El secreto de la higuera

Sí, es cierto. La fe puede ser un terremoto, no una siesta; un volcán, no una rutina; una herida, no un caparazón; una pasión, no un puro asentimiento. ¿Cómo se puede creer -de veras, de veras- que Dios nos ama y no ser felices? ¿Cómo podemos pensar en Dios sin que el corazón nos estalle?

       Esto es algo de lo que pasaba por mi mente cuando Felipe se acercó a mí para decirme, lleno de entusiasmo, que había encontrado a Aquel de quien Moisés había escrito en la ley, y el anunciado por los profetas. 

        Recuerdo que yo estaba malhumorado e impaciente. Me exasperaba la idea de que la gente del mundo creyera con más apasionamiento en las cosas del mundo que los creyentes en las cosas de la fe. ¿Por qué habíamos de vivir la fe con menos pasión o con menos gozo del que sienten los enamorados? ¿Cómo era posible que un hombre hablara de Dios con menos ardor que el esposo de la esposa o el padre de sus hijos?

       Toda mi vida había buscado cumplir la ley; sin embargo, había algo en mí que se rebelaba, algo que siempre me dejaba insatisfecho. ¿Es que todo en la vida debía reducirse a cumplir unos preceptos, a obedecer unos mandamientos? Y me sentía vacío ante la predicación oficial…

       Tenía que haber más, mucho más. Y me imaginaba que vivir apegado a la ley sería como si una pareja de novios saliera a caminar por el parque… ¡para analizar el código de derechos y obligaciones que les impondría el matrimonio! Y es que decimos que amamos a Dios, o a los demás, como si hiciéramos un favor, como si trajéramos sobre los hombros una carga dolorosa y pesada que hubiera que arrastrar. Porque lo que me impacientaba era que no supiéramos amar. 

       ¡Qué difícil es encontrar creyentes rebosantes! ¡Y qué gusto cuando alguien te habla de su fe con los ojos brillantes, saliéndole Cristo por los labios a borbotones! Por eso seguí a Felipe. 

       «¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?», había preguntado yo pensando en la tosquedad y cerrazón de los nazarenos. ¿Cómo era posible que de ese pueblo oscuro saliera el enviado a renovar la fe y a establecer el reinado de Dios? Pero Felipe hablaba sin cesar con un entusiasmo desbordante, como lo haría un adolescente en las primeras cartas a su novia. Hablaba sonriendo, no con esas sonrisas convencionales que casi son una mueca, sino con esas sonrisas que te salen del alma porque te gusta hablar a tu gente y, sobre todo, te encanta hablarles de tu fe. Y es que el gozo de creer en Jesús se le escapaba en cada letra…, y cada palabra escurría el profundo júbilo de la fe.

       Felipe, de suyo tan callado y tímido, no paraba: «Lo hemos encontrado. Hemos hablado con El. Yo sé que nunca llegaré a saciarme de Dios. La vida, cuando se vive con Dios es arrebatadora. Creer en Dios es conocerlo todo, comprenderlo todo a través de sus ojos. Con El todo cambia, y hasta la muerte es una fiesta de dolorosa alegría. Es como para volverse loco de contento, ¿te das cuenta?, Dios -frenético de amor- está entre los hombres; por eso los tiempos que nos ha tocado vivir son agitados, agitados de manera espléndida, porque hay nueva vida por todas partes».

       Hablaba como un chiquillo enamorado a quien la fe le salía por las obras como sale de los pulmones la respiración: porque lo que Felipe quería era incorporarme a su propio gozo, al júbilo de haber encontrado a Jesucristo.

       Yo no podía dejar de admirar la osadía de Felipe que, en tan poco tiempo, se hubiera dejado cautivar de esa manera. Pero era claro que debía haber sido un encuentro de un impacto tremendo, y que Felipe debía haber tenido el corazón muy en Dios para haberlo descubierto en Jesús de esa manera.

       Felipe no hablaba con elocuencia de palabra, sino con grandeza de corazón. No estaba hablando demasiado de las cosas grandes, sino que estaba dejándolas crecer adentro de él. Por eso -cuando habían crecido lo suficiente- la fe salía en sus palabras como le brotan rosas a los rosales y afluentes a los ríos. ¡Como algo maravillosamente inevitable!

      «Ven y lo verás», me dijo. Le acompañé, escéptico pero esperanzado de encontrar al que tanto habíamos esperado. Iba con ánimo de juzgar… y salí juzgado. «He aquí un israelita en quien no hay doblez», fueron las palabras con que Jesús me saludó. Una alabanza, sin lugar a dudas. Me halagaba, pero me hacía desconfiar al mismo tiempo. ¿Sería un adulador comprando seguidores? Por eso me encaré con El y pregunté molesto: «¿De dónde me conoces?» Pero Jesús parecía un chiquillo de ojos traviesos a punto de hacer una pillada y, sin desear ocultar su profunda sonrisa, me dijo: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi».

       Luego entonces… ¡El sabía! Jesús me miraba atisbando mi alma como el sastre mide la tela antes de hacer una túnica. No sé qué cara de sorpresa pondría yo, pero El añadió sin abandonar esa estupenda sonrisa: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Mayores cosas verás. En verdad te digo que verás el cielo abierto y a los ángeles de Dios bajar sobre el Hijo del hombre».

       Mi asombro creció, me sentí desarmado y lo seguí.

       Jesús sobrepasaba cualquier medida, poco a poco lo iría comprendiendo a su lado. Con El, la medida del amor era amar sin medida, y apasionarse hasta el extremo: 

       «Han oído que se dijo ‘no matarás’, pues yo les digo que quien insulte a su hermano ya es reo del fuego… Han oído que se dijo ‘no cometerás adulterio’, pues yo les digo que el que mira a una mujer deseándola ya cometió adulterio en su corazón… Han oído que se dijo ‘ojo por ojo y diente por diente’, pues yo les digo que al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que te quiera quitar la túnica, déjale también el manto… Al que te pida, da; y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda… Han oído ‘amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’, pues yo les digo: amen a sus enemigos y rueguen por los que los persiguen a ustedes».

       «Han oído…, pero yo les digo». Bajo la higuera, yo había soñado en un Mesías que nos enseñara a amar apasionadamente, pero nunca me imaginé tal radicalidad. Jesús se presentaba por encima de la ley, pero no para destruirla, sino para llevarla a la plenitud del amor. Porque para Cristo el amor no está en una habitación lejana de la justicia, sino en el piso de arriba donde se encuentra la perfección del Padre.

       «Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial». Esto es lo que quería decirnos sobre aquel monte. Todo se reducía a esto. Nada más haría falta añadir. Al mostrarnos cómo deberíamos amarnos, nos dejaba ver también cómo nos ama nuestro Padre: incondicionalmente, sin cuidarse la espalda, y con generosidad ilimitada.

       Sentí miedo. ¡Cómo imitar semejante modelo! En ese momento pensé en mi vida, en mis deseos de amar y volar hacia Dios y hacia mis hermanos. La verdad, sentí que tenía las alas entrecortadas. Recordé mis mañanas soñando en que ese día sería mejor, y mis noches sin haberlo conseguido. Recordé el mal que se mezcla en lo mejor de mí como una hierba que crece casi a escondidas. Y recordé mis obsesiones, mis marchas en dirección contraria, mis esfuerzos por ocultar el esfuerzo de amar desinteresadamente. Recordé… tantas cosas. Y me sentí con el corazón a media asta.

       No entendía yo nada. Absolutamente nada. Hasta que escuché el «Padre Nuestro…»

       Entonces comprendí que Jesús no había venido a imponernos una carga más pesada que la de la ley, sino a liberarnos de toda angustia. El amor es el gozo del corazón, no una meta inaccesible. El amor de Dios es un don que todo lo invade y, por eso, el que gira sobre su corazón hacia el amor ya es nacido de Dios y permanece en la perfección del Padre.

      Por eso también, Cristo nos mostraba a un Padre providente que no sólo se ocupa de nuestro alimento, sino de todos los rincones del alma.

      Porque esta es la esencia de la oración que nos enseñó Jesús: amar a Dios es dejarse amar por El, es abandonarse en El conscientes de que todo bien proviene de Él; amar a Dios es trabajar por ensanchar el corazón, remover la tierra para que el Padre siembre y nos multiplique en frutos de misericordia.

      Jesús presentaba a un Dios en el que no hay más ley que el amor, y un Dios con el que es imposible relacionarse de verdad… sin saberse amados y enamorarse de Él hasta el extremo. Pero, a la vez, en nuestra tarea de hombres entraría siempre aprender a ser pacientes; porque el amor se construye lentamente, como la vida.

      Y es que no somos la inversión de Dios, sino sus hijos. No hay que preocuparse por el día de mañana. El amor de cada día ya es suficiente: siempre que uno se pase la vida levantando incansablemente el corazón en el asta, siempre que uno vaya edificando sin cesar pedacitos de amor, conquistando el alma casa a casa como en una ciudad en guerra, haciéndose como un niño para colarse por la puerta estrecha.

      Porque no se trata de soñar, sino de vivir. Todos preferiríamos -¡claro!- conquistar nuestra vida de un solo golpe, un gigantesco acto de heroísmo, bajar hasta el fondo de la gruta del alma y regresar de ella con un ramo de estrellas. También los árboles querrían crecer en una sola mañana, romper la corteza de la tierra, asomarse a la vida y tener a las pocas horas la gloria de la fruta…, sin conocer heladas, sin la lenta y arriesgada maduración, sin acumular costosamente el sabor y el jugo.

      Se sueña un día; se construye en muchos años. Porque no se trata de ser un buen negocio para Dios, de pagar los gastos de mi creación a base de méritos acumulados. El Padre no nos creó porque fuéramos rentables; sino que El creó por amor, y le interesan bastante menos los dividendos del fruto conseguido que el amor que ponemos en las raíces de ese fruto.

      Todo es entonces igualmente hermoso: la obra del genio, el cansancio, el sudor, el fracaso. No se trata de que los árboles se conviertan en minas de plata, sino que den fruta. No se busca que los campos produzcan dinero, sino trigo. Se trata de vivir amante y alegremente el diminuto e infinito presente que nos ha sido dado. Sabiendo que eso ya es maravilloso. Maravilloso todo: sonreír, esperar, hablar, llorar, agotarse, sufrir, leer, rezar, pensar, trabajar; porque la meta de la felicidad está en el camino, rodando al mismo compás que el viajero.

      Y es que la vida es una aventura retadora, dramática, magnífica. 

      Retadora, porque siempre se vive cuesta arriba y salir de nosotros mismos implica dejar girones del alma en el camino. 

      Dramática, porque en cada instante nos jugamos nuestro destino. 

      Magnífica, porque todo es un don, y un don de amor. Sin que importe que las raíces sean oscuras; porque sabemos que, mientras ellas pelean bajo tierra para aprender a amar, ya puso Dios cien pájaros cantando en nuestras ramas.

      ¡Ah!, sí, la vida es una larga paciencia, y el desaliento es una gran cobardía. ¿Tan poco creemos en nuestra propia alma que nos pueda maniatar el temor? ¿Tan poco confiamos en Dios que no vemos que ya nos pertenece por completo y desde ahora? A nosotros nos corresponde buscar el Reino, es cierto, pero con la alegría de saber que la añadidura que recibiremos será un regalo infinitamente mayor que nuestros sueños más generosos.

      Pero hay que creer, hay que creer de verdad. Y hay que estar enamorados, tremendamente enamorados. Como Jesucristo, quien me eligió con su mirada de niño travieso, y con un corazón tan grande que tenía prisa en latir y sangrar; porque vive como las llamas, que nunca se preguntan si es importante o no lo que están quemando. Como el Padre nuestro.

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