Por Francisco Javier Cibrián García*
Vivimos en una época paradójica. Nunca habíamos tenido tantos medios para comunicarnos y, sin embargo, parece que cada vez nos escuchamos menos. Las pantallas acortan distancias geográficas, pero, al mismo tiempo, abren grietas emocionales y relacionales. La gran paradoja de nuestro siglo es que la tecnología amplificó nuestras voces, pero debilitó nuestros silencios: esos espacios originarios donde solíamos mirar al otro con apertura, reconocer su vulnerabilidad y dejarnos afectar por ella.
Hoy la compasión —esa capacidad profundamente humana de sufrir con el otro, de reconocer su fragilidad como espejo de la propia— parece disolverse entre algoritmos, notificaciones y discursos polarizados. Las causas sociales se vuelven efímeras, duran lo que tarda un usuario en deslizar hacia abajo para pasar, sin transición, de una denuncia sobre violencia o crisis humanitaria al meme del día. Este contraste tan abrupto plantea una pregunta inquietante: ¿qué dice esto sobre la condición humana contemporánea? ¿Es realmente la tecnología la responsable de nuestra desconexión emocional, o somos nosotros quienes hemos cedido nuestra atención a un sistema que privilegia la velocidad sobre la profundidad?
Del yo narrativo al yo de interfaz
La psicología contemporánea señala que atravesamos un periodo de marcada «fragmentación del yo», como lo plantea Sherry Turkle, caracterizada por identidades múltiples, discontinuas y moduladas por las dinámicas de las plataformas digitales. En cada aplicación mostramos un rostro distinto: el yo profesional en LinkedIn, el yo estético en Instagram, el yo emocional en WhatsApp, el yo ingenioso o irónico en X. Sin darnos cuenta, seguimos desmontando nuestra identidad como si fuera un rompecabezas que quizá ya no vuelve a ensamblarse del todo.
Byung–Chul Han, en su libro En el enjambre, advierte que la subjetividad actual se atomiza en un enjambre de egos sin relato común. Esta ausencia de un hilo narrativo interno debilita la profundidad afectiva: quien no habita una historia integral, difícilmente logra sostener una empatía constante. La tecnología no creó esta fractura, pero sí la intensifica. Cada scroll interrumpe un proceso interno, cada notificación corta un pensamiento, cada multitarea deshace la posibilidad de una experiencia plena.
Vivimos inmersos en un ambiente que nos invita a la dispersión. Miramos fragmentos, reaccionamos a fragmentos y nos emocionamos con fragmentos. Incluso la narrativa cinematográfica ha adoptado el ritmo del videoclip: cortes rápidos y constantes que no dejan espacio para el descanso. En un entorno de hiperestimulación la atención se diluye y, al mismo tiempo, nos volvemos espectadores y espectáculo, sin tiempo para sentir, pensar o integrar lo que vivimos.
El eclipse de la compasión
La compasión exige presencia, pero el diseño estructural de las tecnologías digitales privilegia la reacción. Las redes sociales no promueven la escucha, sino la respuesta inmediata. No favorecen la contemplación, sino la sobreestimulación. La velocidad se impone sobre la empatía. En una aplicación de citas, basta un deslizamiento para descartar al otro; en una red social, basta un clic para silenciar el dolor ajeno.
Investigaciones en neurociencia social (Singer & Klimecki, 2014) muestran que la exposición continua a imágenes de sufrimiento —sin un espacio de contención emocional ni un marco de acción— produce una forma de fatiga empática. El cerebro, saturado, se defiende apagando los circuitos de sensibilidad para evitar el colapso. Esta reacción protectora termina generando desensibilización, no porque no nos importe el dolor, sino porque no sabemos cómo procesarlo entre tanto estímulo.
La consecuencia es una sociedad que se conmueve fugazmente. Nos duele una tragedia durante unos segundos, a veces unos minutos, pero pronto llega otro contenido trivial que borra la huella afectiva. El problema ya no es la falta de información, sino el exceso sin digestión. Demasiadas causas, demasiados mensajes, demasiados desastres, demasiadas pantallas. Muy poca interioridad. Muy poco espacio para sentir con el otro y la otra.
La hiperconexión que nos aísla
Sherry Turkle ha señalado que hemos pasado «de la conversación al mensaje», del diálogo directo a la notificación intermitente. Las tecnologías móviles nos ofrecen conexión permanente, pero a menudo a costa de una nueva forma de soledad colectiva. Las llamadas se reservan para emergencias; lo cotidiano se reduce a mensajes breves, audios fragmentados, emojis y stickers que buscan representar afecto, pero rara vez lo reemplazan.
Un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico titulado The Impact of Digital Technologies on Well–Being: Main Insights from the Literature (2024) señala que, si bien las tecnologías digitales tienen potencial para mejorar el bienestar, sus efectos sobre las conexiones sociales y la soledad «son menos claros» y presentan tanto aspectos positivos como riesgos negativos: el uso excesivo de medios digitales de ocio se ha asociado con un menor sentido de pertenencia y con mayores niveles de aislamiento social, especialmente entre jóvenes.
El algoritmo no solo organiza contenido: organiza emociones, creencias y visiones del mundo. Filtra lo que vemos, lo que sentimos y lo que pensamos. Nos encierra en burbujas ideológicas en las que todo confirma nuestras posturas. Son las nuevas barreras invisibles.
La diversidad se vuelve amenaza. El diálogo se convierte en confrontación. Ya no discutimos con personas reales, sino con símbolos deformados del otro. La compasión, que requiere reconocer la humanidad incluso en quien piensa distinto, se extingue bajo la lógica de la polarización continua.
En el plano espiritual, esta desconexión erosiona la experiencia de comunión. La compasión brota del encuentro corporal, del contacto visual, de la presencia encarnada. Cuando el otro se convierte en avatar, usuario, seguidor o número, se diluye su humanidad. Y, con ello, se borra también la nuestra.
¿Cómo recomponer lo que está fragmentado?
Considero que la tarea no es desconectarnos de la tecnología, sino reconectar con nuestra humanidad. No se trata de rechazar el mundo digital, sino de aprender a habitarlo desde la integridad y la responsabilidad. A continuación, propongo algunos puntos que, más que consejos, puedan servir como pistas para abrir el diálogo.
a) Reconstruir la atención como acto de rebeldía
Simone Weil afirmaba que «la atención es la forma más rara y pura de generosidad». En una cultura saturada de estímulos, prestar atención plena se vuelve un acto de resistencia. Escuchar sin multitareas, observar sin distracciones, sentir sin huir a cada momento al celular. Cada gesto de atención es una forma concreta de compasión.
b) Practicar la empatía digital
En la era de las pantallas la interconexión puede transformarse tanto en puente como en barrera. Es ahí cuando emerge la noción de empatía digital: la capacidad de entender, respetar y acompañar las experiencias de otros en el ámbito virtual, así como de responder con compasión ante la vulnerabilidad de los demás en línea.
c) Cuidar la interioridad
La espiritualidad restaura la unidad del ser. Prácticas como la meditación, el examen ignaciano o la oración contemplativa ayudan a integrar lo que la tecnología desarma. Quien se reconcilia consigo mismo recupera la capacidad de mirar al otro con apertura y ternura.
d) Regresar a la comunidad
La compasión florece en comunidad. Los vínculos presenciales siguen siendo la fuente más profunda de humanización. Redescubrir la importancia del diálogo cara a cara, del acompañamiento, del servicio, de la amistad y de la presencia mutua es clave para recomponer lo fracturado.
Hacia una cultura de la compasión
El reto no es tecnológico, sino radicalmente humano. ¿Qué tipo de humanidad queremos ser? Si la tecnología fragmenta, la compasión re–integra. Si la velocidad y la saturación dispersan, la presencia reúne. Si el algoritmo divide, la mirada humana reconcilia.
Volver a sentir al otro —incluso al desconocido detrás de una pantalla— es recuperar el pulso de lo humano. Ningún algoritmo sustituye una mirada compasiva. Ninguna inteligencia artificial reemplaza el temblor de una mano que consuela o la profundidad de una escucha que sostiene. La compasión no es un lujo emocional, sino una forma de resistencia frente a la creciente deshumanización.
En tiempos de ruido, prisa e inmediatez, sentir con el otro es un acto político, ético y espiritual. La compasión nos recuerda que no estamos hechos para la indiferencia, sino para el encuentro. Quizá el futuro de nuestra humanidad dependa menos de los avances tecnológicos y más de nuestra capacidad de restaurar el corazón fragmentado, de rehacer el lazo con los demás, de construir comunidades donde sea posible sentir, acompañar y ser acompañados.
El desafío es grande, pero también lo es la oportunidad. La invitación, entonces, es a seguir pensando, conversando y discerniendo juntos cómo vivir humanamente en un mundo digital que no deja de cambiar. La pregunta continúa abierta: ¿seremos capaces de que la tecnología amplifique no solamente nuestras voces, sino también nuestros corazones?
Para saber más
Han, B. C. (2014). En el enjambre. Herder.
Turkle, S. (2021). The Empathy Diaries: A Memoir. Penguin Press.
Singer, T., & Klimecki, O. M. (2014). Empathy and compassion. Current Biology.Lee, J., & Žarnic, Z. (2024). The impact of digital technologies on well–being: Main insights from the literature (OECD Papers on Well–being and Inequalities No. 29). OECD Publishing.
* Encargado de comunicación del CUI






