Del testimonio al anhelo 

¿Cambiarías la eternidad por un café? ¿Por sentir la textura de los árboles, el olor de la comida de tu abuela, por acariciar a tu perro después de una extenuante jornada de trabajo? ¿Por ese rojo imposible que algunos amaneceres contienen? ¿Por la posibilidad de amar?

Las alas del deseo, dirigida por Wim Wenders en 1987 y coescrita con Peter Handke, responde con un sí rotundo. Ambientada en una Berlín fragmentada y dividida por el muro, nos muestra los últimos estertores de la Guerra Fría. Testigos de esta decadencia son Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), dos ángeles que pueden escuchar los pensamientos de las personas, los cuales están henchidos de preocupaciones, angustia, nostalgia y arrepentimientos. Y es que la soledad nos invade aun estando en compañía: padres y madres que no entienden a sus hijos, un tranvía atestado de personas, pero con desasosiegos particulares, así como Marion (Solveig Dommartin), una trapecista extranjera que habla alemán con sus compañeros de circo, pero en la intimidad de su pensamiento se habla a sí misma en francés cuando se entera de que les han cerrado.

Los ángeles no pueden tomar parte en los problemas humanos; a lo mucho, consuelan a manera de un aire cálido e inusitado, de un brío de esperanza que nos llegó sin saber cómo ni cuándo. Sin embargo, esto no es garantía: mientras Damiel acompaña a un moribundo que recuerda la riqueza de su vida en sus últimos momentos, Cassiel intenta consolar —sin éxito— a un joven que decide saltar desde un edificio para poner fin a su vida. Este tipo de testimonio es, en el fondo, una condena: atestiguar lo más íntimo de la vida humana sin poder intervenir en ella, y este testimonio —que parece más un catálogo— se escribe a blanco y negro, recurso utilizado por la película para resaltar el punto de vista de los ángeles: un mundo sin colores, insípido, frío, lleno de historias inconexas dentro de una mirada omnisciente. Una totalidad fragmentada. Otro recurso que resalta este punto de vista son las tomas en picada: la mirada desde los cielos hacia abajo, dando a entender que los seres celestiales pueden verlo y escucharlo todo. El problema es que este recurso empequeñece lo que es atisbado.

Fotograma: Las alas del deseo. Dir. Wim Wenders (1987)

¿Cómo asombrarse y desear si no podemos sentir?

De aquí que Damiel decida transformar el testimonio en anhelo. En sus orígenes, del latín anhēlāre, esta bella palabra significaba respirar entrecortadamente, con dificultad, jadear. A la postre, este arrebato corporal derivaría en el sentido que le solemos dar: el anhelo es un deseo, pero no cualquier deseo, sino uno vehemente, que nos asalta en la respiración, en lo más propio de nuestra vida. La imagen me parece precisa: Damiel, harto de su naturaleza espiritual y eterna, se enamora perdidamente de Marion y decide dar el salto hacia la existencia, hacia el peso y la gravedad. Mirar desde arriba no es mirar. Hay que mirar a los ojos, le dice a Cassiel antes de dar el salto a lo terrenal.

A partir de aquí la película adquiere colores y, por tanto, sentido: Damiel siente el dolor de su caída, puede ver el rojo de su sangre, tiembla con el frío del invierno —y no el frío inerte de la eternidad— que le cimbra los huesos, prueba por primera vez el café. Esta elección de Damiel evoca al salto de Kierkegaard: paradójicamente, no hacia la trascendencia de Dios, sino hacia la encarnación de lo efímero, del ahora, de la finitud: de la precariedad que implica el solo hecho de estar vivo. Desear es, pues, tener un cuerpo. ¿Qué sentido, qué deseo y anhelo habría sin cuerpo?

Sólo con este salto Damiel adquiere existencia. Otra palabra pertinente para nuestra ocasión. Del prefijo ex–, que significa hacia fuera, y sistere, que significa tomar posición —que a su vez viene de stāre, estar de pie, estar presente—; así, ex–sistir significaría tomar posición hacia fuera, salir de sí mismo, emerger desde dentro hacia afuera: estar expuesto. Y es que la posibilidad de amar implica, ante todo, estar expuestos radicalmente.

El tipo de anhelo que importa aquí, aquel deseo que entrecorta la respiración, es inseparable de la existencia, en el sentido en el que he hablado. Anhelar es abrirse a lo otro, a las cosas del mundo, a los otros con la incertidumbre que ello conlleva, a lo que no soy yo y, sin embargo, me conforma. Desear implica, pues, incertidumbre, penurias y carencias, y, aun así, Damiel salta. Exponerse ante Marion, romper con lo eterno para encontrarla en el tiempo presente. Podríamos decir que estamos ante una película de fronteras: Berlín dividida por el muro, los pensamientos que cercan y aíslan a las personas, la barrera entre la eternidad y la fugacidad.

La primera vez que vemos a Marion está vestida de ángel. Invadida por pensamientos de extrañeza, se pregunta a sí misma quién es: ¿Quién eres? Ya no lo sé […] Berlín… aquí soy una forastera y, sin embargo, todo es tan familiar. No hay forma de perderse. Siempre se acaba dando con el muro. Espero delante de una máquina de fotos, y sale la foto de otra cara. Estas líneas tan magistrales dan una clave importante: dentro de los límites del «muro» no sabemos quiénes somos; para ello, debemos traspasar la frontera que nos separa. Paradójicamente, no se entabla una relación de amor con el otro sabiendo todos sus pensamientos —como hacen los ángeles—, sino saltando hacia lo incierto de lo que hay más allá de nuestros límites. Cuando Marion se encuentra por fin con Damiel le dice lo siguiente: No sé si existe el destino, pero las decisiones sí existen. Decídete. Ahora nosotros somos el tiempo. […] Ahora los dos somos más que únicamente nosotros. Encarnamos algo.

El deseo de amar es el deseo por lo incierto. Por ello amar es siempre una decisión, y si las decisiones se tomaran con certezas no habría necesidad alguna en decidir. La eternidad está en la carne, en aquello que, como reza el último pasaje, nos hace más que nosotros mismos, nos trasciende y vence a la muerte, no porque nos haga inmortales, sino porque nos sigue acompañando incluso cuando ésta llegue.

La última imagen de la película muestra lo anterior: Damiel sostiene una soga desde abajo, en la que Marion que hace acrobacias en las alturas. Ahora él es quien mira hacia arriba, y se conecta con la persona amada a través de esa cuerda. El amor es ese tejer, ese puente de sentido entre fronteras, que nos excede y, al mismo tiempo, nos da un hogar; así lo dice, finalmente, Damiel: Esta noche he aprendido lo que significa el asombro. Ella vino a llevarme a casa. Y allí encontré mi casa. Ocurrió una vez, y así seguirá ocurriendo. La imagen que hemos creado me acompañará en la muerte. Yo habré vivido en su interior. Sólo el asombro causado por nosotros dos, […] ha hecho de mí un ser humano.

Un comentario

  1. Gracias por tu reflexión querido Carlos. Creo que ese impulso por amar, por experimentar, en fin, por vivir desde «acá abajo», es lo que nos impele a encarnar. La experiencia es maravillosa, pero también creo que se nos olvida nuestro origen, que no creo sea éste. Es al revés que los ángeles en la película, quienes, desde otro plano, buscan experimentar en éste. Así, vida tras vida seguimos eligiendo experimentar aquí, pues nuestros apegos están aquí, aquí nuestros deseos, nuestros quereres, pues.

    Pero siento que toca en algún momento, en alguna vida, decidir conscientemente regresar a esa eternidad, fundirse nuevamente en esa totalidad, sin cuerpo…, o más bien, con otro cuerpo, no físico claro. Esa vida para mí es ésta, y paradójicamente la comparto contigo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Artículos relacionados