En torno a la figura de Jesús y su mensaje han corrido tantos ríos de tinta y se han hecho tantas interpretaciones que no nos alcanzarían todos los libros de la historia para abarcarlas. Sin embargo, podemos encontrar hallazgos, palabras nuevas, otras ópticas que nos mueven a acercarnos al Hijo de Dios de distinta manera, y que bien sirven para hacernos reflexionar sobre aspectos que no habíamos descubierto, en especial cuando quien los escribe ha transitado un largo trecho en la vida espiritual y despliega un gran bagaje de sabiduría al respecto.
Este es el caso del autor que hoy presentamos, Enrique Ponce de León, S.J. quien nos entrega un libro: El Señor Jesús (Buena Prensa, 2021) como una genuina y novedosa aproximación desde la ternura, el asombro y el gozo de los que han ido al encuentro del Resucitado.
No podemos decir que el texto de Ponce de León nos ofrezca hechos o historias que no conocemos, pero su propuesta se destaca por varios rasgos muy rescatables. Sabemos que lo breve y bueno es dos veces bueno, el libro está compuesto por pasajes cortos, bien relatados y no mayores a cuatro páginas, pero sin demasiados rodeos. El autor sabe dar justo en el blanco de lo que son los aspectos más centrales del mensaje de Jesús y después, sabe también cerrar con pequeñas frases, bien precisas, que redondean y apuntalan perfectamente la reflexión a la que antes nos había invitado.
“No es un compendio más de los textos evangélicos, sino un aporte distinto, una invitación a explorar con detenimiento sus olores, sensaciones y paisajes”.
Resaltamos también su lenguaje cordial, en «palabras tomadas de la vida ordinaria», que no pretende resolver los grandes dilemas teológicos o exegéticos en torno al Salvador. Encontramos, en cambio, una visión amable de las narrativas evangélicas, desde sus personajes, que nos conectan con nuestras realidades de fe —incluyendo el pecado—, esas que, como cristianos tenemos que enfrentar a diario. Así, podemos entrar en el mundo de Jesús, sin complicaciones y recordando lo que él alguna vez apuntó en el Evangelio de san Lucas (10, 24), el mensaje del Padre fue proclamado, ante todo, para los más pequeños. Vale la pena detenerse en las secciones de «La fe que salva», o en la de «Un acreedor», en las que el autor nos ofrece un retrato de Jesús enormemente cercano a los que sufren y a los pecadores, seres humanos tan sencillos como cualquiera de nosotros y que nos habla «como un amigo habla a otro amigo».
Un último aspecto, muy en la tónica de las Contemplaciones de san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, es el de poder aproximarnos a los relatos evangélicos desde los sentidos: oler, mirar, sentir e ir al encuentro de las pequeñas cosas, esos detalles que para muchos pasan desapercibidos, pero que nos permiten entrar de lleno en las escenas de la vida de Cristo. Podemos oír el balido de una oveja, sentir el viento que agita los barquitos de los pescadores, mirar el atardecer en la región de Galilea. Estas pinceladas sensoriales nos ayudan a imaginarnos el cuadro completo de la humanidad de un Jesús, situado no en las esferas celestiales, caminando entre nubes, sino pisando la misma tierra, respirando el mismo aire que los hombres y mujeres de su tiempo. Un Jesús que, en palabras del autor, levanta las cejas y se admira, se alegra y se entristece, habla con ternura y calidez a sus compañeros. Desde estos ámbitos descubrimos lo invisible: —el amor del Padre—, desde lo visible —su Hijo que ha transitado las mismas sendas llenas de polvo que todos los humanos—.
La contemplación de los misterios de Jesús, tal como nos la propone el jesuita, es entonces una llave para abrir las puertas de la cercanía con «Alguien que es la Vida», para sabernos amados por él; un «Alguien» que, desde su encarnación, tiene como todos nosotros, dolores y momentos de gozo, que comprende nuestra naturaleza y está siempre a nuestro lado. Este es «Jesús de Nazaret, el hombre Dios, el Dios tan hombre», apunta el autor, quien nos aproxima al Padre, derrumba muros y nos abre el camino hacia él.
Tal vez, como propusimos al principio, la figura de la segunda Persona de la Trinidad está más que estudiada, pero el acierto del texto que hoy reseñamos, es que la salva de muchos lugares comunes. No es un compendio más de los textos evangélicos, sino un aporte distinto, una invitación a explorar con detenimiento sus olores, sensaciones y paisajes. Cada capítulo puede tomarse como una suerte de libro de estampas, con un lenguaje colorido, lleno de vívidas imágenes, de frases que invitan a detenerse para meditarlas. El Señor Jesús es, sin duda, una buena recomendación para lograr uno de los frutos espirituales que alguna vez pidió san Ignacio: el «conocimiento interno de Cristo para más amarlo y seguirlo».