“Un país puede cambiar sus calles en meses, pero cambiar su conciencia toma generaciones.”
— José Bautista
Durante años El Salvador fue sinónimo de miedo. Las cifras de homicidios, extorsiones, secuestros y control territorial por parte de estructuras criminales colocaban al país entre los más violentos del mundo. Pero algo cambió, y cambió de manera drástica. Hoy, el mismo país donde antes no se podía caminar con libertad, donde barrios enteros estaban tomados por pandillas, aparece entre los países más seguros del continente. Este giro ha despertado asombro, pero también desconfianza. ¿A qué costo se ha logrado esta seguridad? ¿Quién paga el precio del orden? ¿Cuáles voces han sido silenciadas en nombre de la paz?
Este artículo no busca tomar partido. No defiende ni condena. Tampoco pretende erigirse como análisis académico ni como pieza de propaganda. Es simplemente un testimonio: una narración directa desde alguien que ha vivido en carne propia la transformación salvadoreña. Ni me lo contaron ni lo leí: lo viví.
I. Entre el miedo y la obediencia: el contexto de una transformación
Entre 2015 y 2018 El Salvador tenía una tasa de homicidios superior a 100 por cada 100 mil habitantes. Según datos del Instituto de Medicina Legal y la Policía Nacional Civil, el país registraba entre 10 y 20 homicidios diarios. Barrios enteros eran controlados por estructuras criminales que decidían quién entraba, quién salía, qué se vendía y qué se callaba.
Hoy, en 2025, esa realidad ha cambiado drásticamente. Las cifras oficiales muestran una caída pronunciada de los homicidios y la percepción de seguridad se respira en las calles. CID–Gallup reporta que más del 80% de la población dice sentirse más segura. Es posible caminar de noche, usar transporte público sin miedo y abrir pequeños negocios sin pagar extorsión. El miedo, aunque no ha desaparecido del todo, ya no paraliza.
II. El nuevo rostro de la seguridad: entre la esperanza y la vigilancia
El cambio no ha sido espontáneo. El régimen de excepción —implementado desde marzo de 2022— ha sido el instrumento central. A la fecha, más de 80 mil personas han sido detenidas, según cifras oficiales. Muchas de ellas sin orden judicial previa. Las capturas masivas, los allanamientos sin orden y las audiencias grupales han sido objeto de críticas por parte de organismos como Human Rights Watch, Cristosal y Amnistía Internacional.
Mientras afuera se multiplican las advertencias sobre el retroceso en garantías judiciales, adentro la mayoría de salvadoreños aplaude. Para buena parte del pueblo —y lo digo porque lo he escuchado directamente—, lo que antes era caos ahora es orden. La seguridad, por primera vez en décadas, se siente en los barrios más golpeados. Esa es la otra verdad que muchas veces no se cuenta.
III. La vida entre muros: una mirada desde el sistema penitenciario
Uno de los aspectos más radicales de este modelo de seguridad ha sido la reorganización del sistema penitenciario. Contrario a lo que ocurría antes, cuando las cárceles estaban dominadas por los reos y los privilegios, hoy es el sistema el que tiene el control total. No existe comunicación con el exterior: no hay celulares, televisión, radio ni visitas personales regulares. Todo está regulado por un régimen estricto.
En los centros de detención preventiva —donde se encuentran personas aún sin condena— se vive bajo horarios rígidos: horas para comer, dormir, moverse o incluso practicar deportes. No se permite ninguna distinción entre reclusos: todos visten igual, comen lo mismo, duermen en condiciones similares. Ricos o pobres, el sistema no permite privilegios.
Dentro del régimen también se permite la expresión religiosa. Aunque no existen «iglesias» formales, grupos de oración o reflexión se organizan entre los internos. Se respetan las creencias y la práctica espiritual. Asimismo, se promueve el aprendizaje básico para quienes no saben leer o escribir, y se atienden enfermedades crónicas con protocolos limitados pero existentes.
Esta no es una defensa del sistema. También hay carencias reales: problemas de agua, sobrepoblación en ciertos momentos y condiciones duras. Pero lo que sí debe decirse —porque yo lo he visto— es que no gobiernan los presos: gobierna el Estado. La cárcel no es un lugar de violencia entre reos, como antes. Es un lugar de encierro, castigo y también —en algunos casos— de reflexión.

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IV. Dos mundos, dos voces: lo que se ve desde fuera y lo que se vive dentro
Desde fuera, muchos organismos critican con razón el debilitamiento del debido proceso, la detención arbitraria y la limitación de derechos básicos. Desde dentro, muchas personas ven estos cambios como la única forma efectiva de acabar con décadas de impunidad y dolor. Es una tensión real, profunda, que no se resuelve con consignas.
El país vive una transformación inédita. Y como todo cambio profundo, genera resistencia y esperanza al mismo tiempo. Las élites, los organismos internacionales, la oposición política y hasta los propios ciudadanos tienen miradas distintas. Algunas con miedo, otras con gratitud. Algunas con datos, otras con vivencias.
V. Reflexión final: ¿Estado fuerte o justicia plena?
No se trata de justificar abusos. Tampoco de negarlos. Se trata de entender una verdad más compleja: que los pueblos no solamente necesitan libertad, también necesitan seguridad. Y que, en el camino de garantizarla, los Estados pueden desviarse o corregirse. La responsabilidad está en vigilar, en exigir rendición de cuentas y también en reconocer lo que se ha logrado.
Es fácil opinar desde la distancia. Más difícil es hablar desde dentro, sin rencor, sin agenda y con un solo compromiso: contar la verdad de lo que se ha vivido.
Yo no escribo para agradar ni para acusar. Sólo para que no se olvide lo que hemos vivido.