Fábulas con Dios al Fondo: El festín para los pobres I

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello está escrita en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central.  A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia. 

«Al verlo el fariseo que le había invitado, 

se decía para sí: Si éste fuera profeta, 

sabría quién y qué clase de mujer es la que le

está tocando, pues es una pecadora» (Lc.7,39).

«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo 

y de la tierra, porque has ocultado 

estas cosas a los sabios y prudentes,

y se las has revelado a los pequeños» (Lc.10,21).

Al sur de la hermosa y pequeña llanura de Genesaret, en el extremo opuesto a Betsaida, se levanta la diminuta y aristocrática ciudad de Magdala, a igual distancia de Cafarnaún, al norte, y de Tiberíades, al sur. De la primera y sus pobres habitantes obtenía todas sus provisiones; de la segunda venían los aficionados a las diversiones, romanos y judíos que tenían elegantes casas con vista al mar.

Magdala era una ciudad creyente y divertida. Todo en ella era agradable y brillante. Por algo era creyente y divertida. Cada día, la gente de esta ciudad se levantaba con la alegría de comprobar que Dios los bendecía comercialmente porque «estaba con los buenos» y con quienes vivían «para los suyos».

Foto: Depositphotos

Los días de fiesta se llenaban los templos, porque había que cumplir con toda observancia los preceptos y, después, había que bajar a las plazas y a los centros de recreo para gozar un muy merecido descanso. Es cierto que por la noche se sentían los labios un poco amargos por la resaca; pero aun esto era parte del precio que había que pagar, para prepararse al arduo trabajo de la siguiente semana.

Y es que Magdala era una ciudad de gente trabajadora, orgullosa de su carácter recto, fuerte y altivo que, a través de sus negocios, generaba riqueza para la sociedad, propiciaba la libertad de emprender y promovía un clima social en el que predominaban la justicia y la armonía entre todos los sectores.

Magdala no conocía el llanto ni la pobreza. Las zonas de pobreza, prudentemente alejadas, no enturbiaban los corazones más allá de lo necesario. La sonrisa, la crítica constructiva, el optimismo, el deber ser, eran las banderas que ondeaban en todos los edificios públicos, en las empresas, en las iglesias, en las organizaciones, en los hogares. Sí, Magdala era una ciudad buena, un tanto despistada, tal vez, pero nada más.

Un día de fiesta llegó Jesús a Magdala con su fama de predicador, curandero y profeta. Jerusalén se había conmocionado. Galilea también. Había, pues, que salir a conocerlo y escucharlo. Por ahí se decía que solo estaría unos días en Magdala, que después seguiría su viaje a Cafarnaún.

Por esto, la gente buena de Magdala salió a las calles. Hombres, mujeres, niños, desfilaban por ellas, dispuestos ya a aplaudirle a Jesús, a recibirle con palmas. Aplaudir era hermoso: ensanchaba el corazón, uno se sentía generoso y magnánimo al hacerlo.

Sin embargo, Jesús hablaba de cruz, de un amor tan apremiante que llevara a cada uno a dar la vida por los demás, especialmente por los pobres, los alejados, los olvidados, los marginados. Unicamente así sería posible seguirle de verdad.

Pero el viernes estaba siempre infinitamente lejos para los hombres de la ciudad creyente y divertida. ¿Por qué hablar de cruz cuando esta ciudad había logrado vivir en un perenne día de fiesta?

Jesús entonces habló de un Rey que había preparado un gran festín; pero los invitados, que eran muchos, se negaban a ir y le respondían uno tras otro, casi sólo callando para respirar y decir de nuevo:

—Otra vez. Quizá mañana.

—Perdona, no.

—No.

—No puedo…

—Porque hay que trabajar.      

—Porque estoy recién casado.   

—Porque compré un campo y tengo que ir a verlo.

—No. Lo siento. 

Entonces el Rey, indignado, le ordenó al encargado de organizar el festín: «Sal rápido por los caminos y los senderos y trae a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos, e insísteles en que entren hasta que se llenen todas las mesas; porque ninguno de aquellos invitados probará mi banquete».

Ciertamente esa parábola sonaba exagerada. Yo diría que hasta subversiva. Atentaba contra la tranquilidad de la ciudad creyente y divertida. Por eso decidí ofrecer una comida. Invitaría a Jesús para que nos conociera mejor, para que viera que en algún rincón de nuestras almas Él también tenía un sitio. Solo un sitio. No demasiado grande siquiera, pero un sitio al fin y al cabo. Nadie podría decir que las puertas estuvieran cerradas.

Sí, todo estaba muy bien establecido, y solo haría falta que alguien comenzara a aplaudir para que los demás lo imitaran entusiastas y se prolongara el día de fiesta. Bien es cierto que si alguno se subiera a la cima de este día de fiesta podría divisar el viernes acercándose, un viernes que venía implacable sin que los aplausos pudieran detenerlo. Más aún: atraído por ellos. Pero el viernes se lo dejaríamos a Jesús y a quienes le siguieran.

Invité, pues, a Jesús a comer con nosotros. Le enseñaría que estábamos abiertos al diálogo, pero había que evitar protocolos. De alguna manera debíamos hacerle sentir que sus ideas y acciones no iban bien con nosotros.

Ya casi al final de la comida sucedió algo terrible, algo que tronó en la sala como una blasfemia. Había en la ciudad una mujer pública, sobradamente conocida por sus escándalos, quien, al enterarse de que Jesús estaba en mi casa, tomó un frasco de alabastro con perfume y se coló por la puerta trasera.

Sin decir nada, se postró detrás de Él y comenzó a llorar. Invadida por la emoción, abrazaba los pies de Jesús y los llenaba de besos. De pronto vio que los había mojado con sus lágrimas. Apenada, se detuvo un instante, se quitó el velo y soltó sus cabellos… sin importarle siquiera que nosotros veríamos en ello los inmorales ademanes de una prostituta, y comenzó a secarle los pies con ellos. Después, sin dejar de besarle los pies, los ungió con el perfume. Luego permaneció sin moverse más, con su cara recostada sobre los pies de Jesús, en silencio, y con una que otra lágrima deslizándose con el amor de un encuentro.

En mi mente irrumpieron la vergüenza y la satisfacción. Había invitado a Jesús para conocerlo mejor, y con la secreta intención de ponerlo en evidencia ante la gente buena de la ciudad. Me sentía casi feliz de contemplar cómo esa situación desenmascaraba a Jesús.

Definitivamente, Jesús no era un profeta; mucho menos conocía a Dios como nosotros. Dios solo ama lo inmaculado, y el hombre creyente debe orientar su voluntad a cumplir los preceptos divinos con toda exactitud. Así el hombre se hace santo y entra en comunión con un Dios que es la santidad absoluta, sin tacha, perfección ilimitada que únicamente acepta rodearse de los seres puros que han sido fieles a su ley. Tal Dios, por tanto, no puede tolerar el pecado ni mucho menos al pecador que se ha atrevido a transgredir su omnisciente y limpísima voluntad.

Por ello, Dios ofrece sus dones y amistad cuando el hombre ha logrado superar todas sus debilidades, imperfecciones y pecados. Dios mismo ha puesto las reglas: es necesario cargarse de obras buenas y de méritos para que Él nos acoja, para lograr arrebatarle una mirada benigna, tal vez hasta un gesto de amor.

Por ello, también, el hombre creyente tiene que ganarse el cielo a pulso, luchando sin cesar para cumplir la ley y levantarse por encima de todo mal. Y esto requiere esfuerzo, una lucha constante contra uno mismo. Pero al final de esta batalla nos espera la paz; porque uno siente el orgullo y la satisfacción de haber logrado su perfección a base de puños cerrados y dedicación sin medida; porque uno se ha ganado un gran premio; porque uno ya puede mirar hacia abajo a todos aquellos que no han tenido el coraje de vivir y cumplir la ley de Dios.

Además, el hombre creyente debe alejarse de los pobres e ignorantes, que no comprenden lo que es Dios o, a lo más, ayudarles forzándoles a que respeten la ley sin omitir un ápice. Es una tarea difícil, pero a nosotros los fariseos nos ha sido encomendada la interpretación de la ley, y su reforzamiento.

Y también hay que apartarse de los ciegos, cojos y lisiados. ¿Es que acaso no están así porque son hijos del pecado? Y a los pecadores, todavía con mayor razón, hay que señalarlos con el dedo, huir de la contaminación que llevan consigo. Estos son los peores: los auténticos enemigos de Dios.

Sí, la ley es buena, pura, fuente de santidad y perfección. Cuando la has cumplido te sientes bien contigo mismo. Entonces tu corazón se regocija y puedes orar ante tu Dios diciendo: «Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres: rapaces, injustos, adúlteros. Ayuno cuando está mandado, doy el diezmo de todas mis ganancias, hago donativos generosos, no como alimentos impuros y limpio las vasijas antes de comer, respeto las fiestas religiosas y todo lo que ordenas».

Gracias a la ley, y a la perfección con que la has observado, ya no tienes deudas con Dios, has establecido con Él un contrato eterno de paz, y has alcanzado, con tu esfuerzo, la felicidad de saber que tu fidelidad a sus decenas de preceptos y mandamientos te ha granjeado ser ya parte de los cuantos escogidos.

Definitivamente, Jesús no era un profeta. Mucho menos conocía a Dios como nosotros…

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