Fábulas con Dios al fondo: Treinta monedas cuesta abajo

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Yo lo que más recuerdo es la noche en que me contaron los primeros milagros antes aún de conocerle. Esa noche soñé en Él, me lo imaginé grande, magnífico. Al resucitar a los muertos todo temblaría junto a sus manos, el aire se rasgaría como una piel desgarrada, y cuantos lo vieran sentirían su alma resquebrajarse como tierra abierta por la erupción de un poderoso volcán.

Después, durante un tiempo, todo era tan prometedor y tajante: «No he venido a traer la paz, sino la espada», había dicho Él. Y cada noche volvía yo a soñarlo grande, me lo imaginaba coronado, arrastrando un largo manto de púrpura, no hablando sino después de sonar una trompeta.

Además, las voces de las multitudes confirmaban mis sueños. ¡Querían hacerlo rey! Y ese rey me había elegido, me había confiado la bolsa. Unas cuantas monedas, es cierto, pero era sólo el principio. Alguna vez llegaría el botín, el tesoro escondido que habría que arrebatar costara lo que costara.

Y en mi soñar apretaba casi con cariño el cuchillo que llevo a la cintura. ¿Es que acaso no soy un sicario como algunos de ustedes? ¿Es que sólo yo creo que ha llegado el tiempo de iniciar la revolución?

Sí, por un tiempo todo era estupendo. Había llegado el reino mesiánico y el cumplimiento de los sueños de gloria que llevaba en mi cabeza. Y yo vivía prendido de esos brillantes sueños.

Pero fueron surgiendo las dudas y las inquietudes. Los asombros fueron transformándose en desilusiones.

Hacía milagros, es cierto, pero qué raquíticos eran los frutos del milagro. Al dar la vista a un ciego parecía que la persona debiera multiplicarse; pero no había nada, nada fuera de los gritos histéricos del curado que corría a besar a sus hijos y luego se perdía en el olvido.

Las multitudes le seguían, también es cierto, pero lo hacían mientras Él tuviera un pan que compartir o un pescado que repartir. Le aclamaban y hasta le juraban fidelidad, pero pronto volvían a su gris rutina apenas veían que Él proseguía su camino. Le alababan el domingo, pero para el viernes ya no estaban dispuestos a seguirle.

Él decía que había venido a salvar al hombre, pero lo mejor del hombre, los mejores hombres se le escapaban. Se sentaba con los ricos, que le ofrecían banquetes, adornaban sus casas, escuchaban su palabra; pero le dejaban irse solo mientras ellos —muy emocionados— recordaban lo bien que Él había hablado aunque no cambiaran nada. Los sacerdotes le atacaban y hasta le habían llamado poseído del demonio. A lo más, algunos de ellos le buscaban a escondidas, le visitaban en secreto, pero no se atrevían a seguirle abiertamente por miedo a los judíos. Y Él no sacaba la espada ni formaba alianzas.

Decididamente, del hombre le interesaba lo más frágil, lo más burdo: el corazón.

¡Cuánto había deseado que me eligiera apóstol suyo! ¡Ser elegido, ser elegido! En torno a Él nadie deseaba otra cosa al principio. Pero luego yo me cuestionaba si en realidad había sido un honor. Yo predicaba, y hacía también milagros, como ustedes. Pero lo veía todo como un gran preludio de una sinfonía que jamás empezaba.

Mi vida se había visto reducida a servir, a meterme en el centro de todas las miserias, a tener que entregarme sin esperar nada más que dejar un poco de alegría y de esperanza en quienes se quedaban en el poblado de atrás, siempre detrás de mí, únicamente conmigo durante unas cuantas horas. Y yo necesitaba tanto algo para mí.

Ni siquiera Él me pertenecía. Él vivía para los demás, y aun en la intimidad, perdónenme, prefería a Pedro, a Juan, a Santiago. Y yo quería que Él fuera exclusivamente mío. ¿Es que ellos son mejores? ¿No lo he dejado todo yo también para seguirle? Tengo mis defectos, mis errores, desde luego. ¿Acaso no los tiene Pedro, el jactancioso, y Juan, tan rígido e inflexible, y Santiago, hambriento de gloria, y el otro, y el otro? ¿En qué somos realmente diferentes?

¡Qué densa es la hora de las tinieblas! Yo había soñado en una revolución armada que nos liberara de la injusticia, que nos diera algo de lo que nunca habíamos tenido; pero Él hablaba de amar a los enemigos, de poner la otra mejilla, de seguirle cargando una cruz. Y a mí sólo me dejaba un sueño crucificado. En esos momentos mi desilusión se construía con ira.

Era de noche. Ha sido de noche desde hace tiempo. Él habla de ocupar el último lugar, Él dice que los últimos serán los primeros. ¿Es que esto tiene algún sentido? ¿Cómo triunfará quien ha decidido replegarse?

El Dios de los profetas, el Yahvé de los truenos era algo que valía la pena. Pero un Mesías que come sardinas, que se levanta con ojeras de sueño a la mañana… Un Dios que bosteza es algo neciamente grotesco. Un desconocido que pasara junto a Él no encontraría gran diferencia entre Él y quienes lo rodean. ¿Y éste es el caudillo que yo debo seguir?

Porque Él ha venido a redimir, pero se ha contagiado de hombre. Se le han pegado a la piel todos los sufrimientos, todas las angustias, todos los clamores, todas las ilusiones… pero creo que también todos los temores. A veces le brillan los ojos y truena denunciando vicios ocultos, atacando las injusticias, sacando a luz las hipocresías; pero inmediatamente proclama la conversión, el perdón sin límite, la misericordia, el amor incondicional, el estar dispuesto a dar la vida por los que te agreden. Entonces siento en mí una profunda resistencia a aceptar a un Dios de blandos sentimientos, un Dios que no merece ser Dios.

«Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y se anuncia a los pobres la Buena Nueva. ¡Dichoso aquel que no se escandalizare de mí!» Esto lo dijo un día y lo llevo clavado en el alma.

Hay noches en las que escucho una voz, como si tuviera un demonio pegado a mi oído pugnando por entrar. Y es que de tanto pensar en que hay que arrebatar el reino a base de muerte se termina odiando la vida. Y cualquier precio es bueno: unas cuantas monedas, unas gotas de sangre, el saludo de un beso, o la custodia con cien puñales. Sí, cualquier precio es bueno, y cada quien le pega una etiqueta a sus deseos, a sus olvidos, o a sus traiciones.

Pero hay otras noches en las que miro sus ojos como luz de luna. Entonces me duele saberme amado; porque los celos decrecen, la avaricia tiembla, el afán de poder se siente tan inútil como un desperdicio del alma. Y quisiera que hubiera otra forma de conquistar el reino, de recuperar lo perdido, de desandar el camino. Tal vez Él tenga razón y sea cierto que para ganar la vida haya que perderla sin escandalizarse del amor.

Porque Él también dijo: «¿No los he escogido yo a ustedes? Y, sin embargo, uno de ustedes es un demonio». ¿Acaso soy yo? ¿Es ése mi destino? Pues a veces recuerdo esto y siento como si mi alma colgara del aire, a sólo un pequeño paso de la tierra donde está su brazo. Y siento también como si algo me apretara el cuello, como si mi corazón se asfixiara por entero y cayera en el vacío, cuesta abajo, sin que yo quisiera detenerlo.

Y en la terrible negrura de esa noche misteriosa, no sé…, a veces creo… que las manos de este loco carpintero ahí estarían para intentar detenerme en mi caída, aunque le costara derramar su sangre por la mía.

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