«Quiero ver al Dios viviente»
AGOSTO
Domingo 13
- 1Re 19, 9a.11–13.
- Salmo 84.
- Rom 9, 1–5.
- Mt 14, 22–23.
§ Pasa el Señor y se calman las tempestades. No viene como quien nos espanta con su violencia, sino como quien sabe hablar al corazón y encontrar los caminos de su paz.
§ Con su paz, el Señor reconstruye nuestras fuerzas, nos invita a ir donde no hemos creído que podamos y a confiarnos en la mano del hermano, de la hermana, que, de carne como la nuestra, se nos tiende generosa.
§ Aceptemos la promesa de esa mano que nos ofrece sostén y confianza. Aceptemos también la promesa de la propia mano nuestra. También en ella se puede hacer presente la misericordia del Señor que nos acompaña, también así podemos rescatarnos de las aguas violentadas y ofrecer, unos a otros, la salvación y la calma.
La vida de Elías, como la de los discípulos en la barca, como la nuestra, está marcada por la tempestad y la violencia. Ante ella, soñamos con ser los de la playa, los que se han refugiado en sus casas y no están en la tormenta. Pero, entonces, nos duele haber abandonado a los hermanos y hermanas en la desgracia y nos conformamos diciendo que nada se podía hacer. El paso del Señor, como brisa suave y como calma en la tempestad, nos recuerda que no estamos entregados a la tormenta, sino que somos soberanos para tendernos la mano en ella. Nos recuerda que no estamos hechos para quedar perdidos en la violencia, sino para darnos el espacio de comunión en que podamos levantarnos y recordarnos que todavía hay paz por construir, esperanza que darnos y capacidad de caminar, aun encima de las aguas de la tempestad. Es nuestra misión y nuestra fe es la que nos puede ayudar a descubrirla. Tomemos la mano del hermano, de la hermana, de la que también viene de lejos, en medio de la tormenta, y empecemos a andar.
