Escribo estas líneas para relatar algo de mi experiencia de misión en Cuba durante el mes de diciembre de 2024. Desde ya, anuncio que el título puede llamar a engaño porque en realidad, si algo saben los cubanos, es esperar. La crítica situación de la isla les ha llevado a vivir en una zozobra continua, en donde esperan que solo por un día no haya apagón de luz; esperan que llegue el gas después de meses, para ya no cocinar con leña; esperan que ‘aparezca’ la comida para poder ir a buscarla y tener algo para comer; esperan hasta dos días haciendo cola para poder aliviar la crisis… Estas y otras esperas son el pan de cada día y juegan un papel determinante en su manera de estar en el mundo.
A este contexto llegué yo justo en el Adviento, tiempo de espera. Al conocer la situación me topé de frente con mi falta de palabras, con mi incapacidad para hablar del nacimiento del Salvador en un contexto en el que no me era fácil encontrar motivos de esperanza. Y es que, aunque vitales y relevantes, no solemos asociar la esperanza del adviento a estas esperas de las que hablé. Lo que se espera en este tiempo es el nacimiento del Salvador, la irrupción en nuestra vida y nuestra historia de Aquel que acabará con el sufrimiento, la opresión, el dolor y la injusticia; de esto había muy poco.
Un día que fuimos a visitar enfermos salíamos de la casa de una señora que estaba más delgada que el resto, había sufrido una caída hace poco y, según lo que me contaban, se había deteriorado rápidamente. En este contexto, una de las que me guiaban dijo:
«El problema de ella es que se preocupa mucho por el futuro, y aquí no podemos vivir así, tenemos que preocuparnos por el hoy. ‘¿Hoy tengo para comer?, ¿Hoy conseguí mis medicinas? Perfecto, ya mañana será otro día.’, solo así se puede, porque si uno piensa mucho en el futuro, pierde la paciencia, le agarran los nervios y se enferma».
¿Cómo hacer para esperar cuando nada se espera? ¿Cómo hablar de Aquel que viene, como promesa de futuro, para quien solo puede pensar en el presente? ¿Cómo se le hace? ¿Qué se dice? Estas preguntas acompañaron no solo esta visita a enfermos sino mi tiempo de colaboración en la isla. Afortunadamente eran mías y no algo que la gente esperara de mí. En realidad, la misión fue sumamente linda. Con los jesuitas y laicos de las parroquias visitamos enfermas, organizamos posadas para los niños, cantamos villancicos, celebramos la eucaristía, cantamos El rey de José Alfredo en un asilo de ancianos, conversamos sobre la vida y mucho más.

Foto: Cathopic
En Cuba pude vivir una experiencia eclesial de minoría. Y es que nunca estuvo explícitamente prohibido serlo, pero declararse católico era motivo de burla, acoso y violencia en la escuela o el trabajo. Si eras católico no podías estudiar ciertas carreras y eras visto como sospechoso, traidor o iluso. Aún ahora, cuando el contexto es un poco menos hostil, las comunidades católicas son minoritarias y están en constante cambio porque la mayoría busca migrar para salir de la isla y tener la oportunidad de una vida distinta.
Con todo y todo, encontré una Iglesia viva. Jóvenes que, como son católicos por convicción y no por tradición, viven comprometidos con su fe y quieren llevar la luz de Cristo a un mundo en tinieblas. Mujeres mayores de 60 años que se comprometen a visitar a las más ancianas: «Nosotras sabemos que cuando tú podías salir de casa ibas a la Iglesia, pero ahora que no puedes la Iglesia viene a ti». Religiosas y religiosos, catequistas, ministros que hacen todo por mantener en pie al menos lo poco que se puede.
Por la dificultad económica, política y social, mantener una actividad eclesial en Cuba es todo un reto. Que haya una iglesia abierta y misa cuando menos una vez por mes, que sigan ofreciendo el curso de emprendimiento o de tejido, que sigan dando comida para los ancianos que solo comerán eso en el día. Todo ello y más actividades con las que la iglesia se compromete, se mantiene solo por gestos heroicos y cotidianos de personas concretas que con sus acciones anuncian que el Reino de Dios ya está entre nosotros.
Al releer mi experiencia veo que ellos y ellas me dieron algunas respuestas para mis preguntas. Hoy puedo decir que con ellos aprendí algo de lo que realmente significa la espera y, por consiguiente, descubrir para qué nos preparamos durante el adviento. Primero que nada, encarnaron aquello que dice San Pablo de que «una esperanza que se ve no es esperanza» (Rm 8, 24). Porque, mientras yo me preocupaba más por encontrar el contenido, lo que se ve, de la espera, ellas sabían que en realidad la espera es una postura vital frente a la existencia. Esto no significa que esperar sea pasividad, al contrario.
Primero, pude ver que quien sabe esperar no se queda inmóvil, se compromete con aquello que tiene y puede para esperar activamente. Esto trae consigo una gran creatividad y una capacidad de encontrar salidas ahí donde parece que no las hay. Los cubanos son expertos en encontrar alternativas en los escenarios más difíciles, y lo hacen con una alegría envidiable. Esto también implica atención y cuidado con lo que sí se tiene para no perderlo, sabiendo aprovechar al máximo los recursos con los que se cuenta.
También fui testigo de que quien sabe esperar, nunca espera solo. A pesar de que todo el sistema invita a la búsqueda egoísta de la propia supervivencia, conocí mujeres y hombres generosos, abiertos y compartidos. En especial recuerdo a un niño en una posada. Cuando terminó, dimos un sándwich a cada uno y vimos que él solo se había comido la mitad, al preguntarle si no le había gustado dijo: «No es eso, es que mi hermano más chico no pudo venir, entonces le llevo la mitad a él para que coma algo también»; valga este gesto como muestra.
En esta misión pude ver que quién sabe esperar no pone su nido en cosa ajena [EE 322], como dice san Ignacio en las reglas de discernimiento. No se trata de desinteresarse, al contrario, hay un cuidado reverencial por lo que se logra construir. Pero se sabe que eso no es lo esencial, que lo que sustenta la vida está no en esto o aquello sino en algo que nada ni nadie puede robar. De nuevo me faltan las palabras para expresarlo mejor, pero creo que es una experiencia con la que muchos nos podemos relacionar.
En realidad, sí, ellas y ellos sabían de espera, mucho más que yo. Junto con el arte de esperar me mostraron que esas esperas, que parecieran demasiado simples o que damos por sentado, son fundamentales para el nacimiento del Salvador. Por lo determinante que es para nuestra historia, podemos olvidar que el nacimiento de Jesús está sustentado precisamente en eso pequeño y frágil. El niño nace en medio de muchos trabajos, hambre, sed, calor, frío [EE 116] e Ignacio invita a acompañar ese nacimiento haciéndonos un pobrecito y esclavito indigno [EE 114]. ¿En serio es eso lo que permite alimentar la espera? ¿No hay algo más que podamos hacer? Para profundizar en este punto propongo una última imagen.
Caía la tarde en Santiago de Cuba mientras estábamos en un retiro de adviento con jóvenes de la región. Justo en el momento en que nos disponíamos a hablar del pesebre se fue la luz en esa región. Eso no era nuevo, era algo esperable, pero entorpecía nuestros planes. En ese momento, con todos reunidos alrededor del nacimiento, el P. Michael, S.J. les propuso a los jóvenes: «Ayúdenme a iluminar con su linterna para poder ver bien las figuras del nacimiento». Aunque al principio las primeras luces no tuvieron gran efecto, poco a poco, a medida que las y los jóvenes alumbraban con su celular, la escena se fue llenando de una luz muy especial.
Como la estrella que guiaba a los magos, luces que nacían desde puntos diversos se juntaron para iluminar el nacimiento del Salvador. Pequeños esfuerzos, luces que por sí solas significaban muy poco, se unieron y nos permitieron ser testigos de un verdadero alumbramiento. En la mayor simplicidad, como dos milenios atrás, Jesús, María y José congregaban a su alrededor a unos pastores. A su modo, cada uno acompañaba y con su aporte sustentaba la espera.
Dice el profeta que «el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz» (Is 9, 2). La Iglesia cubana sigue andando en tinieblas, ha sido obligada a saber esperar y continúa viviendo un tiempo de espera perpetua. Sin duda la realidad cubana, junto con la creación «gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Con cada mes que pasa, la situación se hace cada vez más crítica y es evidente que se necesita algo diferente de lo que ahora existe. Su espera activa, comunitaria y trascendente, se funda en el amor profundo y radical por la vida y en el servicio generoso a los hermanos y hermanas.
Escribo estas líneas con una memoria agradecida, especialmente hacia aquellas personas que siguen comprometidas con la misión en Cuba; ellas fueron maestras de espera. Son solo un pálido reflejo de lo que recibí durante esas cuatro semanas. Estamos llamados a comprometernos allá y en todas las realidades donde hace mucho tiempo, la gente espera. Le pido a Dios que alimente su esperanza y que nos ayude a, desde donde estemos, unirnos a su espera desde lo que somos y tenemos.






