Invitados a cambiar la mirada

Abel Toraño, S.J.*

En septiembre de 2019 el P. Arturo Sosa, S.J., convocó al Año Ignaciano con el fin de celebrar el camino de conversión que llevó a Ignacio desde la agonía de su habitación en Loyola, hasta ver nuevas todas las cosas en Cristo en la cueva de Manresa. El Año Ignaciano se inauguró el 20 de mayo (500 años de la herida en Pamplona), y se clausurará el 31 de julio de 2922, en la festividad del santo. 

¿Cómo podríamos sacar provecho de este largo año? ¿Cómo situarnos? Sin duda, habrá quien aproveche para conocer la vida de Íñigo y cuáles fueron esos pasos heridos que le llevaron de querer ser un distinguido caballero a ser un pobre peregrino que deseaba servir a Cristo. Conocer a las personas es un paso importante, sin duda, pero corremos el peligro de situarnos como meros espectadores que sienten ciertas emociones, pero, al final, siguen igual: nada cambia. Otra posibilidad es pasar de ser espectadores a ser actores: ¿será posible que lo que le pasó a Ignacio me pueda pasar a mí? ¿Hay algo en su camino de conversión que me invite a dejar algunas cosas y a echarme a andar? ¿Puede ser Jesús, al fin, el Señor de mi vida? ¿Acaso lo querrá Él así? Comparto tres aportaciones que el camino de Ignacio puede ofrecer a nuestro camino de conversión. 

Lucidez sobre la propia vida 

Parece sencillo ser lúcido, pero es muy fácil engañarse. Íñigo sabía lo que quería. Quizá en nuestro tiempo no nos es tan fácil saber qué queremos, pero, al final, tomamos nuestras decisiones y, mal que bien, nos vamos aclarando. Y aunque en la vida no hagamos exactamente aquello que soñábamos, sí permanecen estables ciertos ideales: de vida afectiva, desempeño laboral y bienestar económico; de cuidado del cuerpo y disfrute de los placeres a nuestro alcance; de solidaridad… Nos ayudará saber cuáles son nuestros ideales, pero creo que la lucidez verdadera se mueve en un plano aún más hondo. Me refiero a la carga de sentido que damos a estos ideales: ¿es eso que busco lo que de verdad me va a llenar? ¿es esta carrera o profesión lo que de verdad significa mi vocación? ¿es la prosperidad y el bienestar lo que me hace acostarme diariamente con satisfacción y agradecimiento? 

Ignacio llegó moribundo a su casa de Loyola. Poco podía imaginar que, por la rendija abierta de sus heridas, Dios le iba a conceder luz para ver que se estaba engañando, que la plenitud que anhelaba no se encontraba donde él creía, que tantas cosas por las que había luchado nunca le iban a llenar: ni herido, ni sano. Y que sí, otra vida era posible. No sería fácil pero, para quien lo intenta, Dios está siempre de su lado.

Ignatius convalesces at Loyola | 1521 – 22 | Image © 2011 Jesuit Institute

Dejar a Dios ser como es 

Íñigo salió de su casa totalmente decidido: lo de antes en su vida ya no valía. Todo tenía que cambiar. Y así partió de Loyola: entero, sin querer dejar nada por apostar; sin reservarse algunas zonas de seguridad, por si acaso le venían mal dadas. No, Íñigo no pacta con la mediocridad. Opta por la mayor libertad de la que es capaz, porque, ¿acaso no es más libre la persona capaz de apostarlo todo? Puso en ello todo su empeño y toda su voluntad: comía y vestía como un pobre; hacía larguísimos tiempos de oración, se imponía duras penitencias, frecuentaba la confesión, vivía en casas de caridad y solo le importaba lo que tenía que ver con Dios. Entonces, ¿se ha convertido ya Ignacio? 

Aún no. ¿Qué le faltaba? Soltar las riendas de su vida: dejar a Dios ser Dios; dejar que la iniciativa de su vida no fueran los ideales religiosos que pendían de su voluntad, sino que la iniciativa la tuviera el Dios de Jesús y solo Él. En Manresa, tras largos meses de lucha, fracasó su ideal religioso. Ignacio se dio cuenta de que nuestra vida y nuestra fe no dependen de nosotros: dependen de la voluntad amorosa y fiel de Dios. Es pura gracia. Ignacio expresó así este rescate en medio de la noche: nuestro Señor le había querido librar por su misericordia… y así, empezó a vivir a Su modo, el modo de Dios. 

Ver nuevas todas las cosas 

Ignacio continuaría entero, de una pieza como era él, toda su vida; con una diferencia: ahora la iniciativa la tenía el Señor. Y él, sin adelantarse, estaba llamado a seguirle. Esta experiencia fundante fue cambiando su modo de entender a Dios, de entenderse a sí mismo y de entender todas las cosas. 

Dios le había rescatado, porque Dios es puro amor misericordioso con cada uno de nosotros. Encontrarse con este Dios personal es el tesoro escondido que Ignacio sintió que tenía que alentar a que otros buscasen. A lo largo de toda su vida no cesaría en su empeño por ayudar a muchos a encontrarse con el Dios de Jesús por medio de los Ejercicios Espirituales. 

Ese mismo rostro de Cristo lo fue encontrando en la vida de tantos pobres, enfermos y excluidos que encontraba en los caminos, pidiendo por las calles o postrados en los catres sucios de los hospitales más pobres. A ellos dedicaría sus atenciones y por ellos arriesgaría su salud. 

Íñigo salió de Loyola solo, creyendo que su aventura de fe era algo estrictamente individual. Alcanzado por Cristo, buscaría compañeros, como el mismo Jesús había hecho en su vida pública. Porque la fe es para compartirla. Porque el evangelio es un proyecto de filiación y de fraternidad universal. Porque el amor, solo, se muere. Porque es Dios mismo quien nos busca para ser sus compañeros. 

* Agradecemos a la revista Jesuitas, de la Provincia de España de la Compañía de Jesús su permiso para reproducir este texto.

 

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