Con el rito de la imposición de ceniza iniciamos la cuaresma. Es significativo que la liturgia sugiera que la ceniza que se bendice provenga de los ramos que el año anterior proclamaron: ¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor! Las palmas de alegría son al mismo tiempo las cenizas de nuestras penas. Con esta experiencia comienza la cuaresma cristiana; con el Concilio podemos proclamar que “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (gs 1).

Una sensación terrosa nos acompañará en este camino. Y no solo por las cenizas, que son residuos de la combustión de sustancias orgánicas y que representan desde la antigüedad , en el área mediterránea, luto y penitencia, sino también el polvo del que fue creado el hombre según el Génesis o el desierto al que fue llevado Jesús. Y es que esta sensación terrosa y sus efectos servirán de metáforas vivas del Evangelio de estas semanas: la sed, el pozo y el agua viva de Samaria; el lodo, hecho a base de saliva y tierra, untado en los ojos del ciego de nacimiento; el sepulcro de Lázaro y su resurrección desde las entrañas de la tierra. Son todos estos signos los que nos pueden ayudar a recordar “que polvo somos y al polvo volveremos”, pero que en esa caducidad de la vida se esconde la fuerza del Espíritu que hace brotar la vida desde las cenizas.

Empieza un tiempo penitencial, pero sobre todo un itinerario de verdadera conversión. Quizá nos incomoden estas palabras: llanto, lamento y ayuno. ¿No está acaso ya la vida cargada de sufrimiento injusto como para hacerla más pesada con nuestras abstenciones? ¿No es el Evangelio, al fin de cuentas, la buena noticia de la liberación plena?

Es verdad que uno de los mejores servicios que los seguidores de Jesús podemos hacer a la historia es anunciar la alegría del Evangelio. Pero también es verdad que uno de los actos más subversivos puede ser llorar con quien padece, lamentarse con quien sufre y solidarizarse con quien tiene hambre: “…en el contexto actual de globalización indolente, la expresión pública del padecimiento constituye una crítica política imprescindible”.1 Es cierto que no basta llorar. A los desaparecidos se les debe buscar y gritar su nombre; a los perseguidos abrirles las fronteras de los países y a los martirizados saciarles su sed de justicia y paz. Pero el llanto, solitario y en comunidad, a destiempo y fuera de lugar, “disloca un modelo de progreso exponencial aséptico que no tiene un minuto que perder ni padecimientos que llorar”.2

Por eso la cuaresma cristiana es un tiempo de auténtica conversión, un espacio público para penar la vida, la propia y la comunitaria. San Ignacio de Loyola, en la tercera semana de los Ejercicios Espirituales, nos sugiere un itinerario de conversión, que nace de las cenizas de la fe. Ignacio invita al ejercitante a pedir “confusión” ante el propio pecado [ee 193], a esforzarse “por dolerme” ante lo que Cristo Señor padece en su humanidad [ee 195] y considerar “cómo la divinidad se esconde” [ee 196]. En cierto modo, la buena noticia de este miércoles consiste en esto, reconocer al Padre que está, ve y se revela en lo escondido.

Con esta ceniza se inicia un tiempo de parar, de detener la vorágine de los relojes indoloros del progreso y del mercado. En uno de sus últimos cuentos, “Antropología de la memoria”, Sergio Ramírez narra la masacre de San Francisco Nentón, en Guatemala, en 1982. Así cuenta la experiencia de un testigo: “Antes de levantar campo, regaron gasolina y quemaron los cuerpos y quemaron las casas, que, como estaban hechas la mayoría de caña brava, de pajón y varas, no fue mucho lo que tardaron en arder […], y dice: «No quedaba nadie, salvo los perros y algún ganado suelto. Se veía un reguero de cuerpos quemados. Algunos tenían sus cabezas cortadas con machete o con hacha. Había cuerpos amontonados en el juzgado y en la capilla, y otros estaban dentro de las casas incendiadas […]. Yo nunca había visto nada así. ¡Tantos muertos! Estaba yo abrumado, quería llorar. Solo pude quedarme un ratito»”.3 Ceniza humana. Voluntad de llorar. Deseo de alargar el tiempo.

Con esta liturgia comienza un espacio de llanto y reconocimiento de conversión. Es un Kairós de gracia. Marcos dice que el primer anuncio de Jesús fue: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. Desde nuestra memoria frágil, la Iglesia invita a un tiempo largo dedicado a parar delante de Dios, orientar radicalmente nuestra vida y permitir que el bálsamo de la misericordia sane nuestra fraternidad herida. Desde éstas nuestras cenizas es como Pablo nos exhorta a no echar en saco roto la gracia de Dios.

Padecer con quien padece, superando la indolencia que olvida, es también creer en el Evangelio y, a su vez, atravesar la Pascua del Hijo.


Foto: Cathopic.

Notas al pie

[1]Laguna, José, Para qué sirve llorar, Cristianisme i Justícia, Barcelona, 2022, p. 3.

[2] Ibidem.

[3] Ramírez, Sergio, Ese día cayó en domingo, Alfaguara, Barcelona, 2022, p. 62.

11 respuestas

  1. Hermosa reflexión querido hijo P. Jose Javier Ramos Ordóñez. Que importante es recordar que venimos del polvo por soplo Divino y que allí volvemos. Ver hacia nuestro interior para descubrir nuestras cenizas, y poder hacer un cambio en la brújula de la vida, para reencontrarnos con nosotros mismos y tomar nuestra cruz para continuar el camino que nos lleve al Padre. Gracias por hacernos meditar en estos días que iniciamos nuestra Cuaresma.
    En Todo Amar y Servir. AMDG
    Mi abrazo fraterno.

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