus papás no aprueban. Sin embargo, la serie es mucho más compleja de lo que parece y más allá de las apariencias, el universo que la familia Shtisel nos presenta tiene varias capas, varios matices que lo convierten en un lienzo —como los que pinta Akiva (un melancólico y dubitativo Michael Aloni) el principal protagonista—, con enormes sombras, luces, texturas y colores.

Cada una de sus escenas está también desarrollada así, con todo el espectro de emociones que los seres humanos tenemos, seamos de la religión que seamos. Todos nos sentimos solos, tenemos miedo, dudamos, nos confundimos. La luminosidad de las calles y la oscuridad del pequeño departamento donde vive Akiva con Shulem, su padre (Dov Glickman, excelente en su papel), sirven de marco para mostrarnos este elemento tan esencial: en el fondo todos los seres humanos estamos llenos de claroscuros. Aunque, como Glickman comentó en una entrevista: «Es la religión lo que hace que el drama sea más profundo
y el conflicto más fuerte» porque, añadiría yo, los personajes tienen que vivir como si estuvieran siempre delante de Dios y actuar y moverse bajo esta premisa.

Pero, aunque los haredim hagan una bendición especial antes de tomar agua, los hombres asistan largas horas a la yeshiva (escuela donde se estudia el Talmud y la Tora) y las mujeres cubran su cabello con una peluca, no podemos decir que dentro de que esta aparente burbuja de aislamiento religioso, su realidad permanezca incontaminada o alejada de los problemas del mundo contemporáneo. 

A pesar de que su vida se base en todo un sistema de reglas muy establecidos, vemos el conflicto de Ruchami, la nieta de Shulem (Shira Haas, la misma actriz protagonista de
Unorthodox) y su joven marido frente a la disyuntiva de alquilar un vientre ante la imposibilidad de Ruchami para quedar embarazada, o el de Zvie (Sarel Piterman) otro hijo de Shulem, cuando su esposa le pide comprar un coche y manejarlo ella misma, sin importar lo que vayan a decir los vecinos. 

Los hilos del entramado narrativo están muy bien trenzados, sabe alternar la ternura con la rigidez, la alegría con la tristeza. Podemos hablar de Shtisel como una serie de contrastes, en donde cada personaje y las pequeñas historias que cada uno va hilando desarrollan toda la complejidad que los seres humanos tenemos en nuestro interactuar con otros. No hay un solo plano narrativo, cada uno de los miembros de esta familia tiene un registro, una voz propia que nos hace encariñarnos con ellos e incluso justificarlos. Así, podemos decir que entendemos sus motivos, sus razones, los resortes que los mueven.

Esta serie no busca cuestionar los valores o el estilo de la cultura ortodoxa. Es una serie que se cuenta a sí misma, sin juzgar. No trata de defender o de discutir si el mundo de los haredim es bueno o malo. Simplemente nos hace entrar en sus habitaciones, nos convida a sentarnos en la pequeña mesa de su cocina, como si más que espectadores, fuéramos invitados a estar con los personajes, a compartir con ellos una taza de té o un plato de sopa, y a pesar de que se trata de una cultura tan diametralmente opuesta a la nuestra, veremos cómo cada uno de los miembros de la familia Shtisel (que después de varios episodios se nos vuelven entrañables) está lleno de recursos para enfrentar diferentes acontecimientos , por duros que sean  y que sus ritos y tradiciones son una forma de cohesión, de apuntalamiento como cualquiera de nosotros puede tenerla, para no desmoronarse ante
los misterios del dolor, de la muerte, ante un Dios al que como seres humanos todavía no tenemos acceso en su complejidad.

Sin embargo, no todo es conflicto, ni dificultades, las pequeñas historias que se nos presentan tienen también situaciones graciosas, escenas que rayan en la paradoja o en el humor, muy bien manejado al estilo judío, como el de algunos narradores como Bashevis Singer, a quien por cierto, se le recuerda con una de sus frases en la escena del episodio final «Los muertos siempre están entre nosotros. Cada persona es un cementerio».

Esta frase tal vez nos ayude a comprender lo que
al final Shtisel nos quiere mostrar. El «más allá»
está presente en toda la existencia humana, la
conciencia de nuestra finitud es algo inevitable.
Recordamos a los muertos, no sólo por la
huella que nos han dejado, sino también porque
nos hacen pensar que nuestro paso por el
mundo es efímero… pero mientras tenemos la
vida. Una vida que se celebra con música, con
comida, con el asombro ante lo cotidiano,
con los pequeños gestos de nuestros seres
queridos. Por eso la celebramos como Akiva,
como su padre y todos los Shtisel, con sus
enormes sombras, luces, texturas y colores.

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