«Vengan, cantemos al Señor»
SEPTIEMBRE
Domingo 10
- Ez 33, 7–9.
- Salmo 94.
- Rom 13, 8–10.
- Mt 18, 15–20.
§ El Evangelio de hoy es una invitación a contemplar nuestros acuerdos de amor en su verdadera dimensión: son lugar visible de la presencia de Cristo, fruto del amor generoso de Dios.
§ Mira los momentos en que has podido llegar a un acuerdo con otras personas, especialmente con aquellas que no estaban tal vez tan cerca de tu corazón. Ahí se ha producido un cambio que mira al amor, a la comunidad, a la verdadera comunión. Ahí el corazón se ha reblandecido y ha podido recibir palabras que antes no comprendía, ha compartido esperanzas que antes no tenía, ha hecho crecer la confianza que antes estaban encadenada por el miedo y la costumbre.
§ Por eso, el Evangelio nos convierte así en testigos, en atalayas desde donde mirar lo que puede ser en verdad nuestra comunidad, cuando está guiada solamente por el amor. Nos permite ser los cuidadores de la verdadera humanidad, que no está hecha para refugiarse en una manera de ver o de pensar, sino que se abre a la palabra que viene del otro y a su experiencia, para construir juntos y para convertir nuestra Tierra, madre de todos y todas, en un verdadero hogar.
La palabra de Jesús hoy nos recuerda la dificultad de nuestros acuerdos, pero también su verdadera dignidad. Cuando logramos unir nuestras palabras, esperanzas y pensamientos y nos dirigimos juntos al amor, no somos solamente nosotros quienes estamos ahí, sino que nos convertimos en sacramento: en signo visible de la presencia de Cristo, de la presencia del Padre, nos convertimos en manifestación plena del Espíritu de comunión que es Dios. Entonces, nuestros acuerdos dan testimonio de lo que podemos ser verdaderamente: una humanidad que sabe escucharse, que se toma en cuenta, que se abre a compartir y a hacer posible un hogar donde dos personas distintas, o más, de diferente cultura, de diferentes costumbres, de diferente esperanza, pueden encontrarse y convertirse en hijos e hijas de un mismo pueblo, de un mismo Padre, hermanos y hermanas en un mismo Dios. Así, la Tierra toma también su verdadera vocación: se convierte de lugar de violencia en lugar de acuerdo, de lugar de guerra en tierra de paz, de lugares aislados en un verdadero hogar.