50 años del golpe. El 11 de septiembre, 50 años después

Por JOSÉ ANTONIO VIERA-GALLO-Revista Mensaje

De ese período advertimos la necesidad de perseverar siempre en los métodos democráticos y en recuperar la dignidad de la política, para que esta sea en favor del bien común, inspirada en valores que le den trascendencia y con suficiente espesor intelectual para responder a los complejos desafíos de la era actual.

Se ha escrito que en Chile se conmemoran más las derrotas que las victorias, como si los sufrimientos colectivos hubiesen templado más el espíritu nacional que los festejos triunfales. No es de extrañar entonces que una vez más la mirada se vuelva hacia el 11 de septiembre de 1973 cuando han transcurrido 50 largos años cargados de novedades. Los que vivimos ese día somos un porcentaje cada vez más reducido de la población. La magnitud de la tragedia ha hecho que ese acontecimiento y sus secuelas hayan trascendido las circunstancias para entrar en la dimensión de los arquetipos, es decir, de construcciones narrativas con un significado trascendente, lo que dificulta el análisis histórico y la reflexión política.

Se ha llegado a afirmar incluso que la UP es un proyecto inconcluso, se subentiende que todavía vigente, como si estos 50 años hubiéramos vivido un prolongado intervalo a la espera de que otros protagonistas vuelvan a enarbolar esas banderas. Algunos parecen desconfiar de un análisis sobre los acontecimientos que culminaron en el golpe de Estado y la consecuente violación de los derechos humanos. El presidente Gabriel Boric, en cambio, ha incitado a superar las simplificaciones ideológicas. El reciente libro de Patricio Aylwin sobre el papel de la DC durante la UP es un aporte a ese debate, que se viene a sumar a una larga lista de estudios, análisis y testimonios sobre ese período.

En otras efemérides del 11 de septiembre se ha suscitado un interesante debate entre la necesidad de la memoria encargada de registrar los hechos, principalmente las trasgresiones a los derechos de las personas, y la historia que busca desentrañar la lógica de los acontecimientos. Esa misma discusión ha resurgido esta vez con mayor fuerza.

Sigue rondando la acuciante pregunta: ¿era posible evitar el golpe de Estado que amenazaba a la democracia desde mediados del gobierno de Frei Montalva? En sus reflexiones, Aylwin comienza por preguntarse: ¿qué pudimos haber hecho mejor para evitar lo sucedido? Ese espíritu autocrítico debiera ser compartido por todos.

En sus reflexiones, Aylwin comienza por preguntarse: ¿qué pudimos haber hecho mejor para evitar lo sucedido? Ese espíritu autocrítico debiera ser compartido por todos.

Otros tiempos

Resulta difícil comprender el espíritu de una época cuando su ciclo ha concluido. Los años sesenta y setenta estuvieron signados por la utopía, tal como los tiempos actuales parecieran estarlo por el pragmatismo. Resonaba el lema de los estudiantes de París: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». Se partía de la premisa de que el capitalismo estaba agotado. Se intentaba, entonces, una transición inédita al socialismo dentro de los marcos democráticos. Los programas de Allende y Tomic apuntaban en esa dirección. Para la izquierda, como afirmaría Sartre, el horizonte cultural de la época eran el marxismo y sus variadas y aun contrapuestas interpretaciones.

No era fácil entender que el camino del progreso democrático no está pavimentado de rosas, que siempre conoce avances y retrocesos, que para alcanzar éxito debe haber una correspondencia entre la amplitud y coherencia de las fuerzas sociales, políticas y culturales que impulsan la transformación y los propósitos programáticos de los gobiernos que las encabezan; que para realizar cambios profundos no basta la mayoría electoral y parlamentaria; que un punto decisivo, en cada momento, es la conformación de alianzas amplias tras objetivos comunes: a veces para defender lo alcanzado, en otras ocasiones para avanzar o bien para ordenar un repliegue que permita futuros logros.

Es lo que nos dice en forma elocuente el gran historiador Eric Hosbawm cuando afirma: «El siglo XX corto acabó con problemas para los cuales nadie tenía, ni pretendía tener, una solución. Cuando los ciudadanos de fin de siglo emprendieron su camino hacia el tercer milenio a través de la niebla que les rodeaba, lo único que sabían con certeza era que una era de la historia llegaba a su fin. No sabían mucho más».

Resulta una empresa ímproba mirar los años sesenta y setenta con los ojos de hoy. No se puede juzgar los acontecimientos y los actores de entonces con los criterios actuales.

Un cambio profundo

El breve periodo en que le tocó gobernar a Salvador Allende corresponde a esa era que se encaminaba a su término. Nosotros, entonces, intentábamos encontrar un sentido a los turbulentos acontecimientos, conducirlos, sin percibir la transformación que estábamos viviendo y que a poco andar tomaría a nivel mundial un rumbo opuesto a nuestros ideales. A poco andar se haría realidad una globalización sin precedentes, terminaría el socialismo real en Occidente mientras en Oriente daría un vuelco en 180 grados hacia lo que denominan socialismo de mercado con un régimen político que se aparta de la democracia tal cual la concebimos y la conocemos.

El bombardeo de la Moneda simbolizó ese giro brusco y sin contemplaciones.

Sin embargo, a pesar de la distancia que nos separa de esos años, es útil reflexionar sobre ellos. No es totalmente verdadero, como decía Hegel, que la historia nunca ha enseñado nada a nadie. Cuando hablamos del pasado, aunque sea inconscientemente, como afirmaba Benedetto Croce, lo hacemos para sacar alguna lección sobre el presente y el futuro. No existe un pasado simplemente pasado. Sus vibraciones llegan hasta nosotros y están registradas en el disco duro de nuestro espíritu.

El cambio y la salida

El presidente Allende fue un socialista comprometido con la democracia y con las transformaciones sociales que buscaban mayor justicia y libertad para todos en un contexto marcado por la revolución cubana, la gesta del Che Guevara, la resistencia a los regímenes militares en la región, el proceso de descolonización, la guerra de Vietnam y el auge del movimiento de los No Alineados. El idealismo heroico impactaba más que la lucha de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos por construir junto con otras fuerzas un Estado de bienestar. Sin embargo, Allende se mantuvo fiel a los principios democráticos en un contexto de fuertes tensiones revolucionarias.

El gobierno de la UP se inició cargado de esperanzas populares provocando a la vez inquietud en importantes sectores de la población. Salvador Allende venció por 40 mil votos a Jorge Alessandri y no tenía mayoría en el Congreso; el apoyo ciudadano a su gobierno oscilaba en torno a un 40%. La UP se debatió hasta el final entre consolidar los cambios logrados o «avanzar sin transar» en un contexto de polarización social y política creciente.

De ese período turbulento ha quedado como legado la nacionalización del cobre aprobada por unanimidad en el Congreso, la culminación de la reforma agraria, las políticas sociales de las cuales el medio litro de leche para todos los niños se convirtió en un símbolo, una política exterior sin fronteras ideológicas y una creatividad cultural amplia y popular que trascendió nuestras fronteras. Muchas de las reformas planteadas entonces se han ido realizando años después. Sobre todo, hubo en esos años un protagonismo popular inédito, pese a las dificultades de la vida cotidiana.

El gobierno de la UP tuvo dos partes diferentes: en la primera primó el ímpetu transformador y la economía se reactivó fuertemente favoreciendo el consumo popular; en la segunda, aparecieron los obstáculos a los cambios, se produjo un distanciamiento creciente con sectores relevantes de las capas medias mientras rebotaba la inflación, empezaba el desabastecimiento y el país entraba en un período agudo de crisis económica y social. El círculo de sofocamiento internacional impulsado por el gobierno de Nixon comenzó a sentirse fuertemente.

Dentro del esquema de confrontación Este-Oeste, Nixon vio el triunfo de Salvador Allende como una amenaza. Kissinger, a la sazón Consejero de Seguridad Nacional, propició una confrontación en toda la línea, que se tradujo en un intento golpista para impedir que el Congreso Pleno ratificara el triunfo electoral de Allende; luego vendrían las sanciones económicas —el Vietnam silencioso que Allende denunció en la ONU— el embargo de los cargamentos de cobre, el cierre de las fuentes internacionales de financiamiento, y la ayuda a los sectores que buscaban el derrocamiento del gobierno.

Sería equivocado y simplista endilgar toda la responsabilidad de lo ocurrido a la intervención norteamericana. Hubo manifiestos errores en la propia UP y factores internos que contribuyeron al derrumbe de la democracia. Los principales se originaron en una falta de correspondencia entre la magnitud de las fuerzas que respaldaban a Allende y los cambios que su gobierno pretendía; el desencuentro con la DC que se había manifestado ya durante el gobierno de Frei Montalva, las disputas ideológicas en el vértice de la UP, la escasa adhesión a los planteamientos estratégicos de Allende y la falta de percepción del cuadro internacional.

En una declaración al cumplirse 30 años del golpe militar, el PS sostiene: «Los socialistas hemos señalado, y lo reiteramos, que no hicimos lo suficiente por defender el régimen democrático. Nos propusimos llevar a cabo un programa de cambios que no contaba con las mayorías parlamentarias y sociales necesarias, mantuvimos intransigencia en la materia y no prestamos al presidente Allende el apoyo que necesitaba de su partido para conducir el gobierno por los derroteros que había definido». En otras palabras, el presidente Allende no contó con la colaboración leal de su partido para respaldar el proceso político que impulsaba.

Tampoco los sectores favorables a un entendimiento con Allende fueron mayoritarios en la DC, como lo demuestra el intercambio de cartas, en su mayoría inéditas, entre Eduardo Frei y Bernardo Leighton. Por su parte, los sectores constitucionalistas en las FF.AA. también fueron quedando cada vez más aislados, como lo revela el general Carlos Prats en sus memorias.

Allende intentó sortear la crisis política que vivía el país a partir de 1972. No tuvo éxito. Una a una, se fueron cerrando las puertas. El general Carlos Prats y el cardenal Silva Henríquez fueron, a la vez, protagonistas y testigos de ese empeño. El Presidente fue quedando cada vez más solo. Allende planeó llamar a plebiscito para resolver el entredicho con el Congreso sobre las áreas de la economía. Hasta ahora no queda claro cuál sería el contenido de esa consulta. El golpe militar se adelantó para impedir ese plebiscito.

El día 11 de septiembre de 1973 despertamos con las radios intervenidas transmitiendo bandos militares. Los canales de televisión proyectaban películas animadas para niños mientras la violencia se enseñoreaba del país.

Escuchamos, entre sorprendidos, emocionados y tristes, las palabras de despedida del presidente Allende y nos enteramos, abatidos, de su muerte trágica. Las ráfagas de los fusiles se mantuvieron por varios meses y el arbitrio de la represión se prolongó por diecisiete años, incluso con acciones terroristas realizadas en países que habían brindado asilo a los exiliados: Argentina, Italia y EE.UU. fueron escenarios emblemáticos para la acción encubierta de la DINA.

Un papel decisivo en la defensa de los Derechos Humanos y en el empeño por el retorno a la democracia le cupo a la Iglesia católica, como quedó registrado en el accionar de instituciones como la Vicaría de la Solidaridad y en las declaraciones sucesivas de la Conferencia Episcopal.

Pero la herida no termina de cicatrizar, sobre todo para quienes aún no conocen con certeza la suerte corrida por sus familiares que la dictadura hizo «desaparecer». La desaparición forzosa es el crimen más cruel y abominable. Basta leer el libro La búsqueda, de Cristóbal Jimeno, para comprobarlo.

Quienes fuimos al exilio, también forzoso, somos testigos de cómo el renovado interés por los derechos humanos de la década de los setenta surgió a raíz de los atropellos que acompañaron al golpe de Estado en Chile. El bombardeo de la Moneda y la inmolación de Salvador Allende golpearon la conciencia universal. Eso explica la variedad ideológica de los movimientos y fuerzas políticas que participaron en la solidaridad con la democracia perdida y la necesidad de recuperarla. Incluso los gobiernos norteamericanos sucesivos del Partido Republicano se vieron impulsados a favorecer una transición a la democracia.

Mirando el futuro

Allende muere defendiendo el mandato constitucional recibido por el voto popular, defendiendo el Estado de derecho y las libertades públicas, esperando que «otros hombres superen este momento gris y amargo» y sean capaces de «abrir las anchas alamedas por donde pase el hombre libre». En ese instante decisivo, su mirada está puesta en el porvenir y deja un legado de más democracia y más libertad.

Tal vez eso contribuya a explicar la razón por la cual su figura ha trascendido a las luchas del momento y hoy para muchos jóvenes que no conocieron la UP sea, ante todo, un símbolo de los valores que la dictadura militar negó. Su figura es recordada no tanto por su larga vida política, ni por las luchas sociales en las cuales tomó parte, sino por haber sido capaz de intuir un anhelo universal de justicia y libertad.

Entonces, de los años turbulentos de la UP lo que podemos extraer como lección es que es necesario —ahora bajo las nuevas circunstancias de la globalización— perseverar en conducir los cambios con el método democrático y atentos a las consecuencias abismantes de los cambios científicos y tecnológicos en curso.

Otra lección es que la política debe recuperar su dignidad, escapando del estéril pragmatismo y de la simple lucha por el poder, para volver a ser un ejercicio en favor del bien común de la sociedad, un verdadero servicio público, inspirada en valores que le den trascendencia por sobre los intereses de los grupos sociales en pugna, y con un suficiente espesor intelectual como para que sus postulados sean capaces de responder a los complejos desafíos de la era actual. Por una política así entendida, vale la pena entregar el esfuerzo de una vida.

Siguiendo ese impulso en este 50 aniversario debiéramos poner un fuerte empeño en cuidar y renovar la democracia y sus instituciones. Sobre todo, cuando cunden las experiencias autoritarias de diverso signo, mientras en el campo internacional el derecho y el multilateralismo ceden ante la lógica de la geopolítica y el recurso a la fuerza. Entre nosotros se vuelven a escuchar voces justificando el golpe militar, resaltando los cambios introducidos durante la dictadura e insistiendo en un contexto que pareciera relativizar el valor de los derechos humanos.

Cuando se siente amenazada la seguridad, la búsqueda del orden suele pesar más que la adhesión a las libertades.

Debe servir esta conmemoración para recuperar el valor de la actividad política y la convivencia cívica, y desconfiar de los discursos y actitudes rupturistas que alimentan la polarización y el descrédito de la democracia.

Debe servir esta conmemoración para recuperar el valor de la actividad política y la convivencia cívica, y desconfiar de los discursos y actitudes rupturistas que alimentan la polarización y el descrédito de la democracia.

La democracia funciona mediante equilibrios dinámicos y frágiles y no está exenta del desgaste que el tiempo trae inexorablemente consigo. Aristóteles advertía sobre la tensión entre la libertad y la igualdad, entre el pluralismo de ideas e intereses y el consenso sobre los valores que mantienen el sistema social.

La democracia es una rara flor que hay que cuidar con esmero. Poner a raya la prepotencia de los poderosos es una tarea permanente, siempre inacabada, que permanece, aunque cambien los escenarios. Por eso se ha puesto hincapié en conceptos como memoria, diálogo, democracia y futuro.


Este artículo fue publicado originalmente en la revista Mensaje que otorgó permiso de reproducción.

Foto de portada: Deposit photos

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