Fronteras que abrazan, voces que se escuchan

Hace unos cuantos días asistí en Tijuana al Coloquio Teología y Migración 2025, que bajo el título «Retos de la movilidad humana ante los nuevos horizontes políticos de México y Estados Unidos desde la perspectiva cristiana» congregó a académicos, representantes de organizaciones civiles, obispos, agentes de pastoral y personas migrantes, entre otros, con la intención de reflexionar juntos sobre la dignidad y el sufrimiento, la fe y la esperanza, en el camino migrante. El coloquio fue organizado por la Mesa Virtual de Migración y Fronteras en las Américas de la red internacional Catholic Theological Ethics in the World Church (CTEWC), en colaboración con el grupo de investigación ETHEOS del Departamento de Ciencias Religiosas de la Ibero CDMX, y, contó con el apoyo institucional de la Ibero Tijuana como anfitriona y con el patrocinio de Fuerza Migrante, Loyola University Chicago, University of San Diego, Glenmary Home Missioners, The Redemptorists (Denver) y Las Patronas.

A lo largo de las jornadas las voces de las personas migrantes estuvieron realmente presentes en quienes hablaron desde su experiencia de movilidad, y en quienes les acompañan desde la pastoral y la academia. Más que representar a algo o a alguien, los ponentes compartieron una palabra común, nacida del encuentro. Fue una voz que se iba entretejiendo entre narrativas que hacían viva la memoria, la fe y la esperanza. Por ello, puedo decir, sin temor a equivocarme, que la atmósfera fue de cohesión y afinidad. Ese ambiente de comunión invitaba no únicamente a pensar sino también a reconsiderar lo que cada uno desde su contexto hacía y estaba llamado a hacer. Escuchar el clamor migrante desde diversas vivencias fue el objetivo que se cumplió fielmente en cada uno de los espacios y que llevó, inevitable y agradecidamente, a detenerse y discernir.

Foto: Depositphotos

Espacio de encuentro

El coloquio, que tenía como propósito central articular el pensamiento y el discernimiento teológico, ético y pastoral ante los desafíos contemporáneos de la movilidad humana, en un contexto de profundas, lamentables y deshumanizantes transformaciones políticas y sociales en México y en Estados Unidos, se configuró en un espacio de verdadero diálogo, en un terreno fértil para formular propuestas concretas de acción pastoral y social en las fronteras, teniendo presente que «la frontera no es un límite, sino un espacio de encuentro, compasión y misión», como bien apuntó el director de la Ibero Tijuana, Florentino Badial, invitando a mirar ese territorio no como herida, sino como lugar de revelación en el que la persona migrante habita, no como «un objeto de compasión, sino peregrinos y testigos de esperanza» como indicó el obispo de Matamoros–Reynosa, Eugenio Lira.

Ecos de conciencia

Acoger, escuchar, discernir y actuar son las palabras que marcaron el tono del coloquio y, por tanto, lo que guio las ponencias magistrales, los paneles temáticos, las sesiones de trabajo y los espacios de oración. Desde el inicio se habló de las acciones políticas, sociales y culturales que contradicen los principios básicos de los derechos humanos y que llevan a menospreciar la dignidad humana. En ello, me resuena la invitación de Kristin Heyer, copresidenta de CTEWC, a «explorar una contranarrativa inspirada en la hospitalidad bíblica y cristiana (…) tender puentes… ser santuarios». Y, por ello, dolía escuchar el testimonio de personas migrantes que se han forjado un lugar en la academia a pesar de lo vivido, pero cuyo estatus legal en Estados Unidos las hace coexistir entre las paradojas de la integración y la exclusión; así como de quienes están en albergues en México en una situación incierta y cuyo tránsito y estancia está plagada de miedo y de violencia, ya que, como la hermana Dolores Palencia, del Albergue Decanal Guadalupano para Migrantes en Tierra Blanca, Veracruz, compartió: «Hay xenofobias que se instalan en el corazón».

No obstante, estas historias, y muchas más que fueron compartidas, golpeaban, sí, pero apremiaban a no desfallecer, a recordar —principalmente a los que estamos en la academia— que la migración no es una estadística, que las injusticias estructurales que expulsan y despojan deben ser enfrentadas y confrontadas, y que el primer paso de la pastoral migrante es la identificación solidaria, reconocerse también en camino, como expresó el obispo auxiliar de Washington, Evelio Menjívar: «Yo no tuve que tomar la opción por los migrantes, simplemente tuve que tomar conciencia de que soy uno de ellos».

Comunión frente al mar

La fuerza testimonial y espiritual hace resonar que la esperanza ligada estrechamente con la fe deviene fuerza de resistencia y resiliencia, de ahí la urgencia de una Iglesia que camine junto a los migrantes como signo de conversión pastoral, y, es eso lo que viví en este coloquio, no únicamente como participante, sino como parte de la organización. Este encuentro no fue concebido como un logro académico, sino como una experiencia de fe compartida y compromiso con la dignidad de las personas migrantes, y superó con creces las expectativas iniciales. Lo que se vivió en Tijuana fue más que un programa de intervenciones, fue una experiencia de comunión que trascendió la sala de conferencias, también en los gestos sencillos, en las conversaciones espontáneas que nacían en los cafés compartidos, en las comidas fraternas, en los paseos por el campus y en Casa Manresa —donde nos hospedamos—, donde una enorme cruz frente al mar se alza como memoria viva del rostro sufriente del migrante y de su búsqueda incansable de una mejor vida más allá de las fronteras. Esto también se repitió cuando estuvimos en el Muro en Playas de Tijuana, un lugar al que no importa cuantas veces vaya, no me deja indiferente —¡menos mal!—. Ahí, todos juntos, caminamos, hablamos, tocamos, oramos. Ese horizonte me invita a pensar en la libertad en la manera en que las aves cruzan sin miedo y que los migrantes, delante de esos enormes, fríos e indignos barrotes de acero y de alambradas de púas, tantas veces tienen negada. Allí, entre un hermoso atardecer, murales que reflejan la memoria viva del migrante y la oración, sentí que la teología encontraba su sentido más profundo, ser palabra encarnada que mira el cielo, pero camina con los pies descalzos sobre la tierra herida.

Desde la realidad

Desde la realidad contextual se apeló a hacer visible una espiritualidad de hospitalidad sin fronteras que es instrumento de esperanza en medio de la fragilidad, sin perder de vista los retos reales y cambiantes de la movilidad humana, ya que, como indicó el catedrático jesuita del Boston College, Alejandro Olayo–Méndez, aunque actualmente «haya un decremento los patrones migratorios se acomodan (…) y hay que repensarse las casas de migrantes (…) el lugar geográfico importa para entender el tipo de ayuda humanitaria que se presta. La necesidad nos interpela».

Norma Romero, una de Las Patronas, sigue llevando allá donde sea necesario el mensaje fraterno y solidario que, desde 1995, anima su compromiso, sin importar si las circunstancias han cambiado, ya que, como ella dice: «Estamos ahí para hacer servicio, para ayudar a quien toque la puerta de nuestra casa». Y es que la realidad concreta fue el punto de partida del discernimiento. No se habló de la migración en abstracto, sino del camino, de los albergues, de los muros físicos y los no físicos, así como de las esperanzas que marcan la vida cotidiana de miles de personas. La reflexión teológica y pastoral se mantuvo anclada en la historia viva, en los cuerpos vulnerables y en las realidades sufrientes, recordando que, sin ello, se corre el riesgo de volverse discurso vacío.

Resonancias finales

Asistí a un diálogo transdisciplinario y transfronterizo en el que las sesiones se nutrieron del análisis, la praxis y la experiencia plural; pero, lo más importante, es que presencié y fui parte de algo más que un evento académico, un espacio de convergencia entre saberes, espiritualidades y territorios, donde la frontera se pensó como lugar teológico y como escenario de transformación social, ya que al acabar el coloquio resonaban en nosotros palabras y hechos, no únicamente datos, y eso nos llama a volver a responder a qué nos sentimos llamados frente a las necesidades de nuestros hermanos migrantes, a ratificar  que la frontera no debe ser un límite, a reafirmar el compromiso con la defensa de la dignidad humana, la justicia migratoria y, a la construcción, aunque parezca imposible, de una cultura de hospitalidad, entre quienes buscan, en medio del éxodo contemporáneo, nuevas formas de humanidad.

La movilidad humana, mirada desde la fe, no es solamente un fenómeno social o político, sino que es un signo de los tiempos que interpela a la conciencia creyente. En los nuevos horizontes políticos que atraviesan México y Estados Unidos, en los que resurgen de una manera feroz los discursos de exclusión y las terribles políticas de control fronterizo, la perspectiva cristiana nos invita a no responder con miedo, sino con esperanza activa y compasión comprometida, a «pensar, discernir y gestar un mundo más fraterno (ya que) un mundo más abierto no es suficiente», tal como recalcó el profesor de la Universidad Católica Argentina Pablo Blanco.

Así, debemos seguir atentos a contagiar el compromiso de ser espacios que hagan eco de la dignidad, del amor, de la justicia, a pesar de los desafíos del presente; a ser y tender puentes; a no callar y seguir gritando a todo pulmón que todo ser humano tiene derecho a un hogar, a una tierra y a una esperanza.

Gracias a todos los que fungieron de eco del clamor migrante.

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