Muchas veces hemos escuchado las expresiones “el Dios vivo” o “el Dios verdadero”. Pero ¿qué significan y qué relación guardan entre ellas? Ambas expresan la experiencia propia del pueblo de Israel, la cual retomó el cristianismo y posteriormente el islam y la fe bahá’í. Con el paso del tiempo, la experiencia de esas tradiciones, especialmente de las dos primeras, se fue entremezclando con la filosofía grecolatina y posteriormente con el cientificismo moderno, ámbitos en donde la noción de verdad no se entiende de la misma manera.
Cuando escuchamos “Dios verdadero” podemos contraponerlo a otros que son falsos y leer la expresión como una lucha por demostrar cuál es el verdadero Dios, la verdadera religión, etcétera. Esta concepción responde a la comprensión moderna de verdad, en la que lo verdadero es aquello que es demostrable, que es discriminante frente a lo que lo contradice y parte de una suerte de objetividad. Esta no es, sin embargo, la experiencia ni del pueblo hebreo ni de la mística cristiana.
Suele considerarse que lo propio de esta experiencia espiritual radica en aquello que se ha denominado como “monoteísmo”, el cual a su vez se ha entendido desde la simple traducción literal de que existe un solo Dios, frente al politeísmo en tanto la creencia en muchos dioses. Tanto el monoteísmo como el politeísmo son términos ajenos a las tradiciones espirituales; se trata de conceptos inventados por investigadores modernos y no por las comunidades de fe. Entender la experiencia hebrea, cristiana e islámica como “monoteísta”, es decir, la lucha por demostrar que existe un solo Dios, pervierte, desde mi punto de vista, la dinámica espiritual que las fundamenta.
El pueblo de Israel fue discerniendo y descubriendo en su propia historia a un Dios con iniciativa propia, que estaba vivo y contaba con su voluntad. En otras palabras, descubrieron que a la Divinidad no se le podía comprar a través de rituales o sacrificios, que los ídolos no eran más que proyecciones del ego humano manifestando sus deseos desordenados en el mundo, queriendo acomodarlo todo a su conveniencia. La constante tensión que encontramos entre los profetas e Israel es que este último pierde de vista al Dios vivo, al que es verdadero desde su propio lado y busca entrar en relación ofreciendo una Alianza, mientras que los primeros tratan de impedir que se olvide esta invitación y deseo divinos.
En la mística cristiana, por otro lado, encontramos la constante preocupación de las y los místicos por discernir sus experiencias. Son muy conscientes de los engaños y autoengaños en que pueden caer. Teresa de Jesús, por ejemplo, manifiesta sus dudas respecto a ciertas experiencias que tenía; se preguntaba seriamente si esa experiencia venía de Dios o si se la había provocado ella. Teresa —así como Ignacio y otros grandes mistagogos— ofrecen algunos criterios para reconocer si auténticamente se trata de la acción de Dios en nuestras vidas. Algunos de estos criterios son: si como fruto acontece un aumento en las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad); si existe una paz profunda con independencia de los distintos devenires; si la experiencia continúa siendo significativa en el tiempo, etcétera. En el fondo, lo que estos criterios buscan discernir es la acción del Dios verdadero en la vida, en otras palabras, preguntarse si verdaderamente fue Dios quien actuó en nosotros.
Con lo dicho hasta ahora podemos reinterpretar la expresión “Dios verdadero” no como un Dios que es verdadero frente a otros que son falsos, sino el señalamiento de aquello que es verdaderamente Dios frente a aquello que no lo es. Los criterios antes mencionados refieren a que el Dios verdadero es el Dios vivo, es decir, Dios es verdaderamente Dios por estar vivo, por actuar realmente en la vida de las personas y los pueblos. La verdad de Dios es su alteridad, su condición de vivo, ante lo cual nos toca “dejarlo ser”, como han señalado místicos y filósofos. Esto abre la posibilidad de la experiencia de Dios o del Misterio en cualquier tradición y dimensión de la vida, y no encapsular lo “verdadero” de Dios en si encaja o no con dogmas o instituciones.
La oración contemplativa o de silencio es quizás el modo más directo de cultivar la actitud necesaria para relacionarnos con el Dios verdadero, con el Dios vivo. Al acallarnos en el hondón del alma nos abrimos a la posibilidad de permitir que sea Dios el que actúa en nuestras vidas, más allá de todas nuestras proyecciones y deseos. Paulatinamente iremos reconociendo su acción en el mundo y en los acontecimientos, siempre con discernimiento.
Una actitud de apertura radical al Dios vivo implica asumir un nuevo criterio de verdad que no opera dentro del mismo campo que la mera verdad lógica o matemática. Por el contrario, se trata de verdad en tanto que manifestación de lo que se da, de lo que se entrega como don, el cual recibimos. Podemos nombrar como fe a la actitud necesaria para recibir esta verdad; lo verdadero en tanto alteridad que se manifiesta desde su propio lado más allá de mis proyecciones egoicas. Fe no en tanto que creencia, sino en tanto apertura radical a la manifestación de lo totalmente otro, indominable e inapropiable: el Dios vivo, el Dios verdadero.
Mucho se ha criticado al monoteísmo. Y con razón, puesto que si éste se interpreta en tanto el esfuerzo por imponer la existencia de un único Dios verdadero en términos de una única verdad exclusivista (muchas veces identificada con una cultura particular que se impone), estaríamos tratando con el origen y fundamento de los imperios y las tiranías. Sin embargo, me parece que ésta no es la experiencia que dinamiza la mística detrás de estas tradiciones. El monoteísmo no ha de entenderse como “un único Dios”, sino como la apertura a experimentar y dejarse seducir por el Dios vivo, el cual es el Dios verdadero. Repito, es verdadero porque está vivo, porque viva y realmente se manifiesta en mi vida con alteridad, y no porque empate con una verdad preconcebida. Releer el monoteísmo en estos términos, quizás incluso buscando alguna otra palabra para expresarlo, abre la posibilidad no únicamente de releer la historia de estas tradiciones, sino también de plantear su pertinencia actual en términos de autocrítica y de aporte en el diálogo plural por la construcción de otros mundos posibles.