Lecciones de un pingüino

Detrás de la mirada aparentemente indiferente y hasta hastiada de Tom Michell (Steve Coogan) se esconde un dolor que ha guardado por años y que parece darle la justificación perfecta para dudar de cualquier movimiento de empatía y esperanza que pueda sorprenderle en el camino. Su vida se mueve entre la monotonía y los placeres ocasionales, sea que viva en su natal Inglaterra o en la Argentina de 1976, a donde llega a trabajar como profesor de inglés en el Colegio de Saint Georges. El Colegio y su director, interpretado por Jonathan Pryce, son una burbuja de protección para un grupo de muchachos de las familias más pudientes de Argentina, a los que se quiere formar como caballeros ingleses, al margen de la represión que el golpe militar ha generado en las calles, pero cerrando su imaginación al único juicio válido de lo que sucede: el de sus padres. Michell por su oculto dolor y el Colegio por su privilegio son ambos metáfora de la forzada indiferencia en una sociedad en la que la frustración de la historia personal, así como el secuestro, la desaparición forzada y la violencia de estado, se han vuelto moneda común.

La llegada completamente inesperada de un pingüino, al que Michell rescata de un derrame de petróleo por instancias de una mujer a la que quiere impresionar para acostarse con ella, provocará un gesto de preocupación por aquella vida extraña, que responde a su salvador haciéndose compañero en su solitaria existencia. El profesor quiere deshacerse de él para volver a su monotonía, pero la resistencia de las autoridades a tomar al pingüino le obliga a conservarlo y llevarlo escondido al colegio que, como regla, prohíbe las mascotas. Poco a poco sus compañeros de trabajo más cercanos van descubriendo al pingüino y celebran su presencia. María y Sofía, abuela y nieta que se encargan de la limpieza del colegio —interpretadas respectivamente por Vivian el Jaber y Alfonsina Carrocio—, logran que coma por primera vez y lo bautizan como Juan Salvador, aludiendo a una historia de autodescubrimiento y libertad. También Michell vivirá esta historia cuando, atreviéndose a romper las reglas, descubre a la vida abriéndose espacio donde parece imposible, ampliando las normas para que den lugar a lo que no estaban dispuestas a acoger. Poco a poco, este movimiento de la vida va resonando en los diferentes espacios del colegio, funcionando como un eco del movimiento que, afuera, exige libertad a un régimen autoritario que va cerrando la pinza cada vez más. En Saint Georges, por el contrario, Juan Salvador va abriendo puertas, convirtiendo la clase de literatura inglesa de Michell en un espacio donde pueden resonar las aspiraciones de los poetas románticos, amantes de la libertad, y al colegio en un espacio que puede ser para él un hogar.

Fotograma: Lecciones de un pingüino. Dir. Peter Cattaneo, 2024.

Pero este movimiento a la libertad está amenazado por el miedo. El grito de Sofía llamando a Tom al ser secuestrada por las autoridades militares queda suspendido en la parálisis y la impotencia del protagonista, que cubre su cobardía con una historia inventada para poder dar la cara a los demás. Solamente puede abrir el corazón y dejar a la luz su confesión y su propio dolor delante de Juan Salvador, pero este primer movimiento le irá ayudando a tratar con su vergüenza. Desde ella, conectará con el dolor de María e irá a conocer su mundo, «el bajo», donde Argentina se ve desde un lugar muy distinto al de los que viven arriba. Desde esa mirada podrá entender y compartir el esfuerzo de María que, con muchas otras abuelas y madres, se lanza en una búsqueda irrenunciable por la nieta que le arrebataron. Entre secretos que van quedando a la luz, confesiones, metáforas y una lucha cada vez más compartida, todos los personajes de esta historia van dando espacio a su propio dolor y se va formando una comunidad.

«Me duele», dice Michell delante de todo el colegio en una escena que conjuga los dolores de todos, «y estoy contento de que me duela». Y es que, como dice Ignacio de Loyola, el dolor que compartimos con otras personas es también consolación. Citando la definición de la consolación que Ignacio da en sus Ejercicios Espirituales, «Llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior… cuando lanza lágrimas motivas al amor de su Señor, ahora sea por el dolor de sus pecados, o de la pasión de Cristo nuestro Señor o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza” (EE 316). En la Escritura, también, Dios mismo comparte el dolor de sus amigos y les comparte sus propios dolores para construir una comunidad que pueda hacerse cargo en común del dolor que vive y de lo que de él pueda nacer. Como en un parto, nos unimos en el dolor para también unirnos en el trabajo de mostrar que el sufrimiento no puede ser nuestra última palabra, y a la pasión compartida habrá de seguir una resurrección también compartida. El dolor, como nos muestra Juan Salvador, también doliente al perder a su parvada, es lugar de comienzo para una comunidad que, acompañándose en los dolores, pueda reclamar la redención de todos los dolientes y el cumplimiento de la esperanza que mantiene vivo su corazón.

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