El Carmelo una escuela, un monte y una advocación

Hablar del Carmelo no es solamente hablar de una advocación más de la Virgen María, es hablar de una escuela de espiritualidad que ha formado a numerosas personas. En la Biblia el Monte Carmelo es mencionado más veces con respecto a ser un símbolo de belleza y de fertilidad; su mismo nombre, Karmel, significa viñedo divino, pero también jardín. Es un monte sagrado para las religiones judía, musulmana, cristiana y baha’i.

Todo comienza en el siglo XII en Palestina, cuando un puñado de cruzados decidieron dejarlo todo para, inspirados en el profeta Elías, dedicarse a una vida contemplativa. Eligen por hogar la cadena montañosa del Carmelo. Así construyen una pequeña iglesia en medio de sus habitaciones o celdas, que dedicaron a la Virgen María, desarrollando el sentido de pertenencia a la Virgen como la Señora del lugar y como Patrona; ahí tomaron el nombre de «Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo». Este grupo de ermitaños, para tener una cierta estabilidad jurídica, se dirigió al Patriarca de Jerusalén, Alberto Avogadro, quien escribió para ellos una norma de vida.

Sucesivas aprobaciones de esta norma de vida, por parte de varios papas, ayudaron al proceso de transformación del grupo hacia una orden religiosa, cosa que aconteció con la aprobación definitiva de tal texto como Regla por Inocencio IV en el año 1247. La Orden del Carmelo fue de este modo inserta en la corriente de las órdenes mendicantes.

Hacia 1235 los Carmelitas debieron abandonar el lugar de origen, a causa de las incursiones y persecuciones de los musulmanes, y tuvieron que huir hacia Europa, donde se insertaron con muchas dificultades. Con el tiempo se acercaron a los religiosos algunas mujeres, que se transformaron en 1452 en monjas que vivían en comunidades propias. Las dificultades por permanecer en la Iglesia de Occidente hacen que en esta época los carmelitas tengan que forjar una historia mítica, que justificará una antigüedad milenaria, desde los tiempos de Elías, su forma de relacionarse con la Virgen María como hermanos, y una preminencia sobre todas las órdenes religiosas. Es el tiempo en el que se ve surgir la tradición del escapulario.

Para los siglos XV a XVI la Orden estaba más que afianzada en el Viejo Mundo. Gente muy poderosa empezó a voltear hacia los claustros del Carmelo y los votos de pobreza sufrieron mitigaciones, de esta manera hubo cierto relajamiento en la vida religiosa, que empezó a ser combatida por priores generales como el beato Juan Soreth (+1471), Nicolás Audet (+1562), Juan Bautista Rubeo (+1578), y por algunas reformas (entre las cuales destacan la de Mantua en Italia y la de Albi en Francia). Sin embargo, la más conocida es ciertamente la llevada a cabo en España por santa Teresa de Jesús. El aspecto más importante de la labor de santa Teresa es no tanto el haber combatido la mitigación introducida en la vida del Carmelo, sino el haber integrado en su proyecto elementos de la espiritualidad imperante. Así, en 1592, esta reforma, llamada de los «Carmelitas Descalzos» o «Teresianos», se hizo una orden independiente. Este Carmelo descalzo no rompe del todo con la tradición carmelitana, al contrario, la aprovecha para su propia expansión y se beneficia de todos los privilegios papales e historia mítica de la Orden, así hace constar la Doctora de la Iglesia:

«Todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y contemplación, porque éste fue nuestro principio, de esta casta venimos, de aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta preciosa margarita de qué hablamos» (V M, 1–2).

María, una hermana

Desde su llegada a Europa los autores carmelitas dedicaron grandes esfuerzos en defender la vinculación de la Orden con María, viéndola como Madre, Fundadora y Hermana. Lo importante de estos esfuerzos es que esta filiación no se fundamentaba en signos exteriores o alguna fiesta particular, sino en la práctica y la imitación de virtudes, lo que ellos llamaban «conformación» con María. Sin embargo, las persecuciones durante su ingreso a Europa perfilarán un renovado marianismo en el que la Orden Carmelita honrará la protección de María sobre ellos en dos momentos: el milagro de Chester, en el cual María nombra a los carmelitas hermanos frente a todo el pueblo, y la resignificación del escapulario, en el que María promete: «Que esto sea para ti y para todos los carmelitas una prenda, que quienquiera que muera llevándolo no sufrirá el fuego eterno, esto es, quien lo lleve se salvará». Ésta es la que quedó grabada en la devoción popular y que será celebrada posteriormente cada 16 de julio.

El escapulario condensa todas esas experiencias de protección, se convierte en signo de que María muestra su compañía con los que sufren, los perseguidos, los vejados a los que quieren arrebatarles sus derechos. De esta manera el escapulario se erige como señal de protección y de predilección del Dios de María por los pequeños, los humillados y marginados. Vale la pena plantearnos si el escapulario también puede ser signo de la liberación de las llamas de las violencias, un llamado al autoconocimiento, a la contemplación del misterio, a la fascinación por la experiencia mística, ahí donde se revela lo más original de la persona y desde la cual se construye y deconstruye para el servicio a los demás.

Es necesario comprender que el escapulario es signo de salvación en cuanto nos recuerda nuestra obligación de hacer presente el Reino; en palabras de monseñor Romero: «Si la Virgen hablara a un Simón Stock contemporáneo, al darle el escapulario, le diría: ésta es la señal de protección; una señal de la doctrina de Dios, una señal de la vocación integral del hombre, para salvación del hombre entero, ya en esta vida. Todo aquel que lleva el escapulario tiene que ser un hombre que ya vive su salvación en esta tierra, tiene que sentirse satisfecho, poder desarrollar sus capacidades humanas para el bien de los demás» (homilía 16/07/77).

El escapulario también nos hace partícipes de toda una tradición, es el símbolo de una familia con una tradición enclavada en el profetismo, es decir, el anuncio del Reino y la denuncia de todo aquello que no lo haga posible. El escapulario invita a tener la mirada en las obras proféticas de María, de Elías, Teresa y toda esa «casta de doonde venimos». Portar el escapulario es olvidarnos del individualismo y empezar a pensar en la transgresora idea de comunidad, así lo entendía santa Teresa de Jesús, que escribe en 1579: «Por eso traemos todas un hábito, porque nos ayudemos unos a otros, pues lo que es de uno es de todos» (Cta. 295,4).

Así, el escapulario es un signo visible de vivir la espiritualidad del Carmelo, que no se queda en los muros de los monasterios y conventos, sino que es una espiritualidad viva y que se va renovando según los signos de los tiempos y que, a ejemplo de María, aquella que cantó el magníficat, sigue siendo motor para diversos movimientos eclesiales, laicales y de lucha social.

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