Una mirada desde el Chaco del siglo XVIII
La lucha de las poblaciones indígenas por el reconocimiento de su territorio es ancestral, y esto se debe a que éste no solamente fue un campo de disputa desde los inicios de la Colonia. El territorio, desde la perspectiva de las poblaciones indígenas, está poblado por los existentes; aquellas potencias, maliciosamente presentadas de modo reduccionista como espíritus por la empresa colonizadora. Potencias con las cuales es necesario entablar un diálogo y relaciones político–diplomáticas que permitan mantener un equilibrio que asegure las condiciones necesarias para la reproducción social, política, simbólica, ideológica e imaginaria de quienes allí habiten.

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Una proposición que, desde el rescate de la memoria de los antepasados que brindan coherencia a una determinada comunidad, desde el mundo sensible de los mitos, prevé un lugar para aquellos provenientes de tierras lejanas. De este modo, si no hacemos oídos sordos a la memoria nativa y a la significación que el universo mitológico posee en esa memoria, el territorio es más que significativo. Incluso, y como una expresión imposible de pasar por alto, amplias porciones de territorios americanos fueron mudos testigos de relocalizaciones forzadas de distintas naciones indígenas que debieron de apelar a diversas variaciones sensibles de sus mitos para re–comenzar su vida en espacios que en más de una ocasión se les presentaban como ajenos, dando por resultado conflictos propios de la expansión colonial.
La ancestralidad se manifestaba, y aún consigue hacerlo, por medio del territorio y de los vínculos cosmopolíticos que podemos identificar en él desde los aportes realizados por diversas crónicas jesuíticas propias del periodo colonial, así como apelando a la literatura indígena; producción intelectual que, entre otros aspectos, destaca el papel activo de los mitos en la vida cotidiana nativa. Experiencia que, por su parte, fue retratada por los ignacianos con diversos grados de detalle en diversas Cartas Annuas, crónicas escritas luego de la expulsión de los dominios españoles en América (1767), así como en las Historias generales compuestas por los historiadores de la Orden y en otras piezas documentales formuladas por diversos misioneros.
En todas aquellas descripciones encontramos rápidamente pistas que nos permiten pensar cómo los indígenas se vinculaban con el territorio y cómo es el que éste, en algunas ocasiones, imponía desafíos para el avance de las tareas apostólico–evangélicas encargadas de llevar el mensaje, los valores y las prácticas del cristianismo a cada rincón del Chaco —así como de otras vastas porciones de América y del Orbe—. En cada una de aquellas descripciones, algunas veces de modo no tan transparente, es posible depararnos con menciones sobre la espiritualidad nativa. Un problema de investigación que requiere aún de mayores indagaciones para así poder explicar de mejor modo, por ejemplo, cómo y por qué distintas sociedades indígenas aceptaron reducirse, transformando así su relación con el territorio.
La espiritualidad nativa podemos entenderla como la manifestación, material o inmaterial, de la relación construida con la Naturaleza y todo lo que en ella cabe. Una relación en la que las prácticas sociales que brindaban coherencia y permitían explicar el lugar ocupado en la existencia de la Humanidad no se distinguen por medio de aquello que nosotros identificamos como Cultura. Fiestas, bailes, cantos y comidas rituales, así como formas diversas de grafismo expresan un vínculo existencial con el mundo natural del cual los hombres forman parte. Relación que, desde la perspectiva nativa, debe de actualizarse periódicamente. No como un modo de manifestar su inconstancia o la inestabilidad de aquello que los rodea; todo lo contario. La espiritualidad nativa es una forma de ser en el mundo y con él desde un profundo dinamismo.
Cada vez que las crónicas ignacianas hacen mención a formas rituales que desafiaban la autoridad del misionero, y por momentos ponían en jaque la estabilidad reduccional, encontramos muestras de la espiritualidad nativa y su relación con el territorio. Algo que podemos afirmar desde reconocer cada uno de aquellos elementos naturales que tomaban parte durante las distintas expresiones rituales. Desde cada uno de ellos se manifiestan porciones de un espacio poblado por distintas especies vegetales y animales que, desde su aprovechamiento estacional, para potenciar las propiedades reconocidas como vitales, permite identificar la capacidad de agencia que los amerindios reconocían en cada una de aquellas especies. Por tanto, el rescate de la espiritualidad nativa, con sus diversas manifestaciones a lo largo del tiempo, en buena medida es una forma de contribuir con la lucha por la recuperación del territorio, la territorialidad, la memoria y el rescate de conocimientos y saberes nativos.
Claro está, entonces, que la pregunta que debemos formularnos es ¿cómo podemos reconstruir la espiritualidad nativa del pasado?, desde nuestro conocimiento del siglo XVIII y de la escritura jesuítica que da cuenta de lo acontecido en aquellos tiempos en las distintas reducciones que poblaron el Chaco, y América, impulsando el mensaje del cristianismo. Una pregunta que, para su respuesta, estimo, exige reformulaciones en nuestra práctica científica.
El primer paso para acceder al conocimiento de la espiritualidad indígena se ejecuta, estimamos, mediante una lectura indiciaria de la documentación jesuítica en clave etnográfica —sin olvidarnos, claro está, cómo es que ésta fue producida por diversos compañeros de Ignacio dejando entrever la búsqueda del Otro espiritual y, por ende, estando atentos a la mística ignaciana que ocupa un lugar relevante en ella—. En segundo término, auxiliados por la proyección etnográfica, así como por la historiografía especializada en el mundo simbólico amerindio. Desde allí hemos de intentar acercarnos al punto de vista del nativo conociendo, lo mayormente posible, cada una de aquellas celebraciones a las que hacen referencia los documentos elaborados por la Compañía de Jesús en distintos momentos del devenir de los diversos grupos sociales reducidos.
Un tercer aspecto para considerar en función de las posibilidades de investigación es dialogar con las poblaciones indígenas del presente para conocer de primera mano cómo es que se organizan en la lucha por el reconocimiento de su territorio y qué implica tal disputa con una sociedad que, en más de una ocasión, aún los considera ajenos a la Tierra o bien reliquias que deberían de estar exhibidas en museos.
Junto a estos recaudos, debemos de practicar una ciencia transdisciplinar que, en su ejercicio, considere analizar los mitos indígenas con la vitalidad que éstos transmiten y no sólo como narraciones cargadas de intencionalidad memorística. Las palabras sagradas que los mitos movilizan han de orientar la búsqueda, por ejemplo, desde la arqueología, de cambios producidos en el ambiente como resultado de la acción antrópica posibles de ser detectados en niveles estratigráficos.
La historia, con su crítica de la escritura para mostrar, desde la operación historiográfica señalada por Michel de Certeau, permite aproximarnos a la agencia indígena puesta de manifiesto, a modo de testigo sin voz audible, por medio de los resultados de investigación de las excavaciones mencionadas. La semántica histórica ha de permitirnos detectar variaciones del lenguaje y de los sentidos que éste moviliza, así como estudios etno–botánicos nos han de auxiliar en nuestra búsqueda del conocimiento y saber indígena silenciado por la colonialidad del saber y cómo es que ésta, por veces, desoye la necesidad profunda de dar cuenta sobre las alteraciones en la distribución espacial de las especies animales y vegetales; actores más que necesarios de ser recuperados en nuestro camino hacia la espiritualidad y las luchas nativas por el territorio.
Recuperar las imbricadas conexiones entre territorio y espiritualidad es sumamente necesario para poder dar cuenta de la historicidad de ambas problemáticas, así como de los involucrados en ella. Las poblaciones indígenas, como portadoras de una condición de humanidad innegable hace ya muchos siglos, necesitan de nuestra colaboración en su lucha por el territorio, así como en la defensa de su patrimonio inmaterial manifestado por medio de su espiritualidad. Una ayuda que no es necesaria porque ellos no puedan luchar por sí mismos por sus tierras, sino que no debemos de olvidar que esta Tierra, como sujeto de derecho, tal y como lo señalara Francisco en Querida Amazonía, es una sola y todos la habitamos. Por lo tanto, es nuestra obligación construir un futuro en común en el que diversas nociones de pasado enriquezcan nuestra memoria en nuestro camino hacia un mejor futuro.
Para saber más
Certeau, Michel. La Escritura de la Historia. México. Universidad Iberoamericana. 1999.
Dejo, Juan, S.J., Mística y Espiritualidad. Misión jesuita en el Perú y el Paraguay durante el siglo XVII. Tomo I. Introducción al Sílex del divino amor de Antonio Ruiz de Montoya. Lima. Universidad Antonio Ruiz de Montoya. 2018.
Morales, Martín, S.J. (Ed.). Cartas de los Padres Generales a la antigua Provincia del Paraguay (1608–1639). Vol. I, Madrid–Roma: Universidad Pontificia Comillas; Institutum Historicum Societatis Iesus. 2005.






