Fábula con Dios al fondo: La mujer de los cinco maridos

«Si conocieras el don de Dios…» (Jn.4,10).

Sicar es una aldea recostada como una serpiente dormida en el flanco de la cadena de montañas por donde serpentea el camino de Samaria a Jerusalén. A unos cuantos centenares de metros más abajo, en el valle, hay un pozo muy profundo rodeado de plátanos de sombra, en el corazón de la tierra prometida, donde Jacob también había plantado sus tiendas de campaña y erigido un altar en el que invocó al fortísimo Dios de Israel. Al otro lado del valle surge el monte Garizim, la montaña sagrada de los samaritanos, pero tierra de herejía para los judíos, quienes huyen hasta de la posibilidad de pisar estos campos.

Para mí, a los dieciséis años, apenas una mujercita que no ha dejado de ser niña, Sicar sólo era una aldea amable y luminosa en la que no existía el dolor ni la tristeza. Seguramente, pensaba, Dios bajaría de cuando en cuando a pasearse por nuestras calles y luego descendería a ese magnífico valle para recordar el viejo paraíso.

Yo vivía como si un ángel hubiese inmovilizado el tiempo, como si hubiera logrado detenerlo en un perpetuo e inacabable domingo. Sí, así era, así fue también el día que lo conocí a él. Había amanecido bonito. El sol había sacado su sol de los domingos y las calles vibraban como en fiesta. Y es que mi primer amor fue como un brotar de agua fresca.

Foto: cathopic

A los dieciséis años se sueña mucho, siempre. Junto a él, el día no se terminaba nunca y hasta en la noche era imposible dormirse pronto, pues pensar en él era como si te encendieran una luz dentro del alma.

Pasaron los meses y él me hablaba con diminutivos, porque hasta mi nombre debía ser suavizado, como si él quisiera conservar mis dieciséis años tal como los había inventado Dios: sin sofistiquerías ni aventurones, sin ruidos de grande mundo, limpios aunque sin necesidad de que fueran destilados, llenos de ilusión y de esperanza y de facilidad y de alegría y… en fin, sencillos dieciséis años.

Nos casamos. Durante algunos años se estiró la tibieza del domingo. A veces, es cierto, aparecían algunos nubarrones, pero el sol siempre se las arreglaba para salir de nuevo. Yo me levantaba cada mañana con una nueva juventud, con un nuevo entusiasmo de trabajar por él, de quererle y hacer que le conocieran y le amaran; con una nueva alegría, con una nueva ilusión, como una novia recién estrenada.

Sin embargo, poco a poco fue llegando la fría, pesada, somnolienta mañana del lunes. Yo lo veía a él comenzar a caminar la vida dudando de la senda que habíamos emprendido juntos, iniciar la marcha cansado reservándose cada vez más trozos de corazón sin entregar. 

* * *

Era mediodía cuando bajé al pozo de Jacob. El tiempo me había enseñado que era la mejor hora para evitar los murmullos de la gente de la aldea, porque el calor era sofocante y nadie deseaba salir a la calle. Y ya estaba harta de oírlos decir en secreto y a escondidas o a voces:

       ––¡Esa mujer es mala!

       ––¡Sí, es mala!

       ––¡Ahí va otra vez esa cualquiera!

       ––¡Ea, por allí va la mujer de los cinco maridos!

Sí, era mediodía y el sol picaba cuando bajé con mi cántaro a cuestas lleno de soledad y de vergüenza. Entonces lo vi a Él: agotado y solo en tierra extraña, junto al brocal del pozo, casi acurrucado bajo aquella sombra de los plátanos; en el mismo lugar donde alguna vez, yo había pensado, Dios descendía para recordar el viejo paraíso.

Indiferente, como si allí no hubiese nadie, até la cuerda al cántaro y lo dejé caer lentamente hasta el fondo. Después lo saqué y, al levantarlo con mis dos manos para no derramarlo, escuché que aquel hombre me decía: «Mujer, dame de beber».

Sus labios estaban resecos, el rostro cubierto de polvo sudaba abundantemente. Le acerqué el cántaro en silencio pero, mientras Él bebía, le miraba desconcertada… Ese hombre de acento galileo acababa de cometer dos graves faltas: dirigir la palabra a una mujer y hablar a una samaritana. Pensé que su sed era mayor que su orgullo, así que pregunté con ironía y desgano: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí?»

Lo había tuteado con burla. Cuando la vida te ha vapuleado tanto ya no crees en muchos formalismos. Pero a Él no le importó. Sonriendo, a pesar del cansancio, me devolvió el cántaro y contestó: «Si conocieras el don de Dios… y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva».

El tono de su voz me conmovió. Sin embargo, su respuesta me confundió todavía más. A las faltas anteriores añadía una nueva: conversar con una mujer sobre asuntos religiosos. Pero lo que menos entendía era de dónde o con qué iba a sacar esa agua desconocida quien poco antes desfallecía de sed. Además, ¿quién era Él para ofrecer un agua viva que ni Jacob había encontrado en estas tierras? Una cosa era clara: Él no estaba bromeando. Por eso, entre mis dudas lo llamé «Señor», y pregunté: «Señor, no tienes con qué sacar agua y el pozo es hondo, ¿de dónde, pues, te viene esa agua viva? ¿Acaso eres tú más grande que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo, y de él bebió él mismo, sus hijos y sus rebaños?»

Entonces sucedió lo inesperado.

Él percibió mi creciente turbación, porque dijo: «Quien bebe de esta agua volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le diere no tendrá jamás sed, pues el agua que yo le dé se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna».

Al escuchar sus palabras sentía que estaba en juego el tamaño de mi existencia. Él se atribuía, sin lugar a duda, una autoridad y un poder por encima de todos. Además, ciertamente no se refería al agua estancada de ese pozo que no saciaba para siempre. Entonces yo me preguntaba de qué agua saltarina estaría hablando.

Al buscar una respuesta me sumergí hasta adentro de mi sed y fue como si empezara a rejuvenecer, como si estuvieran renaciendo mis dieciséis años de vida, como si mi corazón lastimado gritara que necesitaba volver a creer en el amor. ¿Era esto lo que Él quería decirme? ¿Era ésta la fuente inagotable que Él deseaba regalarme? ¿O es que acaso Él sólo quería evitarme esta larga caminata huyendo de las burlas de la gente?

Desconcertada por completo, y aprisionando mi secreto, únicamente pude pedirle, suplicante, a aquel extraño: «Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed ni tenga que venir aquí a sacarla».

Pero Él no me daba treguas. Su respuesta me sacudió. Él cerraba todas las puertas de escape: «Vete —dijo—, llama a tu marido y vuelve acá». Yo recibí el impacto. Confusa, sonrojada, busqué evadirme. Mi secreto sangraba con miedo a un desengaño: ¿qué haría Él si conociera mi pasado? Porque Él me había llamado «mujer» con respeto, había platicado conmigo sin importarle las prohibiciones de la ley, me había escuchado, y hasta me había ofrecido esa agua viva y misteriosa que yo no terminaba de comprender; pero que valía todo el oro del mundo porque era un don sincero, desinteresado y oculto.

Lágrimas inesperadas se arremolinaron en mi garganta. Dolía mucho. Demasiado. Apreté mis puños en una última defensa desde mi desconfianza, y contesté: «¡No tengo marido!». Él sonrió con ternura y sentí el tibio calor de su mano sobre la mía. Luego dijo, suavizando cada palabra, como ayudándome a dar a luz: «Bien dices “no tengo marido” porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido».

En su voz no había reproche alguno. Me sorprendía y admiraba que Él conociera mi vida. Pero me estremecía sentirlo mucho más allá de la justicia de los hombres. Él no me humillaba, sino que entraba en mi vida como gratuidad última, sobreabundancia sin más significado que abrirme a una esperanza extraordinaria. Si no, ya no sería un don.

Entonces comprendí que el agua viva que Él traía era de amor. Porque el verdadero amor es el que nos saca de nosotros mismos, el que nos lanza hacia afuera sin defensa, sin cálculo ni descuento ni reticencia. Porque nos enriquece, no por lo que nos devuelven sino porque el simple hecho de salir de nosotros mismos ya es enriquecedor. Porque el alma se estira cuando se abre. Se vuelve fecunda por el hecho de abrirse. Por eso el amor es un agua saltarina que crece para siempre.

Me sentí aceptada y amada. Ya no me resistí a la verdad. Lágrimas de gratitud y alegría volvieron a mis ojos después de tantos años. «Señor, veo que eres un profeta…», dije, y no pude decir nada más.

Se hizo un gran silencio. En las manos de Él había vuelto a ser la niña que era, y comencé a hacer preguntas de niña; problemas de catecismo, inquietudes que nadie había resuelto pero que a mí me urgía resolver para acercarme al Dios de este profeta: «Nuestros padres adoraron en este monte y ustedes dicen que es en Jerusalén donde hay que adorar».

Todavía no me recuperaba de mi asombro cuando llegaron sus discípulos. Ellos se sorprendieron al encontrarle platicando conmigo, pero no se atrevieron a preguntarle nada.

Yo no esperé más. Abandoné el cántaro y me fui corriendo con mi alegría por la aldea. En mis labios llevaba el sabor de lo fresco y lo nuevo. Mi entusiasmo y mi verdad gritaban sin rebajas: «¡Vengan a ver a un hombre que me ha dicho lo que he hecho! ¿No será el Cristo?»

Casi era para morirse de risa: me veían asustados, desbordados por mi gozo. Muchos salieron a verlo y hablaron con Él, y le pidieron que se quedara con ellos, y creyeron en Él. Muchos más regresaban a mí y me decían: «Ya no creemos por tus palabras. Ahora nosotros mismos hemos oído y sabemos que es verdaderamente el Salvador del mundo».

Entonces yo me sentía estallando de contenta al descubrir que había bastado un segundo de amor para que saltara repentina esa fuente que en mí corría brotando a ras de mi alma.

Al tercer día Él se fue. Había amanecido bonito y el sol había sacado su sol de los domingos. Y yo… ya nunca olvidaría que, para anunciar, por primera vez, el secreto que aún no había revelado a nadie, Jesús no eligió a ninguno de los doce…, sino a esta loca mujer, que tuvo cinco maridos y vivía con un amante.

Un comentario

  1. Me partece precioso el texto…de sencillez profunda, que causa al leerlo la alegría que tuvo la samataritana.. invitando a salir proclamando la gratitud del AMOR de Dios siempre regalado

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