Hace unos meses los cristianos de todo el mundo celebramos la Pascua, la fiesta de la Resurrección de Jesús: la luz que brilla en las tinieblas, el Dios vivo en medio de nosotros. Con ese trasfondo, el mensaje del resucitado resuena en nuestros días y en el contexto de nuestro país: «La paz les dejo, mi paz les doy; yo no se las doy como el mundo la da. No se turbe su corazón, ni tengan miedo» (Jn 14, 27). Éste es el mensaje de Dios, que decidió encarnarse para mostrar caminos de vida, reconciliar nuestras relaciones y guiarnos a la unidad; una invitación a no temer sino a involucrarnos en la búsqueda de la paz al reconocernos como hermanos. Se trata de un mensaje que nos impulsa a mantener la esperanza y a seguir adelante, a ser constructores de paz y convertirnos en «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5, 13–16).
En esa ruta de reconocer a Dios como Padre, que responde a la división y a la muerte con la encarnación y la resurrección, es importante, en primer lugar, comenzar con un pequeño análisis de la realidad de muerte —pecado— que nos rodea. En segundo lugar, contemplar la respuesta de Dios en la encarnación, la vida y la entrega de Jesús, para luego colaborar en el trabajo de construcción y vida. Finalmente, es necesario recuperar con claridad la promesa de vida y esperanza que nos muestra la resurrección.
Diagnóstico: realidad de dolor y muerte (pecado)
El mundo nos presenta un panorama desalentador en el que abundan los motivos para perder la esperanza. En nuestro país la violencia ha crecido durante los últimos años y cada vez se hace más evidente; las estadísticas de muertes, desapariciones e injusticias contra hermanos y hermanas son alarmantes. De igual modo, los conflictos internacionales revelan escenarios sombríos que parecen no tener solución cuando la lucha por el poder, los recursos y los territorios enfrentan a unos contra otros. La dificultad para reconocer la dignidad de todas las personas y de ver en el rostro del otro a un hermano con quien construir nos ha llevado al odio y al conflicto.
Esta realidad de dolor, marcada por la búsqueda de poder y la violencia, evoca los conflictos narrados en el Antiguo Testamento, cuya raíz está en la falta de reconocimiento del hermano y en la búsqueda de posesión y dominio. Podemos recordar la historia de Caín y Abel, cuando la rivalidad entre hermanos desemboca en la muerte (Cfr. Gn 4,1–16); la disputa entre Jacob y Esaú por la bendición y la herencia (Cfr. Gn 25, 29–34), o el extremo de vender al hermano como esclavo, como sucedió con José (Cfr. Gn 37,1–36). Esta dimensión de pecado, de eliminación del hermano, es clave para comprender la agresión contra los demás y la desconfianza hacia otros grupos y personas. Frente a ello, el Evangelio abre una nueva dimensión de reconciliación, de perdón y de amor.
La propuesta de paz desde el Antiguo Testamento
Los pasajes de Caín y Abel, de Jacob y Esaú, y de José y sus hermanos muestran cómo la falta de aceptación de la diferencia genera conflicto, así como el deseo de imponer uniformidad y de tener la primacía sobre otros. Sin embargo, también aparecen alternativas en dos de las narraciones y en una reacción del patriarca Abraham. En los pasajes de Jacob y Esaú y de José con sus hermanos se aprecia la posibilidad de reconciliación y perdón cuando se reconoce el daño causado, pero se valora más el amor por el hermano. El reconocimiento del otro y la aceptación de sus diferencias puede llevar a seguir amándose y caminando juntos. Es la reconciliación la que abre nuevos vínculos de hermandad.
Por su parte, en la figura de Abraham se manifiesta la posibilidad de una nueva alianza de Dios con la humanidad para transformar las relaciones de violencia en relaciones de fraternidad, sobre todo en el episodio de Abraham y Lot. En Abraham se refleja un deseo de evitar el conflicto porque valora la paz, lo cual lo lleva a ayudar a Lot en lo que puede: primero dejándole parte de las tierras para no pelear, y después al intentar salvarlo e interceder ante Dios por él. Aquí se evidencia una valoración de la hermandad que es fundamental para construir nuevas dinámicas, pues se reconoce que hay situaciones conflictivas, pero el deseo de colaborar y construir es mayor.
Así, la hermandad va más allá de las diferencias, uniendo y aceptando la diversidad de las personas. Es esta fraternidad la que permite desplegar la potencialidad del ser humano, cada uno desde sus capacidades, sin anular al otro por tales diferencias. Asimismo, se muestran distintos modos de resolver las tensiones: unas veces cediendo y otras mediante el perdón y la reconciliación. La solidaridad, por otro lado, se expresa al interesarse activamente por el hermano en dificultad e interceder por él.
La encarnación como respuesta de Dios
De igual modo, Dios no permanece callado: su respuesta es la encarnación. Frente a la violencia y la división, ante el mal en el mundo, la Palabra se hace presente y se encarna. Es la encarnación donde se revela radicalmente la respuesta de Dios a un mundo roto y separado de su proyecto de amor; allí se manifiesta de forma total y se entrega. Dios responde en la historia a través de los profetas y de múltiples acontecimientos, pero es contundente en la encarnación (Cfr. Hb 1,1–2). Por ello, san Ignacio propone en los Ejercicios Espirituales contemplar cómo Dios se involucra con su creación y cómo observa la realidad marcada por el dolor, el sufrimiento, la violencia y la división para llevar adelante la obra de la redención [EE 101–109].
La respuesta «hagamos redención» nos permite reconocer cómo Dios toma parte en la historia para dar vida y salvación. Nos habla de un Dios presente, que acompaña a su pueblo y no permanece indolente ante la violencia y la muerte, sino que actúa mostrando caminos de comunidad, paz y amor. Dios encarnado en Jesús nos revela el rostro de un Padre y nos invita a establecer relaciones de horizontalidad, reconociendo en el otro a un hermano con quien recorrer la vida. Este Dios que redime restaura los lazos de comunicación y abre caminos de comunidad, mostrándolos desde la fragilidad de un niño nacido en Belén y desde el llamado a reconocernos como hermanos, hijos del mismo Padre. Esta invitación a la fraternidad universal es esencial para vivir la paz y para ser capaces de reconocer al otro como hermano. De igual manera, Jesús enseña que la fraternidad se construye desde la fragilidad y el reconocimiento de nuestra mutua necesidad. Así, la encarnación se prolonga como un horizonte constante en su actuar y en su predicación.
La invitación a la fraternidad universal
En toda la tradición bíblica se manifiesta un Dios que congrega al pueblo, al que une e invita a relaciones fraternas. Este mensaje es incluso más claro en el Nuevo Testamento, en el que Jesús revela a Dios como Padre. Por ello, se habla de una hermandad en la que todos caben, que es uno de los contenidos centrales de la Pascua: «Anda, ve a decirles a mis hermanos: subo a mi Padre que es su Padre, a mi Dios que es su Dios» (Jn 20,17). Esta hermandad es más profunda y abarcadora: en ella todos somos hijos llamados a vivir la fraternidad, movidos por el Espíritu Santo. Jesús se convierte en el hermano mayor que nos guía a vivir la verdadera hermandad: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Aquí están mi madre y mis hermanos. Porque el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y hermana y madre» (Mt 12, 48). En este pasaje se aprecia cómo somos alentados a integrar una nueva familia escatológica que reconoce en el otro al hermano y a un solo Padre, lo que nos lleva a vivir la fraternidad y el servicio como fundamentos para la paz.
En su predicación Jesús se encuentra con la pregunta central sobre el mandamiento fundamental: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, […] amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37–39). Nos invita a comprometernos en el amor desde la radicalidad, como lo mostraba Abraham: servir, apoyar, cuidar y abogar por el otro. Este compromiso radical, mostrado en la parábola del buen samaritano, es lo que transforma las relaciones con todos, incluidos aquéllos que son distintos a nosotros.
Ser «luz del mundo» y «sal de la tierra»
El Evangelio no nos reduce a actores pasivos en este llamado a la fraternidad universal; al contrario, Jesús nos invita a involucrarnos en la construcción de paz y en el trabajo por el Reino. Parte de reconocer que la acción de Dios en el mundo también es una exhortación para vivir desde otras lógicas: la lógica del amor, del servicio y de la paz, fundamentos para la fraternidad. Ahí es donde está el impulso para ser «luz del mundo y sal de la tierra» (Cfr. Mt 5,13–16), a dejar que el Espíritu impulse acciones de verdadera hermandad. Así, escuchar la predicación de Jesús y ver sus signos nos compromete a ser agentes de vida y constructores de paz.
Hay dos invitaciones claras que se repiten a lo largo del Evangelio: el servicio y la ayuda como concreciones del amor al que invita Dios. En una discusión entre los discípulos sobre quién ocupará el lugar primordial, Jesús los reprende por no entender la lógica de la fraternidad, que conlleva reconocer a Dios como Padre. La decepción de Jesús es evidente por la falta de comprensión del mensaje, pero en lugar de detenerse en la frustración, reafirma la lógica del servicio: «Los jefes de las naciones los oprimen y los grandes abusan de su autoridad. Pero entre ustedes debe ser diferente. El que quiera ser superior debe servir a los demás» (Mt 10,42–44). Esta lógica de servicio conduce a una vida en la que el dominio y el poder son superados para construir nuevas formas de relación desde la horizontalidad, pues sólo así se construye la paz.
De igual modo, Jesús hace hincapié en tomar acciones para servir y ayudar a los demás. Es cautivante cómo en la multiplicación de los panes les pide a los discípulos que sean ellos quienes actúen para servir: «Denles ustedes de comer» (Lc 9, 13–17). Esto no supone una omnipotencia de los discípulos, sino una actitud fundamental de servicio y entrega que construye relaciones distintas. Igualmente, pueden encontrarse muchos otros pasajes en los que Dios invita a servir y ser luz en medio de lógicas de poder y dominio.
La Resurrección como llamado a mantener la esperanza
Este llamado a la fraternidad como vocación cristiana y humana no puede limitarse a una lógica voluntarista, sino que se sostiene en la esperanza: para los cristianos, la esperanza de la resurrección y la esperanza que ofrecen los signos cotidianos del Reino.
Primeramente, la resurrección implica la victoria de Jesús sobre la muerte. Esta victoria es una promesa escatológica para todos los que buscamos vivir este mensaje de vida y fraternidad. Es un recordatorio de que, en medio de las dificultades cotidianas, de las violencias y de los abusos de poder, podemos encontrar esperanza sabiendo que la muerte no tiene la última palabra. Es un mensaje de confianza en el que el Padre nos tiene en sus manos y en el que, a pesar de las muertes o violencias, Él sigue guiando a la vida y su promesa permanece vigente. Por ello, el mensaje del resucitado invita a salir de uno mismo para seguir construyendo paz y fraternidad, sabiendo que Él nos acompaña, nos conduce y que nuestra existencia está en sus manos. Este anuncio produce tanto esperanza como paz: esperanza en que Él nos guiará, y paz al saber que el camino lo recorremos con Él.
«El mensaje del resucitado invita a salir de uno mismo para seguir construyendo paz y fraternidad, sabiendo que Él nos acompaña, nos conduce y que nuestra existencia está en sus manos».
Además de la esperanza escatológica, siempre partimos de que la esperanza también se manifiesta en la vida cotidiana. Jesús nos recuerda que el Reino es como una semilla de mostaza que, siendo la más pequeña, se convierte en un arbusto grande que da sombra. Nos recuerda que el Reino se manifiesta desde lo pequeño, a veces en lo cotidiano. La paz es una misión constante, un modo de vida centrado en la promesa de Dios.
A modo de conclusión
Frente a las dinámicas de exclusión, muerte, violencia y no aceptación del otro, el Evangelio nos ofrece un horizonte de vida y esperanza. Desde el Antiguo Testamento se presentan las violencias como una negación del proyecto de Dios, junto con la propuesta de romper esas dinámicas tomando como ejemplo al patriarca Abraham y la reconciliación entre hermanos. Esto implica el compromiso radical de ir más allá de la venganza y la violencia para construir paz.
En nuestros días Dios nos habla por medio de su propia Palabra, el Hijo encarnado, quien hace una invitación a reconocer a un solo Padre y a vivir una hermandad fundada en la horizontalidad, el servicio y la entrega. Toda su vida fue una entrega constante, incluso hasta la cruz; sin embargo, la resurrección abre un horizonte de esperanza que trasciende este sacrificio. De igual modo, el Evangelio es un llamado a una entrega continua: acoger esta propuesta y vivir como hermanos, sirviéndonos unos a otros, con el horizonte de esperanza de la resurrección y en los signos del Reino que se manifiestan cotidianamente.
Para profundizar
- ¿Qué horizontes de esperanza encuentro al contemplar la Encarnación?
- ¿Qué invitaciones experimento para construir paz al escuchar el llamado a ser «sal de la Tierra» y «luz del mundo»?
- ¿Cómo podemos seguir alimentando la esperanza en lo personal y en lo comunitario?
