Fue la primera nochebuena que en mi vida no tuve celebración en familia con nacimiento, estrella, pastores y villancicos, y la primera también que ¡ni siquiera tuve cena!
Los miembros de tres brigadas internacionales, holandesa, inglesa y mexicana —en la que yo participaba—, estábamos en Santa Celia, un pueblito de Matagalpa en Nicaragua, recolectando café de altura, entre lodo y frío, falta de aseo y garrapatas en la cobacha, y de fondo, como música navideña, los sonidos de los bombardeos.
Los internacionalistas —así nos llamaban— acordamos procurar una nochebuena especial a los habitantes del pueblito, que sólo comían, igual que nosotros, tortilla con sal y café enmohecido. Procuramos y pagamos la compra de una vaca, y en un «triduo preparatorio», cuasi–religioso, recolectamos por los alrededores naranjas, yuca, maíz y algún otro producto para que, con ayuda de mujeres de allí, pudiéramos cocinar lo más sabroso posible.
En los pueblos chicos todo se sabe, por eso había una espera silenciosa pero expectante, que se descubría en el trabajo preparatorio: en el quehacer de destace, cortando, picando, salando, moldeando tortillas con las expertas… un trabajo en compañía que, con leña, logró un fuego nuevo, y en los bidones, como hermosas cazuelas, culminó la tarea en un caldo de res a la naranja… Después vino el reparto a una fila inmensa, que llegaba sonriente a las pequeñas ventanillas en las que entregábamos el producto.
Yo repartía las tortillas, procurando una cierta ecuanimidad, no siempre lograda y sorprendida por la habilidad de algunos para conseguir algo más. ¡Se acabó todo, sin reserva para los que trabajamos la cena gourmet, cansados, hambrientos, pero profundamente satisfechos!
¡La noche era clara, estrellada y en el pueblo todos, especialmente los niños, reían, bailaban y estaban felices. ¡Jesús, una vez más, de incógnito y en pobreza, había nacido entre ellos y en nosotros!
Foto de portada: Cortesía Fefa Martínez