«¡Señor, escucha mi voz!»
NOVIEMBRE
Domingo 5
- Ml 1, 14b–2, 2b.8–10
- Sal 130
- 1 Ts 2, 7b–9.13
- Mt 23, 1–12
§ El Evangelio de este domingo comienza con un discurso de Jesús, en el cual evidencia las incongruencias de los escribas y fariseos, además de describir sus prácticas vanidosas y arribistas. Invita a sus discípulos y al pueblo que lo seguía a no dejarse llamar «maestros» ni aceptar títulos que los enaltezcan, pues el único «maestro» y el único grande es Dios. Se observa una contraposición entre los vanos honores y la humildad, que, aunque parezcan ser polos completamente opuestos, sus extremos se tocan.
§ El deseo de ser reconocido, de obtener un mejor puesto, de tener un nombramiento o gozar de alguna dignidad es una tentación en la que podemos caer muy fácilmente todas las personas y que ciertos ambientes eclesiales pueden favorecer. Estos títulos suelen arraigarse en nuestra identidad, de modo tal que anteponemos ese nombramiento a nuestra identificación con Cristo, quien vivió pobre y humilde en este mundo. Las grandes dignidades nos llevan a vivir en una mentira, pues constituyen un añadido innecesario y superfluo a quienes somos verdaderamente en lo profundo de nuestro ser.
§ El antídoto frente a los vanos honores radica en la humildad que consiste en el reconocimiento de nuestra propia verdad: que somos débiles, frágiles y pecadores, pero que, al mismo tiempo, somos hijos e hijas de Dios y gozamos de dignidad y de la fuerza que nos viene de Él. Por tanto, la humildad nos coloca en nuestro verdadero sitio, sin sentirnos superiores ni inferiores a nadie, sino seres capaces de irradiar la presencia y el amor de Dios.
Únicamente de esta manera podemos vivir acordes con lo que se observa en la segunda lectura, desde la humildad podemos ser receptivos de la Palabra de Dios y predicarla llenos de su Espíritu, de tal forma que sea Dios quien opere a través de nosotros.
