El Cerro del Hueso aún huele a las brasas que dejó la Navidad cuando se acostó el Niño Dios. Esas brasas que arrastran el viento frío del invierno y que a su vez llegan con las canciones de Ramón Ayala, que se tocan en las casas de las orillas, se entremezclan con la sazón de los frijoles borrachos y las discadas.
Con ese mismo ímpetu, todas las casas y todas las familias del Cerro del Hueso se conglomeran en los patios para adorar y ahora levantar al Niño Dios. Según se dice, en los hogares debe de haber un Niño Dios por cada hijo, pero en casa de la señora Bernabé Santana sólo existe uno.
Bernabé, a sus 79 años, con una mañanita de barbas de estambre, con sandalias de pata de gallo y con el apoyo de una andadera, coloca un gran Nacimiento año tras año. Lo aprendió de su mamá. Por eso, desde finales de octubre se va al monte a juntar pasto seco, zacate y ramitas que los árboles han desprendido. Forra unos cajones de plástico con celofán metálico y sobre él comienza a colocar a María y a José; unas figuras de resina con algunas partes descarapeladas y otras decoloradas por el tiempo. No se sabe cuántos años lleva con ellas, se dice que se las conoció a su abuela, cuando en el cerro había cuatro casas.
En medio de las figuras se encuentra un Jesús recién nacido, con un gran vestido blanco que ella misma confeccionó cuando tenía 10 años. Ese mismo Niño Dios que ella cambiaba, perfumaba y adoraba, ahora le corresponde a Rosaurita, su bisnieta, dejar en calzoncillos de manta y levantarlo como el Salvador. Esa era la principal misión de Rosaurita al haber nacido en Cerro del Hueso. Y solamente por eso estaba allí, con Bernabé.
Bernabé coloca un montón de animales de plástico, malhechos y con rebabas rodeando el pesebre. Es un Belén mexicano, precisamente del norte; hay un grupo de chivas, cuatro caballos, tres vacas, dos becerros, tres toros, nueve gallinas, dos coyotes, un puma y doce serpientes. Una fauna con la que se convive diariamente en Cerro del Hueso.
Están los tres Reyes Magos que, con la ausencia de sus animales, portan en sus manos inmortalizadas los regalos para Jesús. La tierra es la misma del cerro y las casas al igual son de tablón. No hay «pastorcitos», hay húngaros de madera, de ésos a los que la gente del Cerro y del pueblo o la ciudad les teme por lo que se dice de ellos.
La estrella de Belén está hecha con alambre galvanizado, y la había hecho su esposo, don Rubén, antes de perder la vista. Desde entonces no se ha cambiado. A mero atrás de la representación se encuentra el Diablo, hecho de cartón y coloreado de rojo ladrillo con acuarelas. Su rostro, sus facciones y su cabello se improvisaron con marcadores de alcohol, de ésos que se usan para la construcción. Aquel Diablo tiene alas, esto lo hace una de las figuras más interesantes del Nacimiento; los más pequeños se detienen a observarlo por 20 segundos y luego se van hacia cualquier otro lugar.
La ceremonia comienza y Bernabé entona unos cantos cargados de plegarias y alegrías, no son cantos católicos del todo, pero sí con letanías para la llegada del Niño Dios.
«Ya llegamos humillados, niño tierno y chiquitito, aquí nos tienes postrados adorado Manuelito», canta Bernabé con tonalidades cardencheras. Cantos que aún le sobreviven, porque muriéndose Bernabé todos se perderán, y no hay registro de ellos ni de su voz entonándolos. Además, la iglesia no cuenta con esas letras y las jóvenes ya no quieren rezar.
Todos siguen a Bernabé; sus ocho hijos, sus 15 nietos, sus seis bisnietos y dos tataranietos. Se encienden cerca de 60 velas de color celeste. Rosaurita se arrodilla frente al pesebre; un poco a la fuerza para dar gusto a Lina, como también llaman a su abuela, y un poco porque se siente cansada. Desata los nudos del vestido que cubre la figura y retira toda prenda. Unta loción en un pedazo de pañuelo y lo pasa brevemente por el rostro del Niño Dios.
Bernabé no sigue con los rezos, de modo que Rosaurita termina por volver a pasar el pañuelo por la figura, esta vez con más calma. Luego, los cantos regresan: «quieres que te saque mi bien de las pajas, quieres que te canten todas las criaturas».
Rosaurita pasa con el Niño Dios en manos y cada integrante de la familia besa su frente, algunos si el sombrero se lo permite. La sigue Bernabé con una canastita de carrizo que contiene colaciones, cacahuates y palanquetas. Unos los toman, otros no. Después de una hora se apagan las velas y se sienta la figura del Niño Dios sobre una sillita de madera, la cual Bernabé traslada cuidadosamente —y tan lento como los pasos de su edad se lo permiten— al rincón de su cuarto, a un lado de la Virgen de Guadalupe dibujada por Rufino Tamayo y debajo del cuadro del Señor de la Misericordia; en donde le hacen compañía dos cajas de medicamento y un estand de Barcel de los años ochenta que simula una vitrina y del cual cuelgan escapularios y rosarios. Allí también están doblados cuatro chales y unas actas de nacimiento descontinuadas y sin sello digital.
Los cuartos de la pequeña casa se impregnan del olor de la baraña consumida por el fuego. El aire levanta polvo o tal vez es el humo de las brasas que momentos antes habían utilizado para cocinar la discada. El humo entra por los ojos y es incómodo permanecer con los párpados abiertos en un lugar así.
Después llega la cena, cerca de las 11 de la noche, se habla de los momentos que trajo la acostada al Niño Dios; un par de accidentes automovilísticos que se llevaron la vida de una pareja de jóvenes del Cerro al regreso de la ciudad por no reconocer la carretera; la llegada de un nuevo centro comercial y la construcción de una base militar. También se habla de los que se quieren ir a Matehuala a trabajar. Entre todo el vociferío, Rosaurita apaga las luces que adornan un pequeño pinito y se acerca a Bernabé.
—¿Te gustó la fiesta, mamá Bernabé? —dice con voz chillona.
El viento toca la puerta con agresividad y cualquiera de la casa va, la atranca, y coloca un cobertor para que el frío no entre por las aberturas de la madera.
—Sí —contesta Bernabé luchando contra su bronquitis—, porque hoy se ha levantado el Niño Dios en el norte, y esperemos que el próximo año no llegue Santoclós.
El fuego se apaga y todos se duermen. Sólo queda la esencia de la pólvora y el sabor de las mandarinas.