Por Àngel Acedo Garcia-Cristianismo y Justicia
Como ya es habitual desde hace unos años, la Real Academia Española ha cerrado el 2023 escogiendo la que consideran que ha sido la palabra de este año que hemos dejado atrás. El concepto en cuestión ha sido “polarización”. A pesar de que tal vez habríamos escogido otro elemento del diccionario como resumen de un año lleno de experiencias personales, podemos estar de acuerdo que la polarización ha recorrido como un fantasma los diferentes meses del año pasado. La política, las tendencias sociológicas, la actividad económica… No hay sección de nuestra vida social que no se haya librado de esta tendencia a huir del punto medio, lugar del encuentro distendido, para mover la balanza hacia niveles opuestos. La Iglesia, como realidad que tiene su peregrinaje en y con la sociedad, no ha pasado de largo en la experiencia del concepto del 2023.
En el día a día de la Iglesia no dejamos de ver que se traiciona aquello que nos pidió Jesús antes de su entrega, que nos amásemos los unos a los otros como él nos había amado (Jn 13, 34). Los cambios no siempre son bien acogidos, y el espíritu reaccionario invade cada poro de la vida pastoral, como también lo hace en la sociedad. Santiago Madrigal SJ, recientemente fallecido, afirmaba que el centro de la teología pastoral del Papa Francisco es su propuesta del camino sinodal, y con ello, la conversión necesaria de la estructura de funcionamiento de la vida eclesial. Madrigal sintetizaba esa conversión a través del desmontar una estructura piramidal que en esencia olvida la base, para con ello obtener un sistema circular: pueblo de Dios, obispos, papa. ¿La esencia de este sistema circular? La comunión. No hay concepto más antagónico para la comunión que la polarización.
Recientemente, hemos experimentado de manera latente las luces y sombras de la reflexión conjunta de las necesidades pastorales. La celebración del sínodo sobre la sinodalidad, la publicación de la declaración Fiducia Supplicans, la reflexión sobre el papel de la mujer en la Iglesia… Todo ello, lejos de vivirse como una reflexión entre hermanos, se convierte en un campo de batalla donde lo menos importante es la comunión, obteniendo así una consecuente polarización. Como telón de fondo vuelve a aparecer el fantasma de lo hereje, aquello que debe ser quemado en la plaza pública por el mero hecho de ser disidente en la argumentación polarizada. Más significativa y preocupante es la situación cuando el destinatario de dicha tensión es el sucesor de Pedro.
En toda convivencia humana se despiertan tensiones o pasiones, y como no puede ser de otro modo, la Iglesia no se libra de ello. En anteriores episodios de la historia, tal vez no tan anteriores, el argumento que apunta a la falta de ilustración del pueblo sirve como justificación para entender ciertas violencias. Un pueblo no ilustrado es manejado a su antojo por los poderosos, y estos, se polarizan según sus intereses. La pervivencia de estos pocos poderosos se garantiza gracias al desconocimiento de muchos desconocedores de la verdad. Pero, ¿cuál es la raíz del problema en un contexto social ilustrado como el nuestro? Me atrevo a decir que es exactamente el mismo, el desconocimiento garantizado. El Concilio Vaticano II llamó a los laicos a tomar parte activa en la vida de la Iglesia, y en parte se ha llevado a cabo. Digo en parte, porque tan solo se ha utilizado al laico para ocupar lugares de escaparate, creando así un falso poder y estatus para entretener al pueblo. La “titulitis” como pan y circo para quien cae en la trampa. Todo ello, desde la más absoluta convicción de que jamás accederían al conocimiento verdadero, ya que este está a buen recaudo lejos del acceso libre.
Algo muy significativo que debería servir para analizar la dimensión del papel de los laicos en la Iglesia son las facultades de Teología. Si observamos la realidad general en España, y otros muchos países, descubrimos centros teológicos vacíos, o bien porque no hay seminaristas que los ocupen, o porque los laicos no han sido llamados. En algunos casos, los horarios y modalidades de estudios imposibilitan dicha formación, en otros encontramos facultades de teología vinculadas exclusivamente al seminario diocesano, y en general, una falta de difusión de la existencia de dicha formación. Todo ello ocasiona dos primeras consecuencias nefastas. La primera, la nula formación del pueblo de Dios y la imposibilidad de dar razón de su fe. La segunda, un clero mal formado y una teología limitada, la cual tan solo sabe mira hacia sí, lejos de entrar en debate con la sociedad. Encontramos ejemplos de esto en la baja calidad de las catequesis parroquiales, las extensas y superficiales homilías de los sacerdotes, o la baja estima por la cultura cristiana en todas sus manifestaciones artísticas. Sobra decir que, si los laicos no son nunca alumnos, tampoco llegan a convertirse nunca en miembros activos de la reflexión teológica. ¿Cómo vamos a vivir una realidad sinodal, con su consecuente conversión jerárquica, si no se hace partícipe a los laicos de la riqueza del conocimiento teológico? ¿Quién va a poder aplicar una necesaria renovación si nos encontramos con la misma autorreferencialidad de siempre? En palabras de Jesús: “Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque los odres revientan, el vino se derrama y los odres se pierden. ¡No, el vino nuevo se pone en odres nuevos, y así ambos se conservan!” (Mt 9, 17).
Sería un error flagrante afirmar que no existen laicos teólogos, y que estos no existiendo, tampoco tienen participación en la defensa de la razonabilidad de nuestra fe. Ciertamente, se podrían citar diversos nombres, pero en ellos encontraríamos dos cosas significativas: homogeneidad masculina generalizada, y una tendencia a privilegiar estos nombres como una especie de coto controlado. En otras palabras, una realidad existente, pero actualmente sin frescor ni vida.
En esta misma línea, encontramos algo insospechable e incontrolable, y no es otra cosa que la aparición de pseudoexpertos en misticismo y cristianismo. Sin ninguna formación, establecen unas líneas en apariencia intelectuales, pero que carecen de los fundamentos científicos de la reflexión teológica. Son muchos los que a través de editoriales o medios de comunicación intentan asimilarse a lo teológico, sin tener nada que ver con esto. Algo apreciable es el interés que la sociedad muestra en todo ello, pues cada vez afloran más opciones formativas que reflexionan sobre el valor cultural del hecho religioso. Aquellos que tienen el poder de decidir, lejos de aprovechar la oportunidad, redoblan su opción reaccionaria y se cierran en sí mismo. Nadie realizaría estudios de veterinaria si lo que realmente busca es el conocimiento de la medicina de familia, pero tal vez, ante la ausencia total de algo, buscamos lo que más se le parece. La culpabilidad no recae sobre quien busca, sino en quien no ejerce su obligación de transmitir la verdad. En este caso, estamos muy lejos de aquel Jesús que enseñaba con autoridad (Lc 1, 22).
Juan Pablo II inició su penúltima encíclica, Fides et Ratio, afirmando que la fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. No hay mayor síntesis de la convivencia entre fe y razón que la teología. Estamos lejos de encontrar el estudio teológico en las facultades civiles, abierto a todos los públicos sin distinciones, como si ocurre en el ámbito protestante, pero nos hallamos en el momento oportuno para exigir acceso de los estudios teológicos. Es nuestro derecho y nuestro deber, exigir la democratización de aquel conocimiento que nos llevará a la contemplación de la verdad.
Foto de portada: Diego_cervo-Depositphotos
Un comentario
Muy necesario lograr una revitalización teológica democrática y que impacte en las artes y en lo que hacemos en los medios