Fábula con Dios al fondo: El hombre que remendaba sueños

En la siguiente fábula, el autor ha procurado seguir el consejo de san Ignacio de Loyola, en la contemplación, de ocupar el papel de alguno de los personajes, para revivir con todos los sentidos la experiencia viva de cada pasaje. Por ello se escribe en primera persona y, a medida que se avanza, se irá identificando con facilidad al personaje central. A la vez, son Fábulas (es decir, aplicación de la imaginación ignaciana) que están incompletas, que el lector puede hacer crecer, aplicar y matizar con su propia vida. Es así como se puede resaltar que quien contempla está en silencio, envuelto y activo compenetrado por la Presencia.

Nadie se dio cuenta. Sólo yo lo vi. El pobre de Zebedeo los dejó ir… 

Mucho le había contado Juan a su padre sobre su aventura en Judea en la ribera del río, y cuánto había influido en él y en mí ese carpintero de Nazaret. Zebedeo había notado también cómo el entusiasmo juvenil de sus dos hijos, tan impulsivos, iba tomando después un nuevo giro en ellos; porque sentían una gran atracción por ese hombre y por lo que El decía acerca del Reino.

Recuerdo que a mí me entusiasmaba mucho estar a su lado, recostar mi cabeza sobre sus rodillas, y escucharlo hablar, contarnos mil historias verdaderas y diez mil que no lo eran; pero que yo sabía que estarían ahí siempre, puntualmente, cada día, como las natillas que mamá nos regalaba de postre los domingos.

Y, mientras trabajábamos, conversábamos vagamente, pasando de un asunto a otro, sin mirarnos, interrumpiéndonos continuamente o hablando todos juntos sobre lo que fuera: los amigos del puerto, la fiesta en el pueblo, la subida o la caída de las ventas, o sobre aquella chica que alguno de nosotros acababa de conocer.

Zebedeo hablaba poco. Escuchaba mucho. Y metía el hombro en todo lo que podía…

—Zebedeo, préstame tu bote.  

—Zebedeo, préstame tus redes.

—Zebedeo, préstame unas monedas; nada más cobro y te las pago.

—Zebedeo, préstame tu canastón para ir al mercado; mañana te lo devuelvo.

—Zebedeo, préstame a tus hijos…, ya no te los regreso.

Jesús entró en nuestras vidas de repente, y en un instante nos pidió que lo dejáramos todo. «Síganme», había dicho. Juan y Santiago, Pedro y yo no pusimos ningún obstáculo. Aquel momento lo esperábamos ya desde hacía varias semanas. Los arreos de pescar fueron a parar dentro del bote más cercano, y nos fuimos detrás de Él sin decir siquiera adiós… para seguir a Dios.

Zebedeo no dijo nada. Permaneció sentado junto a las redes sin entender nada, sin comprender nada y casi, apenas, con fe, mientras nosotros nos alejábamos sin echar una sola mirada hacia atrás.

Y, sin embargo, no pude resistir y me volví a verlo. Corrían las lágrimas del pobre viejo, su cabeza se inclinó tristemente, y sus manos, que hábilmente habían estado remendando las redes, cayeron pesadamente sobre sus rodillas. No nos llamó, no nos hizo un solo reproche. Nos conocía demasiado bien como para dudar de lo que habíamos elegido. Pero su cabeza se inclinó aún más, su larga barba cubrió su pecho, sus brazos se paralizaron, y el corazón de mi querido Zebedeo se llenó de llanto al vernos partir para convertirnos en pescadores de hombres.

Así comenzó todo para nosotros. Así comenzó todo para mí. Y esa imagen de Zebedeo la traigo siempre conmigo en el corazón de mi corazón. Pero no es sentimentalismo, es la fuerza lo que me ha prestado ese hombre de manos callosas y arrugas sobre el rostro.

Imagen: Cathopic

Al principio todo era como un sueño. A mí me gusta soñar, porque cuando sueñas se te multiplica el alma por adelantado. ¡Me sentía tan orgulloso de mis sueños! Jesús era el enviado, y me había elegido a mí. Yo había sido el primero en conocerlo aquella tarde que me acompañó Juan. Y yo había sido también el primero en llevarle a Pedro. Los cuatro habíamos sido sus primeros discípulos. «Los primeros, los primeros», me lo repetía sin cesar, casi como un título de propiedad, o de nobleza. Me sentía como una especie de héroe: ¡lo había dejado todo para seguirlo! Casi era irremediable ver a los demás como con una vocación de segunda: habían llegado después, tal vez no habían dejado atrás tanto como yo.

Hasta que un día volvimos al lago y fui a buscar a Zebedeo. Entonces le pregunté:

—¿Te sientes solo?

—Sí, a veces es muy difícil permanecer aquí con la barca vacía y el corazón lleno de remiendos.

—Pero Dios ha hecho de tus hijos pescadores de gentes. Les ha dado una gran misión.

—Perdona, Andrés, que te diga la verdad. Pero la verdad es ésta: que llegará el invierno y yo seguiré solo entre peces ordinarios, mientras ellos están lejos. ¿Acaso no se puede ser santo entre los tuyos? ¿Era preciso que se fueran? ¿Es que piensan acaso ser mejores que todos? Siglos y siglos hombres y mujeres sirvieron a Dios cada mañana humildemente en los campos, en la pesca, en las casas, viviendo. Y he aquí que de pronto todo les queda pequeño a ti y a mis hijos. Hay momentos en que me entran dudas, y no sé si realmente saben lo que están haciendo; porque si das el paso, si respondes que sí, será imposible volver atrás, irás rodando de dolor en dolor.

—Pero, entonces, ¿no amas a Dios?

—Sí, lo amo, pero yo no amo a Dios porque me sepa dulce sino porque es Dios. Porque ustedes se fueron creyendo que sería fácil: un heroísmo constante sin pesares, una fe sin dudas, un amor de Dios para ustedes en patrimonio exclusivo. ¿No te das cuenta? Ustedes se llevaron con ustedes sus sueños, pero no el sueño de Dios. Abre bien los ojos. Nuestra tierra agoniza cortada de norte a sur, desgarrada sobre todo por nosotros. He visto nuestros campos muertos de hambre, con las bocas de los surcos abiertas. He visto al padre odiar al hijo, y al señor regateando al siervo su salario o dejándolo sin trabajo, muchos hombres sin tierra, mucha tierra sin hombres. Hay tanta hambre como odio y tanto vino como injusticia. ¿Es que acaso no hay felicidad suficiente para todos sobre la tierra? ¿Qué no ves que es preciso que soportes dos o tres tormentas antes de poder gozar la calma? Si quieres ser libre de verdad es necesario que te dejes invadir por el amor de Dios sin intentar cobrarte o sacar alguna ventaja de sus dones.

—Pero…

—Porque ése es tu problema: ves y no miras, oyes pero no escuchas. ¿Es que no lo ha dicho ya Él? Bienaventurados los pobres de corazón, porque ha llegado el siglo de la generosidad. Felices los que aman, porque en sus manos va a poner la bandera de la alegría. Dichosos los niños, porque el mundo va a ser para ellos como una fruta madura. Ahí está el primer decreto de la Buena Noticia: se prohíbe el egoísmo para que nazca el gozo. Abran las redes para los hijos de Dios.

—Pero yo pensé que…

—¿No comprendes? Mira, yo tengo muchos amigos y amigas en el pueblo. Pero las mejores son las campanas. Son dos, y las dos me hablan como dos santas desde el templo. Por la mañana tienen la voz más alegre, como si fuesen niñas. Luego, a la noche, tienen la voz más seria, pero no están cansadas. Una campana nunca se cansa de tocar. Es un bonito oficio el suyo, ¿no te parece?

—Zebedeo, ya estás inventando historias…

—Un elegido de Dios es como una campana: vive colgado de Dios, pero siente temor de alejarse de Él, duda sin descanso, se equivoca, puede traicionar su elección. Y es que la voz de Dios no es una joya rígida que se conserva avaramente entre algodones. Es una pesca peligrosa y expuesta que hay que hacer crecer, y que podría perderse en un instante si las redes estuvieran rotas o mal remendadas. ¡Oh, Dios, qué peligroso es manejar tu nombre! Pero hay que repicar sin cesar. Pero hay que tocar a vuelo para Él. Y hay —sobre todo— que aprender su melodía, para que el canto tenga sentido, y alegría.

—No sé, Zebedeo. Yo sé tan sólo que antes de seguirlo todo era tan fácil. Remar mar adentro, arrojar las redes, remendarlas, soñar… Ahora…

—Ese momento llega para todas las almas, Andrés. Todos oyen un día una voz. ¿Por qué crees que dejé ir a mis hijos?

 —¿Una voz que pide dejarlo todo?

 —Sí, cada uno debe ir a su guerra. «No la paz, sino la espada», ¿lo recuerdas? Unos a predicar, otros a curar enfermos, otros más a construir casas o a cuidar a los niños y al marido. Son guerras distintas, pero en todas se muere lo mismo, en todas hay que abandonarlo todo.

—Pero… yo no veo que los demás tiemblen al subir a la barca.

—Es cierto. No tiemblan… porque casi nadie sube. Se quedan contemplándola desde lejos.

—Será por eso por lo que hay tan pocos santos.

—Tú lo has dicho, Andrés, por eso hay tan pocos santos. No se puede llegar al domingo sin pasar por el viernes.

—¿Ama entonces Dios el riesgo y la lucha y el poner el alma cada día en la balanza?

—¿Recuerdas? «El que ama su vida la perderá; el que la pierde, ése la ha ganado». Baja en el silencio a tu corazón, y Él te dirá a qué lado estás de la raya.

—¿De qué raya me estás hablando, Zebedeo?

—La que marca los verdaderos confines de la pesca. Dios la traza con su dedo cada día sobre las aguas. Cada día las aguas de la vida la borran, y cada día Él la traza de nuevo como una gigantesca red. Y no hay día en que no queden adentro nuevos peces, y otros se salgan de la verdadera patria. A nosotros nos toca ayudarle a remendarla.

—Me gustaría verla alguna vez.

—La verás un día, Andrés, como la veremos todos. Será una de nuestras mejores sorpresas. En ella estarán todos los pobres y despojados, los considerados de poco valer, los olvidados, los tachados de incapaces para merecer algo…

—¿Y yo, Zebedeo, estaré adentro de la red? 

—Si tu corazón desea estar adentro de la red es que ya estás adentro de la red.

—Entonces somos peces y pescadores.

—En realidad, ya te lo dije, sólo Dios pesca. Nosotros sólo remendamos las redes. Pero no podremos hacer nada si no dejamos que Él nos atraiga a su red. Ésa es nuestra vocación: remendar sin cesar. Y alegrarnos sin cesar porque Dios será feliz cuando la red esté repleta. Por eso me da tanta pena la gente que no valora sus vidas. ¡Pero si estamos llamados a hacer algo que es infinitamente más grande que nuestra naturaleza: amarle, colaborar con Él en la gran pesca del amor! Es Él quien da fuerza y fecundidad en todo. Y yo sé sobradamente que toda mi tarea de hombre es repetir y repetir su nombre. Y retirarme…

Zebedeo dejó de hablar. Yo permanecí callado. Después regresé a donde me esperaban todos ustedes, para continuar mi oficio de pescador de hombres. Nunca más volví a escuchar al demonio de mediodía que me hablaba al oído sobre abandonar las redes.

Además, ahora ya sé que, si alguna vez volviera la tentación, me bastaría recordar… para ahuyentarla, a aquel viejo pescador a quien Jesús eligió; para que le ayudara con el magnífico oficio de remendar las redes del alma, cuando en la pesca de la vida los sueños se han roto.

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