La desaparición de personas se ha convertido en una de las heridas más profundas de nuestro tiempo. En México se cuentan más de 130 mil personas desaparecidas. Un flagelo que sigue azotando frecuentemente a personas que habitan o transitan por este país.
También, miles de familias en el mundo, y México no es la excepción, se movilizan en el marco del 30 de agosto, Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas. Recordemos que en 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó esta fecha como el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas.
Hoy miles de familias en distintos países, especialmente en América Latina y el Caribe, buscan día a día a sus desaparecidas y desaparecidos, enfrentándose al silencio del Estado y a la indiferencia y criminalización social. Frente a estas atrocidades, la fe cristiana no puede permanecer neutral: el Evangelio de Jesús de Nazaret ilumina y cuestiona nuestras realidades, invitándonos a mirar a las víctimas y a sus familiares desde una perspectiva de esperanza, justicia, verdad, memoria y dignidad.
Como cristianos y cristianas, según las enseñanzas de Jesús de Nazaret, creemos en un Dios que escucha el clamor de quienes sufren, escucha especialmente a las y los pobres, a las y los más vilipendiados. La Biblia nos muestra a un Dios que escucha el grito de su pueblo en la esclavitud: «He visto la opresión de mi pueblo, he escuchado su clamor» (Éxodo 3:7). Ese mismo Dios se hace cercano en Jesús de Nazaret, quien se identificó con las y los olvidados, con quienes son descartados e invisibilizados. En cada persona desaparecida resuena, por tanto, el grito del Crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27:46). La desaparición no es solo un crimen humano, sino también una herida que atraviesa el corazón de Dios y un atentado contra su proyecto divino.
El Evangelio revela que Jesús se acercaba a quienes eran marginados por el poder político y religioso. Tocaba al leproso, comía con pecadores, miraba a las mujeres con dignidad, y anunciaba el Reino a los grupos y personas más pobres. Hoy, siguiendo ese mismo camino, la Iglesia Católica y en general las Iglesias están llamadas a colocar a las víctimas de la desaparición en el centro de su misión. No basta con acompañarlas en el dolor: es necesario denunciar las estructuras de muerte y exigir verdad y justicia, porque “la fe sin obras está muerta” (Santiago 2,17). Esto quiere decir, caminar junto a quiénes sufren la desaparición de sus familiares y enfrentan la violencia en sus vidas.

Imagen: Cathopic
La desaparición busca borrar la existencia misma de la persona: su cuerpo, su nombre, su historia. Sin embargo, la fe cristiana proclama que Dios no abandona a los suyos al poder de la violencia. La resurrección de Jesús es un acto de memoria y de vida, pues Él fue maltratado, violentado, pero fue levantado por el Padre. Este acontecimiento nos recuerda que cada persona desaparecida tiene un nombre y una dignidad que no puede ser olvidada. La esperanza pascual no es evasión, sino fuerza para seguir buscando la verdad y la justicia.
La Iglesia Católica, en fidelidad a Jesús, debe ser «madre que consuela y profeta que denuncia» (Isaías 66:13). Esto implica acompañar a las familias y mujeres buscadoras, abrir los templos como espacios de memoria y resistencia, y proclamar con firmeza que la desaparición de personas es un pecado que clama al cielo. Al igual que María al pie de la cruz, las madres y todas las mujeres que buscan a sus familiares se convierten en íconos de resistencia y fe. Su llanto y dolor, así como su fuerza basada en el amor, es también un lugar teológico donde Dios se manifiesta y se revela.
La desaparición de personas abordada desde Jesús de Nazaret no es un recurso simbólico, sino un imperativo teológico. El Cristo crucificado y resucitado se hace presente en cada desaparecido y desaparecida, en cada madre y mujer que busca, en cada colectivo de familiares de personas desaparecidas que no se resigna y lucha. El Dios de Jesús se manifiesta en la movilización social que exige el cese de las desapariciones, el cambio estructural que erradique toda violencia y toda forma de opresión en este mundo.
En este sentido, la fe cristiana es memoria viva contra el olvido y compromiso activo contra la impunidad. Nuestra fe, nuestro Seguimiento de Jesús de Nazaret, nos invita a trabajar por erradicar todas las desapariciones en México y el mundo. De esta manera, sin duda, hermanas y hermanos estamos contribuyendo a la realización del Reino de Dios.
La versión original de este texto se publicó en el blog de Buena Prensa, que autoriza su reproducción.