El pasado 7 de noviembre se estrenó la última película de Guillermo del Toro, Frankenstein (Netflix, 2025). Como toda obra de arte cuando es auténtica seguramente desatará muchas reacciones y distintas interpretaciones. Pero quizá ésta pueda dar un poco más de que hablar al basarse en una «doble» experiencia artística, la de la novela clásica Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, y la reimaginación del director mexicano que la consideró en sus entrevistas «su proyecto más personal».
También el ojo creyente podrá encontrar aquí una película llena de símbolos de fe y reflexión existencial que sin duda habrá que volver a ver más de una vez para gustar todos sus diálogos y disfrutar de su excelente fotografía.
Quizá la más obvia contemplación sea la de la muerte como un don. Víctor Frankenstein (Óscar Isaac) busca durante toda su vida superar ese límite que, según él, Dios mismo no ha podido franquear. La vida de Víctor es una lucha continua y constante por robar el don de la eterna vida a la divinidad. Por ello, será sumamente diciente cuando la creatura (Jacob Elordi) insista en que morir sería un don, un regalo, aquello que le daría sentido al mismo vivir. Es casi como recordar que aquella constatación de Heidegger, muchas veces interpretada en clave pesimista, es una esperanza abierta. Somos seres para la muerte, y justo eso da valor a la vida.

Fotograma: Película Frankenstein 2025
Para el cristiano la muerte es algo más que un acto puntual, es punto final a toda una historia de lo que se ha querido ser, status termini que es condición de posibilidad de la salvación. De ahí que la creatura no sufra solamente porque no puede terminar sus múltiples sufrimientos con la muerte, sino porque sin ella algo le falta, le impide la total libertad y el don supremo de la creación. Por eso la creación de Víctor no pertenece al mundo de la gracia, mientras que para los humanos la vida eterna es don de Dios —de aquí que puede ser salvada—, para la creatura de Frankenstein vivir eternamente es una condena —incapaz de definitividad, al monstruo le atormenta vivir por siempre sin castigo ni redención.
Sin embargo, lejos de ser una fábula moralizante, la obra de Guillermo del Toro nos descubre otros lugares de salvación y redención que surgen de la tierra misma y de la historia, y nos ayudan a ser conscientes de las insurrecciones mesiánicas de la vida cotidiana. La creatura encuentra su auténtica identidad cuando es llamado «amigo» por aquel viejo ciego (David Bradley), que tal vez sea la mejor representación de Dios en toda la película. Ni monstruo, ni creatura, ni «it» (eso) reflejan lo que verdaderamente está llamado a ser éste con el don de su vida. Descubrirse amigo salva su eternidad, da sentido a su vida, y quizá sólo sea igualado como destino cuando Víctor Frankenstein lo llama y reconoce como hijo. Amigo e hijo, las dos únicas vocaciones fundamentales en el Evangelio: «Ustedes son mis amigos…» y «Ser hijos en el Hijo».
La estructura misma de la película puede ser reveladora. No sólo la versión de Víctor es la totalidad de la verdad. El capitán del barco, a pesar de querer hacer un juicio rápido y racional, tendrá que escuchar la otra versión de la historia, la de la creatura. Sólo el relato de ambos sacará a la luz la compleja red de relaciones de la que está formada la vida. Dirimir agresivamente los conflictos, sin escuchar ni dialogar sólo continuará el círculo de violencia. La sangre derramada en el barco no es de víctimas inocentes, es la sangre de la propia creatura que se desangra sin poder morir.
Las referencias bíblicas y religiosas están presentes en toda la obra, ya sea explícita o implícitamente. Si la Eva bíblica es un don dado por el creador para entrar en comunión con el primer Adán, en la creación desgraciada de Frankenstein la compañera es exigida como compensación a la condena de la eternidad. Lo que en el Génesis es gracia y don, en el moderno Prometeo es egoísmo y manipulación. Cuando la creatura renuncia a este amor egocéntrico descubrirá que la comunión ya ha sido posible en gratuidad: «Estar perdido y que te encuentren es el ciclo de la vida del amor», le confesará Elizabeth (Mia Goth).
O, por otro lado, un diálogo entre el viejo ciego y la creatura nos deja captar con fineza algo del misterio del hombre y Dios:
Viejo ciego: El hombre tiene preguntas para Dios. Hasta Dios tiene preguntas. Yo creo que quería respuestas y por eso nos envió a su Hijo. La muerte tal vez le intrigaba. El sufrimiento.
Creatura: Yo quiero saber quién soy.
Resuena en un teólogo, al escuchar este anhelo de identidad, aquellas palabras del Concilio Vaticano II, en Gaudium et Spes 22: El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte. Pero no deberíamos olvidar que esto acontece en la oscuridad de la fe, que es búsqueda y camino, perdón y reconciliación. La creatura al perdonar a su creador ilumina el enigma de su dolor y de su eternidad, y recibe un don mayor que la muerte, una misión, que es vivir: «Mientras estés vivo qué otra opción tienes más que vivir», es el último testamento de Víctor a su hijo.
De noche vamos todos, solidarios en la historia. Sea Víctor que se pierde y encuentra en sus noches, sea la creatura que contemplará finalmente un nuevo amanecer sólo después de habitar sus noches más oscuras. De noche caminamos nuestra historia, que para encontrar la Fuente, sólo la sed nos alumbra. Se llega a ser humano, vocación y tarea, misión y don, amistad y filiación.
Hijo: Victor. I forgive you… Víctor, te perdono. Puedes descansar, padre. Tal vez ahora ambos podamos ser humanos.






