Recibidos en la paz

Tal vez una de las meditaciones más célebres de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola sea la que se conoce como «Dos Banderas» (EE 136–148). La escena reproduce quizá los recuerdos juveniles de Ignacio imaginando el día anterior a una batalla, donde los enemigos acampan uno frente al otro, ostentando sus estandartes con los símbolos propios de su escuadra. Muchas actualizaciones se han tratado de hacer de esta escena para quitarle ciertos acentos propios del belicismo del siglo XVI en que Ignacio vivió y reflejar preocupaciones más cercanas a otras épocas, u ofrecer claves psicológicas para lo que ahí se nos presenta metafóricamente. Sin embargo, la escena y la narrativa de Ignacio sigue siendo sugerente para llevarnos a proponer cómo abordar una vida en constante enfrentamiento de intereses, con fuerzas contrapuestas para defenderlos; es decir, una vida muy parecida a la de ahora y que, tal vez, hemos vivido desde siempre.

No es extraño encontrarnos en preparación para la batalla. Surge una diferencia y nuestra vida parece definirse por campos contrapuestos. Batalla interior y espiritual, define bandos y solidaridades y nos da la sensación de estar movidos por dos formas distintas de abordar el conflicto. Es una situación casi universal. Y podríamos decir que queremos la paz, pero tal vez nos la imaginamos de una manera muy distinta, y esa forma de proyectarla puede ir en contra de nuestras intenciones. Lo que importa realmente es que la paz se anticipa ya con el ambiente que estamos promoviendo y con la estrategia que orienta nuestras acciones. Y en eso se fija la meditación de Ignacio.

Aunque se trata de una meditación que invita a usar la inteligencia y el discernimiento en el escenario en que nos encontramos, Ignacio nos introduce en este ejercicio por medio de una contemplación. Se detiene en describir la escena, y así nos coloca no en la batalla declarada sino en la noche anterior. Los campamentos se han montado y cada uno mira a su enemigo desde su propio campo. Esa mirada provoca movimientos internos en los participantes, que buscan modelar esa visión para aprender cómo y a dónde dirigirse en esa batalla.

Entre los campos hay un espacio que define el terreno de la disputa. Es un terreno habitado, pues ahí están todos esos otros que son llamados a uno y a otro lado. Ignacio coloca a la humanidad en ese espacio. No estamos todavía bajo ninguna de las dos Banderas, por más que las contemplaciones anteriores del llamamiento, la encarnación, el nacimiento y las de los primeros años de Jesús parezcan haber dejado una atracción irresistible por su modo y su forma de vida. Queremos estar en su Bandera, pero también nos arrastran otras fuerzas. He ahí la batalla, el conflicto. Ese terreno intermedio es el de nuestros deseos que, naciendo de nuestro propio corazón, son susceptibles, sin embargo, de ser seducidos y llevados a conductas que un servidor consciente de Jesús no querría asumir. El problema es que no siempre nos mantenemos en esa conciencia y la meditación pretende despertarla, si es que se ha dormido, y aclararla y animarla, aunque teniéndola la hemos dejado confundirse con las propuestas que nos llegan, una tras otra, sin ocasión de discernir.

© Xavi Serret, Cathopic

Dándonos tiempos de mirar a uno y otro campo podemos notar sus diferencias. Pero cuando nos encontramos en estas situaciones de conflicto no estamos acostumbrados a mirar a los dos lados, a los dos modos de proceder, porque suponemos que conflicto equivale a guerra y ésta a la destrucción de nuestro contrario. La gran sorpresa de la meditación es que hay otra manera de vivir el conflicto, y eso es precisamente lo que hay que considerar para desligarnos de ese modo que el mundo decreta como único. El primer engaño que la meditación pide deshacer es la idea de que, en el campo conflictivo que es la vida, la guerra es nuestro único destino y la única forma de tratar nuestros conflictos. Hay otro modo, el de Jesús, nuestro capitán, y es ése el que hemos de pedir como vida verdadera que se nos ofrece y se nos quiere dar.

Así, Ignacio nos pide fijarnos en el ambiente de esos campos y, en primer lugar, en el de Jerusalén, donde «el sumo capitán general de los buenos es Cristo nuestro Señor» (EE 138). Este preámbulo a la meditación es ya un primer movimiento contrario a esa guerra que es la clave acostumbrada para leer el conflicto. Si reconocemos en Cristo a nuestro capitán, ¿será su comportamiento el de cualquier otro capitán en la batalla, de modo que no importe si de un lado están los buenos y del otro los enemigos? No creemos que sea así, debe haber otro estilo. Esta convicción se refuerza, también, porque cuando hacemos las Banderas estamos contemplando a Jesús convirtiéndose en buena noticia para los pobres y excluidos, enfermos y pecadores, dedicando su tiempo a crecer en medio de estas personas, aprendiendo a escucharlas, descubriendo su fe y admirándose de ella. Es Jesús el Espíritu que las busca, las valida, las integra y las convierte en principio y referente de una nueva comunidad. El modo de Cristo en la batalla no contradice la noticia que quiere traer, ni la sacrifica a una victoria marcada por tiempos que buscan derrotar, anular, excluir. Así, miramos primero a Cristo, nuestro capitán, queriendo ser de «sus buenos», poniendo en suspenso lo sabido y acostumbrado de la guerra para abrirnos a su modo como camino de paz.

Ya esta consideración nos da intención al mirar el campo contrario. He ahí el enemigo, es decir, el modo contrario al de Cristo, guiado por otros intereses y formado en otras maneras de abordar a las personas y la realidad. En el primer punto resalta la gran «cátedra de fuego y humo» donde se sienta el mal caudillo «en figura horrible y espantosa» (EE 140). La cátedra propone ya el principio de ese campo: una jerarquía rígida que mantiene a distancia con su abrasador fuego al que pretenda acercarse. Es el poder violento que se refugia en sacralidades que amenazan con destrucción a quien se acerque, pues todo el que llega en sus inmediaciones es enemigo. Su sola cercanía pone a temblar al poderoso y le impulsa a pedir su sometimiento o destrucción. No bajará de su trono, pero enviará a sus esbirros para hacerle ese trabajo: someter y someter universalmente. No hay rincón libre de sospecha; todo espacio que no quede dominado puede ser peligroso. La vigilancia tiene que expandirse «no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular» (EE 141). El miedo siempre sugiere encadenar, someter o destruir.

De ahí que su estrategia ponga al miedo en el centro de sus pasos: primero, codicia, es decir, el miedo a perder lo que da seguridad. La riqueza no se mide cuantitativamente sino por su cualidad de hacernos sentir bien apertrechados en un mundo que se caracteriza, dice la codicia, por la carencia y la estrechez. Como no hay para todos hemos de arrebatar, y vivimos entonces tan espantados de perder, que podemos entregar nuestra libertad para evitar ese miedo, aunque sea por un rato. Y en esa seguridad fundamos también nuestro valor y reconocimiento. Pero al fundarlos en esta paradójica libertad esclavizada por el miedo, ese valor y reconocimiento resultan «vano honor del mundo» (EE 142), dice Ignacio.

Es el valor que se engaña pues se mide en la admiración por la fuerza de acaparar que, inevitablemente, llegará a menguar y se agotará por completo; es engaño porque supone la mentira del omnipotente, pero también porque nos ocupa tiempo, y los tiempos de otras personas y criaturas que están al alcance, para dedicarlos a construir ese mundo de mentira. De ahí el tercer eslabón de la cadena, pues pretendiéndose señor de todos los tiempos construye su vida sobre la arena cambiante de la fuerza y la violencia con el deseo de dominar el cambio y vivir en soberbia, que es poner la vida propia como el centro de toda la vida.

La familiaridad actual de este campo del enemigo no ha de persuadirnos de desolación. La primera mirada al campo de Jesús ya nos prevenía, sin embargo, de creer que éste es el único mundo que podemos crear. Ignacio nos invita a volverlo a mirar para confirmarlo y, así, desear, amar y trabajar para que el mundo sea lo que este campo de Jesús, que también está en él. Al campo de Jesús no se le ahorran conflictos y dificultades, pero su clima es contrario: frente a la estrechez supuesta por quien vive en la codicia, el campo aquí se muestra grande, amplio y capaz de acoger a las personas y criaturas en ese «lugar humilde, hermoso y gracioso» (EE 144). Y las personas que se acercan son no sólo recibidas, sino elegidas, confiándoles personalmente esa buena noticia que, si así lo deciden, pueden también compartir y llevar. Si han conocido la alegría de la noticia, la compartirán, enviadas como quien sabe que ha recibido el mayor tesoro de su vida.

Tres pasos también caracterizan a esta vida agradecida: amor a la pobreza, pues sabe que es tan buena la noticia que no hay situación maldita o invivible que no pueda ser por ella convertida en oportunidad de comunidad, de vida y de alegría. No podemos controlar las circunstancias ni ponerle las medidas, ni queremos hacerlo —de ahí el amor—, pero la noticia nos anuncia que si hay una pequeña grieta o hueco, ahí cabe ya la fuerza transformadora de su alegría. Pero si la oportunidad es pequeña, habrá que aprender a soportar el menosprecio, pues no faltará quien no la vea suficiente para darle el valor que merece y con ella a esas vidas que se comprometen con la alegría. Y es que, al final, somos criaturas y humanos; aprendimos a vivir en otros brazos y hemos sido hechos para el aprendizaje, paso a paso, de lo nuevo que nos fuerza a reconocernos otra vez barro humilde (de humus, tierra), modelable, recreable, así como Cristo, también humus, también tierra, en las manos del Creador y su creación.

«No podemos controlar las circunstancias ni ponerle las medidas, ni queremos hacerlo —de ahí el amor—, pero la noticia nos anuncia que si hay una pequeña grieta o hueco, ahí cabe ya la fuerza transformadora de su alegría».

Al final de esta meditación, una conversación. Y es que no termina el ejercicio en una declaración de propósito, como quien se siente poderoso y capaz de cumplir con la lección aprendida. Hemos pasado por nuestros deseos acostumbrados y nos hemos dejado mover por el Cristo, por el Hijo, que también con nosotros va aprendiendo y haciendo experiencia de lo que el amor puede traer a la vida. Su voz enseñada nos enseña ahora también, para desaprender la guerra y el sometimiento, y ensayar la entrega a la alegría, a la confianza y a crear con el Creador. El fruto es entonces esta conversación con quienes ya han vivido el conflicto en esta manera (María y Jesús), para que nos cuenten sus experiencias, sus aprendizajes, sus intentos y sus búsquedas. También renunciaron a la guerra de su tiempo y aprendieron a convertirse en ocasión de paz. Hoy, conversando con ellos, somos recibidos en su paz para dejarnos convertir también en oportunidad para vivir y crear ambientes de paz.

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