«Go away from my window
Leave at your own chosen speed
I’m not the one you want, babe
I’m not the one you need»
It Ain’t Me, Babe (1964), Bob Dylan
La relación de Hollywood con la Iglesia Católica es particular. Sus películas de terror están generalmente plagadas de imaginería católica. El agua bendita, las cruces, las hostias consagradas, los rituales de exorcismo son las herramientas más eficaces en el cine para combatir vampiros, demonios y demás fuerzas monstruosas; las iglesias y los sacerdotes, refugios físicos y especialistas eruditos frente a horrores arcaicos, respectivamente. Podríamos afirmar que una mirada tradicional –y absolutamente cliché– en torno a la Iglesia es convertirla en la depositaria instrumental –en el peor de los sentidos posibles– de armas sobrenaturales contra el mal.
En los últimos años, no obstante, parece haber surgido un interés cinematográfico renovado en la institución eclesiástica aunque desde una óptica, podríamos decir, más “realista”. Películas y series como Habemus Papam (2011), The Young Pope (2016) y The New Pope (2020), Los dos Papas (2019) o la recientemente estrenada Cónclave (2024) ponen el foco sobre el Papado como institución y, en particular, sobre el proceso de elección –como podría suponerse del título de la última película– del sumo pontífice. Miradas con un aire de exotismo –después de todo, para el ojo contemporáneo son tradiciones “medievales”, ¿no?– las ceremonias de la elección papal son diseccionadas por las cámaras: las procesiones de cardenales, los llamativos guardias suizos, el incienso, los elaborados trajes eclesiásticos o complejas letanías y liturgias en latín son una parte importante de estas películas. La otredad histórica, cultural y hasta religiosa que representan estos ritos es compensada desde una perspectiva estetizante: los rojos, blancos y púrpuras, las mitras, birretes, capas magnas, sobrepellices y roquetes pueden ser extraños, pero la grande bellezza –tomando el título de una de las películas de Paolo Sorrentino, director de las series The Young Pope y The New Pope– desplegada por el catolicismo en uno de sus momentos cúlmine alimenta largas escenas de estas obras.
Sin embargo, el centro de estas películas y series no son las ceremonias en sí, sino el resultado de las mismas. El Papa ha muerto, ¿quién lo reemplazará ahora? y ¿qué se puede esperar del nuevo Vicario de Cristo? son algunas de las preguntas que implícitamente –y no tanto– se formulan allí. Tanto en los escenarios ficticios, como en aquellos que pretenden representar más fielmente a la realidad eclesiástica del momento se puede observar una preocupación sincera en torno a la relación de la Iglesia en el mundo moderno. El angustiado y fugaz Papa de Habemus Papam, los contrastantes Pío XIII y Juan Pablo III de las series de Sorrentino, las charlas entre Bergoglio y Benedicto XVI de Los dos Papas y el sorprendente personaje –al cual mantendremos innominado y de quien nada diremos para evitar spoilers– surgido del cónclave de la película homónima parecen ser simultáneamente posibilidades o advertencias cinematográficas sobre el futuro político, institucional, cultural y, por supuesto, espiritual, de la institución eclesiástica y del catolicismo.
De acuerdo con estas representaciones cinematográficas, la lucha contra el “mundo moderno” no parece ser una salida viable para la Iglesia. El implacable Pío XIII, caracterizado por Jude Law en The Young Pope, y su cruzada contra cualquier tipo de conciliarismo, ecumenismo, laxismo moral o compromiso con la política liberal o medios de comunicación son una caricatura de esta inmisericorde resistencia de algunos grupos eclesiásticos frente a los desafíos contemporáneos –y no tanto– que viene afrontando la Iglesia desde hace décadas. Sin ahondar en la complejidad interna que este personaje demuestra en la serie, lo cierto es que su visión del papado termina fracasando. Por otra parte, el contemporizador y moderado Juan Pablo III de la segunda temporada no parece tener mejor éxito en llevar adelante el ministerio petrino, tanto por sus conflictos personales como por las tensiones políticas que se desenvuelven en esta temporada. La negociación –medida o meditada– o adaptación al “mundo moderno” tampoco parece ser una respuesta para el futuro de la Iglesia.
Algo similar puede verse en Cónclave. Sin comentar demasiado sobre el desarrollo de la trama para evitar frustrar a futuros posibles espectadores, lo cierto es que la película está centrada en torno a las intrigas políticas para la elección de un futuro Papa. Luchas y debates entre cardenales progresistas, moderados, ultra conservadores y hasta protectores de sacerdotes pedófilos son el eje de la película. Alcanzar el Papado pareciera ser, después de todo, el fruto de solo una serie de intrigas casi al nivel de la época de los Borgia. Esta no es, sin embargo, una película cínica, sino todo lo contrario. Lo que Cónclave parece querer mostrar –más allá de la política interna vaticana o del colegio cardenalicio que tanto morbo e interés genera al ojo moderno– es que aunque estas negociaciones o esta conciliación con las demandas de la sociedad actual son necesarias para el futuro de la Iglesia no son de ninguna manera suficientes. El giro sorpresivo del final –que se mantendrá en secreto, no se preocupen– muestra una demanda de algo distinto: no la simple –o no tan simple, quizás– aceptación de ciertas posturas morales en torno al aborto, al matrimonio igualitario, a la relación con la comunidad LGBT, al celibato sacerdotal o al sacerdocio femenino, por mencionar solo algunos temas, sino algo (no tan) completamente distinto. Lo que se le demanda a la Iglesia aquí a través de la cámara es una apertura no meramente desde un cálculo o una reacción –por más necesaria que esta sea–, sino desde una ternura total y sin límites a toda la naturaleza humana, a todos los problemas, los sufrimientos, conflictos y luchas (pasadas, presentes y futuras) de los hombres y mujeres de buena voluntad.
El papado de Francisco pareciera responder a este reclamo secular. Desde esta perspectiva podría entenderse, al menos parcialmente, la explosión de películas y documentales sobre su figura que invadieron la pantalla en la última década. Aunque ciertamente no es el único papa que ha llamado la atención de Hollywood, desde el 2013 hasta el 2023 podemos nombrar –sin ánimos de ser exhaustivos ya que seguramente nos estaremos olvidando de alguna producción–, por ejemplo, a Francisco, el papa de todos (2013), Francisco, el padre Jorge (2015), Llámame Francisco (2015), Francisco, el jesuita (2015), la ya mencionada Los dos Papas (2019), Historias de una generación con el papa Francisco (2021) o Amén, Francisco Responde (2023). Los títulos y los contenidos de estas obras buscan resaltar el carácter directo –casi campechano–, abierto, accesible o humilde del “nuevo” pontífice y señalar los desafíos, conflictos y oportunidades que él tiene ad intra y ad extra de la Iglesia. Hasta podríamos afirmar que Francisco es presentado no solo como una figura providencial –tanto para creyentes como no creyentes–, sino hasta casi mesiánica frente al vacío político e ideológico del mundo contemporáneo. Aunque definitivamente no es la manera que Francisco se presenta a sí mismo ni mucho menos, lo cierto es que él es muchas veces colocado en este curioso pedestal o en este rol que busca llenar estos insistentes y comprensibles reclamos del resto del mundo.
¿Qué capacidad tiene Francisco de responder estas plegarias?, ¿qué satisfechos podrá dejar con sus necesarias reformas, sermones, encíclicas o gestos a aquellos que esperan con ansias algo nuevo –sea lo que fuere esto nuevo– de la Iglesia?, ¿es esta la figura que prefiguran estas expresiones cinematográficas?, ¿es, finalmente, él aquel a quien todos necesitan? Aunque presentadas en la película de manera trágica, las últimas palabras de renuncia del conflictuado pontífice de Habemus Papam pueden ofrecernos alguna pista para estas preguntas:
“En estos momentos la Iglesia tiene la necesidad de una guía que tenga la fuerza de llevar adelante grandes cambios, que busque el encuentro con todos, que tenga por todos amor y capacidad de comprensión. Pido perdón al Señor por aquello que estoy por hacer y no sé si Él podrá perdonarme. Yo, sin embargo, debo hablarle a Él y a ustedes con sinceridad. En estos días he pensado mucho en ustedes y, desafortunadamente, he comprendido que no soy capaz de sostener el rol que me ha sido confiado. Siento que estoy entre los que no pueden conducir, pero debo ser guiado. En este momento puedo decir solamente “Recen por mí”. La guía por la cual tienen necesidad no soy yo. No puedo ser yo.”
Esta película de Nanni Moretti del 2011 fue en muchos aspectos una premonición sobre el futuro inmediato del Papado. Un Papa que luego de su elección huye del Vaticano, viaja en transporte público y recorre la ciudad de Roma de incógnito siendo uno más entre el pueblo. El resultado de esta escapada, sin embargo, fue el encuentro con su deseo, la revelación del motivo de su angustia y, finalmente, el cimentar su decisión de no liderar a la Iglesia a pesar de su elección. Más allá de las enormes diferencias, en su renuncia podemos ver acaso un adelanto de aquella de Benedicto XVI, que sin fuerzas para continuar, dio un paso al costado; en su “Recen por mí” quizás un eco adelantado de los repetidos pedidos de Francisco.
Si volvemos a las últimas palabras del Papa de Moretti preguntarnos qué esperan (mos) del Papa Francisco sería a esta altura insuficiente. Sí: reformas, cambios, enmiendas, mejoras, transformaciones, adaptaciones son necesarias y celebradas. Ahora bien, ¿puede el Papa “del Fin del Mundo” –o algún otro futuro– satisfacer esa ansia de ternura de la que hablamos? ¿Puede ser él? ¿Es verdaderamente él de quien tenemos necesidad? Quizás el cine esté profetizando a alguien mas…
(*) Doctor en Historia (UBA). Becario post-doctoral del CONICET.