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Foto: © Vytautas Markūnas SDB, Cathopic

Ignacio de Loyola invita a comenzar los Ejercicios Espirituales a través de meditaciones, repeticiones y resúmenes sobre los pecados. Éstos son recordados y repudiados en escalas y dimensiones diversas por quien se ejercita: los pecados se relacionan con el cosmos, con lo intangible, con las fuerzas que dinamizan el universo y con la historia como proceso que deviene de inercias, decisiones, arrebatos, ideas y afectos. Hay lugar también para rememorar la vida particular, en relación con la vida de otras y otros, yendo incluso más allá de los límites de lo humano.

En el segundo de los ejercicios de la primera semana Ignacio plantea que el pecado, caracterizado por «su fealdad y malicia», no es un momento aislado de la vida personal ni está separado del medio en que se vive. Lo feo y lo malo, tanto como lo bello y lo bueno, se vinculan al lugar, a la casa donde se habita, a las conversaciones y a los oficios realizados. En medio de este conjunto de ideas la persona que se ejercita encuentra caminos para percibirse a sí misma, para diferenciarse de espíritus y santos y para captar la manera en que se encadenan y se suceden unas cosas con otras. Con esta luz, incluso, uno puede verse a sí mismo como criatura ante Dios para sentir su invitación a adentrarse en la sabiduría, aumentar la capacidad de hacer, anhelar justicia y generar bondad.

Sin embargo, el segundo ejercicio no pretende hundirnos en un barranco sin fondo. Su realización, es cierto, se propone para alcanzar dolor y lágrimas de los pecados propios; no obstante, culmina con un diálogo en el que se agradece a Dios que hasta hoy sigue dando vida y, dentro de ella, la posibilidad de enmienda. Suponemos que este ejercicio pone el piso desde el cual se puede aquilatar la bondad que acrecienta nuestra alegría.

La escena que se genera con esta meditación suscita, frente al mal y la fealdad que antes se han contemplado, una «esclamación admirative con crescido afecto» (EE 60), al saber que todas las criaturas, sin excepción, no sólo han dejado en vida a quien se ejercita, sino que lo mantienen en ella. Pero más allá de lo anterior, el afecto se hace pleno cuando se agradece que la tierra no se ha abierto para tragarnos, ni ha criado nuevos infiernos en los que la pena nos destruya sin remedio.

Foto: © Paola Rossinelli, Cathopic

Sobre el trasfondo del ejercicio hasta aquí reseñado, esta reflexión quiere poner la atención en cuatro aspectos: a) la relación de las cosas entre sí, es decir, su carácter de criaturas, vinculadas a un conjunto de condiciones que hacen posible su presencia; b) dentro de ese universo de relaciones, las criaturas emergen a partir de configuraciones sucesivas impulsadas por afectos que las componen y recomponen, sin perder de vista que cabe la posibilidad de que al cesar estos impulsos la criatura se destruya; c) en cada composición podemos hacer un corte para vivenciar la diversidad y la complejidad, podemos hacer mapas que nos muestren caminos, laberintos, salidas, entradas, paisajes, refugios, abismos y oasis, y d) pese a tantos enredos, o tal vez por ellos mismos, las criaturas no generan nuevos infiernos, porque éstos sólo son posibles cuando cesa toda actividad, sobre todo cuando cesa el deseo. Para los fines de esta reflexión podemos hacer equivaler la posibilidad de enmienda con la persistencia del deseo.

«Frente a este desvanecimiento de las relaciones y de la capacidad de disfrute, Ignacio de Loyola hace una invitación a ver cómo las criaturas están en una composición constante que acrecienta la vida».

Diferencias entre criaturas y cosas

En el ejercicio ya señalado, en el quinto y último punto, Ignacio hace surgir la exclamación admirativa, llena de afecto, a partir de múltiples recorridos por todas las criaturas. Se abren itinerarios que nos hacen vagar libremente entre éstas a través de veredas que nos llevan  y nos traen de ellas; no sobra decir que quien hace este recorrido es también una criatura. Ser una criatura se relaciona con todos los flujos y los pasos dados, con los viajes de ida y vuelta, con las andanzas en las que nos vamos desplegando.

La criatura no está sola, no surge de la conjunción de una idea externa que se agrega a una masa misteriosa, amorfa y absorbente, se hace y es hacedora en múltiples interacciones: los rayos del sol y la clorofila, el gusano que rodea las ramas, las mariposas que emergen de la oruga, el papel y la pluma, la lluvia, los canales de agua, los tubos y caños, el olor del pan, los rayos de una rueda de bicicleta, los resplandores de luces, los cohetes espaciales, los cuentos, las canciones, el papel de china, los ventiladores, las estrellas y un sinfín de pobladores de los mundos en que habitamos. Las criaturas están en relación y, a la vez que criadas, también ellas están en condiciones de criar junto a otras.

En el curso de esta reflexión importa diferenciar a las criaturas de las cosas. La cosa aquí se entiende como una abstracción. Surge de un proceso por el cual se le desvincula de las condiciones en que emerge. La cosa se vuelve símbolo, se le impone un sentido: define el estatus de quien la posee, canta los himnos triunfales del sistema del cual forma parte, es la expresión máxima de lo absoluto, sin compromisos, sin vínculos. La cosa es el sustrato que ofrece la posibilidad de arribar al Olimpo de las ideas desprovistas de materialidad. Es, en otras palabras, un fetiche al que se sacrifica todo, un objeto cuyo disfrute se evita en la medida en que sólo es un instrumento para ejercer el dominio, un trampolín para la acumulación de valores desprovistos de vida. Es como si el pan dejase de ser pan para convertirse en una transacción monetaria canjeable en el mercado de futuros.

Frente a este desvanecimiento de las relaciones y de la capacidad de disfrute, Ignacio de Loyola hace una invitación a ver cómo las criaturas están en una composición constante que acrecienta la vida.

Los ángeles, antes de apostar por la muerte, a pesar de oficiar como cuchillos de la justicia divina, se conmueven con quien ve su pecado y le animan con sus ruegos; lo mismo hacen los santos y de manera igualmente activa los cielos, el sol, la luna, las estrellas, los frutos, las aves, los peces y muchos otros animales. Hay un intercambio de afectos que abre nuevas posibilidades de vida. Claro, cabe siempre la posibilidad de que, durante su intercambio, estas mismas criaturas formen combinaciones que no les son favorables. Pero, vistas en su condición de criaturas, están siempre dispuestas a generar entornos habitables.

En su admiración creciente, Francisco de Asís dio testimonio de la bondad afectuosa del mundo en un cántico que lo hermana con todas las criaturas, incluido el hermanamiento con una muerte que parece inescapable pero que, al final, es remontada por la bienaventuranza que viene de un disfrute pleno y amoroso. Como sucedió con san Francisco, en otros lugares encontramos estos testimonios. Relatos de viaje, cartografías añejas y extrañas, leyendas, fábulas, colecciones de lamentos, canciones de amor, exvotos y series de milagros dan cuenta de la urdimbre que surge del regocijo de las criaturas.

Hay que poner un ojo al gato y otro al garabato para que estos testimonios no usurpen ni suplanten las vivencias a las que se asoman. Porque sólo cantan a algo que no se puede atrapar ni ser transferido. Son, pese a su belleza, recuerdos de una ausencia, trazos de algo y de alguien que ha pasado, que está pasando pero que no se queda, aun si la noche ya está cayendo.

Las criaturas no detienen su flujo, porque al cesar se arriba a su destrucción. Mientras este devenir se mantenga, pleno de afectos que dan vida, será imposible que la tierra nos sorba.

Concluye Ignacio el quinto punto del que aquí se escribe, invitándonos a acrecentar el afecto y la admiración viendo cómo la tierra no se ha abierto para devorarnos a pesar de la fealdad a la que a veces cedemos el paso.

En un relato de Arthur Conan Doyle el profesor Edward Challenger se propone hacerle saber a la Tierra, cubierta de un caparazón insensible, que sobre su superficie habita al menos una persona. Para lograrlo se plantea hacer una perforación lo suficientemente honda para llegar a los nervios del planeta y hacerlo aullar. La historia concluye con la afirmación de que solamente Challenger pudo arrancar alaridos al mundo.

Tal parece ser la fantasía del antropocentrismo que caracteriza una parte de nuestras acciones: parecemos empeñados en la tarea insana de hacerle saber a la Tierra que vivimos, como si quisiéramos arrancarle los alaridos capaces de perforar no su caparazón, sino el nuestro, dejado a nuestras espaldas por la acumulación de incontables procesos de fetichización y creación de valor.

Pero la intuición ignaciana nos despoja de ese narcisismo: pese a todo lo que le hemos hecho, la Tierra no ha lanzado alaridos ni se ha abierto para sorbernos. Más que eso: la Tierra no ha criado nuevos infiernos. Y no lo ha hecho porque el infierno podría ser incompatible con el dinamismo de las criaturas y con la creciente admiración llena de afecto. Esta afirmación parte del supuesto de considerar como infierno el cese de toda actividad, la destrucción última sin posibilidad de emergencia de la vida y del amor.

El ejercicio propuesto por Ignacio evita este infierno, al tener entre sus propósitos reanimar la enmienda, es decir, abrir paso al deseo que se acrecienta en el afecto y en el asombro. Frente a la insensatez del profesor Challenger, tal vez valga la pena cultivar la admiración de todas las criaturas. 

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