Junto a los problemas del desarrollo, a vicios arraigados en la estructura social y a inercias estructurales en los poderes del estado, en este siglo parece haber una mayor sensibilidad a temas que nos obligan a ver más allá de los límites nacionales y del bienestar humano. El impacto del calentamiento global, la extracción masiva de materiales y la voracidad en el consumo de energías nos hacen mirar al planeta en conjunto para preguntarnos por su viabilidad. La posibilidad de una extinción de nuestros modos de vivir y morir nos concita a proponer caminos que podríamos transitar. Sin embargo, aunque las propuestas pueden converger, en otras ocasiones son irreconciliables, tal es, por ejemplo, la incompatibilidad del desarrollo con la salud del planeta.
Las consideraciones anteriores son necesarias para plantear qué prioridades podrían ser atendidas desde el ámbito político, sobre todo frente a las posibilidades que abre la reconfiguración del actual régimen mexicano. De resultar pertinentes, las reformas impulsadas en estos meses nos colocarían ante la oportunidad de lograr avances coordinados por parte de los tres poderes en términos de respeto y garantía de los derechos de humanos y no humanos, así como en relación con la salud del entorno que habitamos.
Las actividades extractivistas y la matriz industrializadora del desarrollo han dejado impactos graves en México. Suelos degradados, pérdida de las interacciones entre especies, destrucción de cerros, muerte de ríos y atmósferas enrarecidas son parte del inventario destructivo ocasionado por la expansión capitalista sobre modos de vida y organización que le resisten. Las políticas adoptadas en los diversos campos de la actividad nacional deben considerar estas situaciones como los límites que ya no deben ser pasados, de tal manera que la construcción de infraestructura y la promoción de las inversiones no profundicen el deterioro. Es una tarea muy compleja debido a la fuerte presión desarrollista que exige la continuación de la pulsión extractiva de materiales y la satisfacción de las altas demandas de energía. Tenemos también la urgencia de resolver asuntos como el calentamiento global que marca un derrotero inexorable, así como el de la marcha sin retorno hacia el agotamiento de minerales e hidrocarburos.
Desde el ejecutivo se han propuesto varios temas urgentes a los que debemos poner atención a lo largo del sexenio recién iniciado. El documento 100 pasos para la transformación esboza los ejes y las propuestas que orientarán el diseño del país durante los próximos seis años. Es, como debe esperarse, un documento concebido dentro de los marcos de la política entendida como un proceso de conciliación de diferencias entre humanos. Debido a esto el cuidado del entorno se confina a los compartimentos tradicionales: territorio, ambiente, sustentabilidad, energía, alimentación y agua.
En ese documento, el desarrollo vinculado a la actividad económica queda suficientemente acotado al indicar que la inversión se aceptará sólo si cumple con condiciones entre las que están el respeto de los derechos laborales, compromisos ambientales, sustentabilidad, procesos de economía circular y descarbonización. Estos criterios son pertinentes a la par de procesos de planeación y ordenamiento territorial que deben ser la base para la realización de actividades adaptadas a las circunstancias territoriales. Es un buen punto de partida que requiere, sin embargo, debates más profundos sobre la pertinencia o no del desarrollo, así como el cuestionamiento de los imaginarios que equiparan el crecimiento económico y el bienestar.
Dos temas decisivos dentro de las propuestas de atracción de las inversiones y aprovechamiento de la relocalización de las cadenas productivas son el agua y la energía. Pese a que la producción se presenta ahora con una preocupación «verde» y enfatiza el uso de energías limpias como parte de procesos sustentables, no podemos engañarnos: los procesos industriales son en una gran proporción dependientes de materiales y de energía que, si se desea limpia, requiere la extracción de materiales raros y escasos. Por otra parte, la producción agrícola industrializada también es extractiva tanto en términos de agua y nutrientes del suelo, como del trabajo intensivo de personas contratadas temporalmente.
Pareciera que, si queremos desarrollarnos, debemos seguir extrayendo y consumiendo. Pero es pertinente detener el deterioro en algunas partes del sistema, para lo cual viene bien devolver al estado la rectoría en el tema energético con la exigencia de orientarlo al bienestar humano y más que humano; de la misma manera debe trabajarse a pasos acelerados para ordenar las concesiones de agua que actualmente están distribuidas inequitativamente en función del lucro de quienes acaparan inmensos volúmenes de ésta.
La alimentación de las poblaciones humanas es actualmente una tarea que se realiza con alto impacto sobre otras formas de vida y de organización planetarias. No obstante, la agricultura debe concebirse en función de la alimentación y no del crecimiento económico. Afortunadamente en México tenemos la experiencia necesaria para impulsar otros modelos de producción y alimentación que podrían resultar más armónicos con la vida y la diversidad que nos constituyen. La chinampa, la milpa o los espacios de traspatio pueden ofrecernos soluciones ante la invasión de modos de consumo de alimentos que se basan en la industrialización de un reducido número de sustancias básicas acaparadas por corporaciones que se colocan por encima del interés general.
Asociado a los modos actuales de producción, el transporte de mercancías y la movilidad humana dependen en gran medida de la matriz energética y extractivista. La relocalización pretende hoy hacer frente a la irracionalidad de los grandes trayectos de intercambio comercial que se justificaron a partir de las ventajas comparativas por las que se asignaba una «vocación» a cada región del planeta. Movilizar grandes volúmenes de mercancías sigue siendo la norma, ante la cual será necesario hacer llamados frecuentes a la desglobalización. La movilidad de personas debe pensarse también, no solamente la que se realiza con medios impulsados por energías fósiles, sino la que se promueve a partir del uso de energías limpias. Ambas formas de movilidad siguen dependiendo de una matriz que debe erradicarse: la de la movilidad motorizada e individualizada. Para lograrlo será necesario pensar en limitar notablemente el desarrollo de la industria automotriz.
Este sexenio comienza con un plan ambicioso, aunque necesario, de cambios urgentes en las materias abordadas a lo largo de este texto. Será necesario presionar para que éstos avancen. Sin embargo, considero que para lograr avances a un ritmo que sea capaz de frenar o mitigar el deterioro planetario necesitamos pensar en otras formas de la política. No sólo necesitamos incorporar la pluralidad humana sino las diferencias planetarias radicales. Para esto no tenemos ni los lenguajes ni los espacios de organización. Quizá no haya que crearlos para no terminar atenuando las diferencias, pero sí será necesario pensar que otras voces y otros mundos deben participar en nuestros modos de lo político. El agua, los cerros, los amaneceres, la niebla, el aire, el asfalto, las ruinas de la industrialización y los centros ceremoniales, por ejemplo, entre miles o millones de radicalidades, deben tener una oportunidad en lo político antes de que la reconfiguración planetaria en marcha nos borre como especie o haga desaparecer nuestros modos habituales de amar y vivir.