Mochilazo jesuita: una cosecha eterna

2023: un año de muchos cambios en mi vida y Dios me dio el inmenso regalo de cerrarlo con broche de oro, siendo parte del Mochilazo Jesuita.

Cuando supe que tendría la oportunidad de asistir no podía creerlo, era algo que desde años antes había querido hacer, pero por situaciones externas no había podido. Esta vez todo se dio tan sencillo que pude reconocer que los regalos que Dios me da, cuando te abandonas en Él, todo fluye tan bonito.

Admito que llegué a Amealco, Querétaro, llena de sentimientos encontrados: por una parte, muchísima emoción y, por otra, mucho miedo; era mi primer mochilazo, había escuchado de las bajas temperaturas de la sierra y eso me atemorizaba, pero el temor me impulsaba a hacerlo y no me detenía.

Desde el día uno comencé a disfrutar, conocí a muchas chicas de toda la república mexicana. Era emocionante ver cómo todas habíamos coincidido, estaba ansiosa por saber qué aprendería de ellas.

Llegó la noche en la primera comunidad y todas compartimos el porqué estábamos ahí. Fue esperanzador darme cuenta de que yo no era la única con ciertos sentimientos, miedos y dudas.

Al terminar esa noche de oración y compartir me sentí inmensamente amada por Dios; era algo raro, estaba en la casa de un extraño, rodeada de otras extrañas y en un lugar totalmente desconocido. Era magnífico ver cómo en ese escenario me logré sentir tan amada, plena y confiada. Sólo llevaba mi mochila con cosas básicas, mi biblia, mi cuadernillo y, por supuesto, Dios.

Llegó el momento de nuestra primera caminata. Me aventuré emocionada, llena del amor de Dios y abierta a verlo, sentirlo y escucharlo en todo mi caminar; así fue. Yo no conocía las distancias ni los caminos que recorrería, pero eso no me importaba, sabía que llegaría a un lugar seguro. Eso me hizo reflexionar acerca de mi vida, mi día a día, de cuántas veces me preocupé por el camino y el destino, por no ceder el volante. Cuando le cedí el volante a Dios y tomé el lugar de copiloto comencé a disfrutar del viaje, no importaban las distancias, las velocidades, los baches o los caminos de terracería que pudiera encontrar, sabía que llevaba la mejor guía y compañía.

Al llegar a las comunidades las personas nos abrían las puertas de sus hogares con una confianza enorme, nos daban las llaves de sus casas, literalmente. Era sorprendente cómo unos extraños confiaban en otros extraños de esa manera; compartían sus camas y alimentos con nosotras, eso sólo podía ser obra de Dios. Me sentía como las aves del cielo, no me preocupaba por comida o techo, «Dios siempre provee». Podía palpar el amor, amar es compartir, abrir las puertas de nuestro hogar, vida y corazón, sin barreras ni miedos. Al final fue así como experimenté la verdadera abundancia.

A lo largo de los días me di cuenta de que era en lo sencillo donde encontraba paz y plenitud. Me sentía en el escenario de ese pesebre en el que Jesús nació, tan sencillo, pero a la vez tan lleno de los mayores tesoros del mundo: el amor, la gratitud, la familia, humildad, sencillez, caridad.

Creo que el contacto con los niños fue lo que más me movió; esos abrazos tan acogedores. Al final mi preocupación por las bajas temperaturas desapareció y sólo me sentí rodeada de calidez y amor.

Cada día me despertaba con la disposición de dejarme guiar y de confiar en el camino y el destino.

No quiero pasar inadvertidas a mis compañeras; sonará a cliché, pero creo que conecté más con ellas que con mis amigas que me conocen desde hace varios años.

En el mochilazo conocí y demostré mi lado más vulnerable, nos cuidábamos unas a otras, nos sosteníamos; si me quedaba al final del camino siempre había alguien esperándome o viceversa, si alguien se quedaba detrás, sentía la necesidad de esperar a mi compañera y de procurar que estuviera bien y acompañada. Compartimos nuestros tiempos, miedos, experiencias, alegrías y dudas. Aprendí tanto de ellas que terminé admirándolas tanto.

En un mundo que a veces me hace creer que nadie trabaja por el bien, ellas me devolvieron la esperanza de que somos muchas personas mejorando día a día para hacer de este mundo algo distinto; de que somos humanas que tenemos caídas, pero que nos sacudimos, nos levantamos y volvemos a intentarlo. Que no es de locos creer que los buenos somos más.

En un mundo en el que seguir y amar a Dios no está de moda el mochilazo jesuita fue ese recordatorio de que Dios está en todas partes; de que si dejo todo en sus manos, veo sus manos en todo. El mochilazo me enseñó que la oración es una actitud, confirmé por milésima vez que donde hay caridad y amor ahí está el Señor.

El mochilazo jesuita no sólo fue una experiencia, fue una invitación a un viaje diferente por la vida, en el cual el equipaje es ligero, en el cual el mejor guía es Cristo, en el cual mientras me ocupo de lo que Dios me indica, Él se ocupara del resto.

Gracias a la experiencia cedí el volante a Dios y tomé el lugar de copiloto, le cedí mi agenda, mi itinerario y hasta mi cuenta de banco. Dios se convirtió en mi mejor amigo, mi manager, mi contador, mi jefe de recursos humanos, mi coach, psiquiatra, psicólogo, compañero de viaje, médico, colega, papá, abuelo, hermano, camarada, escritor, poeta, pintor, músico, organizador de eventos, consejero, guía, maestro, arquitecto y, lo mejor, el centro, la brújula, el mapa, el camino y el destino de mi vida.

El mochilazo jesuita duró una semana, pero creo que las semillas sembradas ahí darán frutos toda mi vida. Espero que, primeramente Dios, así sea.


Imagen de portada: alfonsoas-Cathopic

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