El otro lado del espejo 

Dicen que uno nunca se ve tal cual es, pues no estamos terminados. Que en los espejos, los rostros aparecen volteados, que los ojos se ven a sí mismos sin verse del todo. Y sin embargo, a veces basta una sola mirada para cambiarlo todo.
Mirarme al espejo siempre fue algo tan cotidiano que se volvió parte de mi rutina: cepillarme los dientes, acomodarme el cabello… hasta que un día pasó algo que no esperaba. Me miré y no me reconocí. 

No era por un nuevo corte de pelo ni por algún cambio físico. Era otra cosa. Algo en mí se resistía a sostener la mirada, como si no quisiera encontrarme con lo que ese reflejo me devolvía. Algo dentro de mí se quebró… o más bien, se abrió. Me costaba mirarme, sostener la mirada, pero, aun así, con incertidumbre y con dudas, me atreví a quedarme, a mirar. A ver más allá de una simple imagen. 

Fue entonces cuando lo vi. No estaba solo. No solo me miraba a mí. En el reflejo, había otra mirada. Una más honda, una que me sostenía, una que, sin palabras, me hablaba al corazón. Era Jesús mismo. Ahí comprendí que no solo me estaba mirando a mí, sino que Él me estaba mirando en mí. Santa Teresa de Jesús lo resumió de forma tan sencilla y potente: «Mira que te mira» (V 13, 22). Cuando uno se atreve a sostener esa mirada, todo cambia. 

Aquel espejo dejó de ser un objeto de rutina. De pronto, se volvió un lugar sagrado. Ya no solo reflejaba una imagen: me reflejaba a mí, a mi propia identidad. Me enfrentaba a lo que soy y también a lo que estoy llamado a ser. Mirarme se había convertido no solo en ver mi rostro, sino en mirarme al corazón. 

Y ahí, en esa mirada profunda, comenzaron a aparecer las partes de mí que no siempre me atrevía a nombrar. Mis ojos hablaban de futuro, mis manos de deseos, mis hombros del peso que a veces cargaba, mi pecho de las ganas de encontrar sentido. Había en mí un anhelo escondido, que de pronto empezó a arder. Mis sueños, mis deseos y también mis miedos y mi fragilidad empezaron a hablarme de mi vocación. De aquella llamada interior que me empujaba a vivir con mayor hondura, con libertad, con plenitud. 

Cuando me miraba, aparecían ideas que claramente no eran el camino que yo imaginaba, o que al menos en ese momento quería para mí. Vino una lucha interna: entre lo que soñaba y lo que los demás podrían querer para mí, entre lo que deseaba y lo que para el mundo es exitoso. Porque hoy nadie quiere ser el «rarito» que se mete de cura. Yo tampoco lo quería. O al menos, no era lo que soñaba para mí. Pero había un eco en mi interior. Una intuición: tal vez esto también podría ser para mí. 

Foto: diegoesquivel-Cathopic

Aprender a mirarme 

Decidí atreverme, con miedo, con incertidumbre, sin tener nada seguro, porque esa intuición sabía que venía de algo más grande… o mejor dicho, de alguien. Aquella mirada que me costaba sostener se volvió camino. No como una meta alcanzada, sino como un punto de partida. Fue más bien como aventurarme a habitar lo que vi en el espejo: mis preguntas, mi fragilidad, mis búsquedas más hondas, mis sueños más escondidos. Me atreví a apostar por una forma de ser y estar en el mundo que me invita todos los días a seguir mirándome con verdad, a mirarme con ternura. A mirar a Dios y dejarme mirar por Él. 

En lo cotidiano fui descubriendo que no hay vocación sin humanidad. Que el buen Jesús no llama desde fuera, sino desde dentro. Desde lo más humano de nosotros mismos. Fueron meses de escucha, de silencio, de comunidad, de reconciliación. De encontrarme conmigo y con Él en lo sencillo. Entendí que la mirada de Jesús no exige: me sostiene. Esa mirada ama, y al amarte, te revela. 

La Compañía de Jesús, desde su espiritualidad y modo de proceder, me ha enseñado a mirar desde otra óptica: a reconocer que mis sueños, mis heridas, mis búsquedas, mis miedos… son tierra sagrada. Son el lugar desde el que Dios me llama. Y lo que menos imaginé es que, en el seguimiento cercano a Jesús, pudiera encontrar sentido a mi vida. Que ahí mismo, en lo que parecía absurdo, encontrara una felicidad más honda. No más fácil, pero sí más real. 

El mundo como espejo 

Tuve la experiencia de descubrir que el espejo, donde todos los días me veía, no está solo en mi cuarto o en el baño. Está también en los otros: en sus ojos, en sus historias, en sus sonrisas, en sus heridas. He visto a Jesús en los jóvenes que buscan, en los niños que ríen, en los enfermos que esperan, en los catequistas que enseñan, en los rostros de los pobres… En todos ellos, me he visto también a mí. Porque sus preguntas también son mías. Porque su dolor me espejea. Porque su esperanza es también la mía. 

Mirarme al espejo ya no es un acto solitario. Es una mirada compartida, una vocación compartida. La espiritualidad ignaciana me ha ayudado a integrar mis búsquedas con las de los demás. A caminar con otros. A discernir juntos. A soñar la vida como un proyecto en común. Y aunque aún no tengo todas las respuestas, tengo una certeza que me basta: mirándole, me miro; y mirándome, le miro. 

¿Y tú… qué ves en el espejo? 

Y es que mirarse con verdad duele. Porque nos despoja de las máscaras que usamos para no mostrar quiénes somos. Hemos aprendido a construir una versión de nosotros que sea aceptable para los demás, pero a veces también nos la creemos nosotros mismos. Entonces, cuando llega el momento de mirarnos sin filtros, de enfrentar lo que realmente somos: con nuestras heridas, nuestras contradicciones, nuestras fragilidades y deseos más profundos, duele. Duele porque implica reconocer, porque nos confronta, porque nos sitúa, porque nos revela. Pero, así como duele, también libera. Porque la verdad, como dice Juan en su evangelio, «nos hará libres», y me atrevo a decir: libres para amar. Porque ya no hay que fingir. Porque me reconcilio conmigo. Porque me abro a la autenticidad y a lo que Dios ha soñado para mí. 

Creo que todos estamos llamados a mirarnos con verdad, a dejar que esa mirada nos revele quiénes somos en lo profundo. A dejarnos interpelar por quien nos espera del otro lado del espejo. 

Y entonces, ¿qué pasa cuando por fin te miras de frente? Cuando ya no puedes evitarte, ni callarte. Cuando el reflejo en el espejo no es solo el de tu rostro, sino el de tus anhelos, tus quiebres, tus sueños más profundos. ¿Quién eres cuando te paras frente al espejo y solo tú te ves, cuando solo el Amigo Jesús te ve? ¿Qué historia te habita? 

Tal vez ahí, en ese cruce de miradas entre tú y tu reflejo, entre Él y tú, comience a dibujarse una voz que no viene de ti, pero que te llama. Una voz que no grita, pero que lo dice todo. Una presencia que no se impone, pero que arde. Y tal vez, solo tal vez, descubras que lo que ves no es unicamente tu reflejo, sino un camino, una promesa. Que lo que sientes no es solo miedo, sino invitación. Que lo que escuchas, entre el ruido y la duda, es un nombre que te llama a vivir de otro modo. Porque creo que el inicio de una vocación no es más que eso: un instante en que te ves con tal verdad, que ya no puedes seguir siendo el mismo. 

Si me preguntaran por qué hoy un joven se sentiría llamado a la vida religiosa, especialmente en la Compañía de Jesús, diría: quizás porque un día se atrevió a mirarse de verdad. Y en esa mirada, descubrió que su reflejo le estaba llamando por su nombre. 


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