Hoy, en la solemnidad de la Navidad, la Iglesia proclama con júbilo: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». Esta afirmación, tomada del evangelio de Juan, ilumina el misterio central de nuestra fe: un Dios que no se queda distante, sino que decide hacerse cercano, compartiendo nuestra humanidad.
La primera lectura de Isaías (52, 7–10) nos invita a contemplar la belleza del mensajero que trae la paz, «Hermosos son los pies del mensajero de la paz», que pisa la misma tierra que nosotros. En esta lectura se comprende mejor que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pues el Señor ha consolado a su pueblo por medio de su bendita presencia entre nosotros. Él es en persona, bendición para todo el género humano.
El Salmo 97 nos invita a entonar un canto nuevo. La venida de Cristo al mundo no se explica por méritos humanos, sino por la lógica del amor divino. La magnitud del acontecimiento de la natividad del Señor traspasa la lógica de la retribución, Dios nos ha dado a su hijo por amor, que ya estaba premeditado desde la creación del mundo, incluso antes del pecado de la humanidad.
El evangelio de Juan (1, 1–18) nos comunica a un Cristo cósmico, es el Hijo que ya estaba junto al Padre desde la eternidad y que, por amor, nos lo brinda para que todo aquél que quiera recibirlo y creer en Él, tenga vida en abundancia. Desde el cosmos, el Hijo se encarna para entrar en la historia humana y cambiarla con su presencia. Dios acompaña de cerca a la humanidad con su Hijo Jesucristo.
No estamos solos en nuestros caminos, pues el Verbo hecho carne habita con nosotros, trayendo luz, paz y esperanza a nuestro mundo.
En esta Navidad contemplemos el misterio de un Dios que nos ama tan profundamente que decide hacerse pequeño y vulnerable por nosotros. Acojamos su presencia en nuestras vidas y respondamos con gratitud, proclamando su amor con nuestras palabras y acciones.
¡Feliz Navidad!
