El estilo Arrupe: modo de proceder de un general evangélico

Por Pedro Miguel Lamet, S.J.

Este artículo reflexiona sobre la vida y el legado del padre Pedro Arrupe, SJ, haciendo hincapié en su autenticidad, humildad y liderazgo arraigado en el Evangelio. Destaca cómo su profunda fe, su sensibilidad cultural y su compromiso con la justicia dieron forma a la misión jesuita en un mundo en rápida evolución. Incluso en la enfermedad y la marginación, Arrupe siguió siendo un hombre de oración y de alegre confianza, ofreciendo un testimonio intemporal para los retos de hoy.Una anécdota puede sintetizar una vida. Cuando Pedro Arrupe daba catequesis a adultos en Hiroshima, un viejo japonés le miraba sin pestañear y sin que durante seis meses dijera algo. Arrupe entonces se atrevió un día a preguntarle: «¿Qué opina usted de mis explicaciones?». El japonés con impasible rostro de samurái respondió: «No puedo opinar, porque no he oído nada. Soy sordo, ¿sabe? Pero basta con mirarle a los ojos. Usted es lo que dice. Cuanto usted cree, eso creo yo”.

Foto: Cathopic

En su último viaje a Filipinas, durante la escala que hizo a Tailandia antes del vuelo de regreso a Roma en el que sufrió el ictus cerebral y dirigiéndose a unos seminaristas, les dijo que cuando subieran al púlpito, “convenceréis no por lo que decís, sino por lo que sois”. Ese era el gran secreto del padre Arrupe, la integración en su persona de autenticidad, armonía y libertad, con la verdad vivida del Evangelio. El hombre es el mensaje. En un mundo radicalizado por partidismos y banderías, los seres humanos que han sabido tender puentes entre ideologías, culturas y desigualdades siguen vivos. Tal es el caso de Gandhi, Luther King, Romero o de nuestro inolvidable Pedro Arrupe.

“Lo vi todo claro”

Cuando le visité en Roma, se la había parado el reloj. Igual que el seis de agosto de 1945 a las 8,15 de la mañana en las afueras de Hiroshima. Entonces cayó en la cuenta que el B-29 que cruzaba el cielo impoluto de la ciudad japonesa no era el consabido avión-correo americano de todos los días. Subió al montículo que había cerca de su casa-noviciado de Nagatsuka y pudo comprobar que el pika-don (“resplandor” y “estallido” en japonés) de la primera bomba atómica de la historia, había convertido a Hiroshima en un desierto de humo y ceniza. Bajó a la capilla, y preguntó a Dios que podría hacer ante las manecillas muertas de aquel reloj parahistórico, situado en un no-tiempo que se le antojaba eternidad. Pensó que tanta energía desarrollada para el mal podría transmutarse en fuerza creadora para el bien y a ello dedicó sus esfuerzos. Hoy, cuando el mundo sufre un gran desconcierto geopolítico y socioeconómico, el mensaje de Arrupe sigue vivo, un pensamiento que está conectado íntimamente a su vida.

De esa vida brota su modo de proceder. Huérfano sucesivamente de madre y padre en el Bilbao industrial, donde nació en 1907, su primer contacto con las desigualdades ocurrió en los suburbios de Madrid, mientras estudiaba medicina, y su descubrimiento del misterio en la gruta Lourdes. Decidió entonces hacerse jesuita y, después de dejar en el noviciado de Loyola una imagen imborrable de sí mismo, en Oña (Burgos), mientras estudiaba filosofía tuvo una experiencia mística, según me confió en Roma: «Escuché una voz que me decía: Tú serás el primero; y sentí una luz interior por la que lo vi todo claro». Creo que de esta iluminación brotará el “estilo Arrupe”. Veía claro por encima de posturas preconcebidas. Por eso cuando estaba con un jesuita, no miraba a un “súbdito”, sino sobre todo a una persona, más allá de todo utilitarismo de gobernante.

Por estos caminos Pedro ingresaba en la nueva era posconciliar con una aportación única, la inculturación, término acuñado por él, dentro del pluralismo. Estaba convencido de que «ninguna cultura es perfecta» y de que «los valores culturales no son absolutos. Una cultura que se encierra en sí misma se empobrece, se anquilosa, muere. Si la fe queda encerrada en una cultura particular sufre esas limitaciones. La fe debe mantener su continuo diálogo con todas las culturas. Fe y cultura se emulan mutuamente; la fe purifica y enriquece la cultura y la cultura enriquece y purifica la fe … El pluralismo en la expresión de la fe no sólo no es un mal necesario, sino un bien al que hay que aspirar… Mientras que la unidad se mantiene por la unicidad de la naturaleza humana y la unidad del espíritu que anida vida y todo esfuerzo. El Espíritu Santo realiza el deseo, humanamente imposible (y sin embargo más profundo del hombre) de la unidad radical en la más radical diversidad” (Sínodo de 1977). ¿Qué supone esa apertura? Que la verdad en esta vida no es un patrimonio absoluto de nadie, sino que todo el mundo tiene su pedazo de verdad. El estilo Arrupe presupone siempre esto, la actitud humilde de aprender del otro.

En sus tiempos de maestro de novicios en Hiroshima no cesaba de acudir a la fuente de toda su vida: Jesús en el sagrario. Se alojaba en el peor cuarto de la casa, un lúgubre torreón; limpiaba los zapatos a los jóvenes jesuitas, y luchaba denodadamente para entrar en la compleja psicología de los japoneses. Uno de los últimos testimonios recibidos de aquel tiempo lo define «siempre con la sonrisa a flor de labios y el corazón dispuesto a agradar y ayudar a los demás».

Visitar el futuro

Como responsable de la viceprovincia de Japón, con la internacionalización de esta misión jesuítica, tuvo ocasión de vivir como en un tubo de ensayo, lo que el futuro le depararía de una forma más exigente como superior general. Todos estos cimientos darían su gran fruto no solo en la figura del posconcilio que lanza a los jesuitas a la aventura de comprometerse a luchar contra la injusticia en las fronteras del Tercer Mundo. «Don Pedro», como le llamaban cariñosamente sus compañeros, cambió el «ordeno y mando» de la férrea orden ignaciana por una sonrisa de amor evangélico, y la ascética cerrada en sí misma en un impulso positivo de servicio, definiendo a los jesuitas como «hombres para los demás». Efectivamente, cuando Arrupe llega a Roma, en 1965, era ya un hombre del Concilio antes del Concilio.

En aquellos años creativos de una Iglesia que se despertaba de un largo letargo, Arrupe parecía correr aún más deprisa que la Historia, con sus intuiciones de futuro sobre la Iglesia de América latina, contra el racismo en los Estados Unidos, y sus ideas sobre los “colegios de ricos”. Se reunía con los curas obreros; les decía las cosas claras a los dictadores Franco y Stroessner; entraba en la cárcel a visitar a Daniel Berrigan, el jesuita que quemara los archivos del Vietnam, y participaba lúcidamente en los grandes acontecimientos eclesiales.

Sus viajes, para conocer la Compañía, acercaron su figura entrañable y sencilla a cada jesuita, que se sentía “personalmente atendido”. Era el estallido de lo universal, de una iglesia comprometida desde su aire abierto y dialogante. Entendía la vida religiosa a partir de la misión; confiaba plenamente en las personas, recorría el mundo para ver de primera mano la diversidad de tiempos, lugares e individuos. Era tolerante con los flacos y vacilantes, estimulaba a las juventudes a «visitar el futuro», en expresión de su sucesor Adolfo Nicolás. Su “modo” era un modo apostólico, lúcido, osado, discerniente, profundamente participativo: pues la CG 32 llegó a ser también un modo de consulta sobre lo que era tan criticado desde significativos sectores del Vaticano, la Iglesia y la Compañía…

En manos de Dios

Lejos de huir y arredrarse en tiempos de crisis, apretaba el acelerador buscando nuevos horizontes en los convulsos años 60 y 70. Pero este talante, su nueva concepción de la obediencia, su estilo amistoso de gobernar, acabarían por costarle caros. Sufrió la incomprensión y hasta la traición dentro de sus filas. Se le acusó de que «un vasco fundó la Compañía de Jesús y otro se la estaba cargando». Tuvo que enfrentarse con un riesgo de escisión por parte de los de la «estricta observancia». Y finalmente recibió una admonición de Pablo VI durante la Congregación General, que se replanteó la supresión de los «grados» o categorías de jesuitas, y decidió optar por la justicia. El papa que, según me dijo, le quería «como un abuelo» y conservaba en su breviario oraciones compuestas por él, le reprendió severamente.

Aunque su gran noche oscura sobrevendría en tiempos de san Juan Pablo II, que se resiste a recibir al general. Solo dos veces, durante diez minutos, pudo Arrupe conversar con él. Y, cuando lo consigue y le presenta su dimisión por no sentirse con la confianza de la Santa Sede, el papa se la niega. Tenía en mente otros planes de reforma sobre la Compañía.

Se diría que el papa blanco y el vulgarmente llamado «papa negro» hablaban entonces lenguajes diferentes. Arrupe obedecía sonriendo y animando a sus compañeros. Pero algo se rompía dentro de él en una secreta y terrible noche oscura. Al regreso de su viaje a Extremo Oriente, el 7 de agosto de 1981 cae gravemente enfermo, víctima de una trombosis cerebral. El secretario de Estado, cardenal Casaroli le deja llorando en su cuarto de enfermería con una carta por la que el Papa interrumpía el proceso constitucional de la Compañía, destituía al vicario designado por Arrupe, padre Vicent T. O’Keefe, y nombraba a dedo, como delegados suyos en la Orden a un octogenario jesuita, confesor de dos papas considerado como la antítesis ideológica del general, Paolo Dezza, luego premiado con el cardenalato; y como su coadjutor a Gisseppe Pittau.

Arrupe inclinó la cabeza, y anonadado, obedeció una vez más. Cuando le visité en Roma para tomar datos para su biografía, Arrupe, rosario en mano, parecía un Cristo de Mantegna, pálido y transparente, sonriendo aún desde sus torpes labios hemipléjicos, besando la mano de los que intentaban besársela, sin abandonar nunca ese gesto con el que parecía pedir perdón casi por el simple hecho de ser.

Entonces, con su media palabra de enfermo el hombre que había hablado siete lenguas y había sido recibido por los más importantes personajes de aquel tiempo, me abrió balbuciente su corazón, un corazón partido entre su obediencia y su noche oscura, entre la incomprensión y la claridad interior. «No lo entiendo, no lo comprendo – decía-, el papa conmigo habló poquísimo. Yo nunca intenté forzar ninguna voluntad. Siempre dialogué con todos. Yo estaba interiormente convencido. Veía claro. Era maravilloso. Una experiencia de Dios. Ahora estoy roto. No sirvo para nada. Pobre hombre. En manos de Dios». Desde una fe que era aceptar siempre la voluntad de Dios, la fuente interior del estilo Arrupe.

Después que la Compañía volvió a sus cauces habituales y una vez elegido el nuevo general, Peter Hans Kolvenbach, viviría sin vivir todavía casi nueve años más de silencio en su pequeño cuarto de enfermería, por el que pasarían a visitarle desde el propio papa, que fue a verle tres veces, hasta personajes y gentes innominadas de todo el mundo que se honraban con su amistad.

Pedro Arrupe Gondra no solo es un hombre santo de nuestro tiempo. Fue el pionero de la inculturación en la Iglesia; líder de la adaptación de la vida religiosa después del Concilio; puente cultural entre Oriente y Occidente; padre espiritual de un centenar mártires jesuitas en países del Tercer Mundo; adelantado del diálogo con el mundo y las ideologías; amigo de los refugiados y drogadictos y, sobre todo, un enamorado de Jesús de Nazaret, que conjugó en su vida fidelidad y profecía. Detrás de su ingente actividad aleteaba la vida interior del hombre de oración, y el hombre sencillo, que sabía regalar una tarta con velas a su secretaria el día de su cumpleaños, tratar a un súbdito como amigo de toda la vida, y hasta reírse de su propia sombra.

¿A dónde va la Compañía? le preguntaban, y Arrupe respondía con sencillez desarmante: «A donde Dios la lleva». Como sintetizaba el padre Kolvenbach: “Confianza absoluta, gozosa en el Señor, esperanza ante el Crucificado cargado con su cruz terrible, que le rompió el cuerpo, pero nunca su ánimo».

Lejos de envejecer, las ideas y el estilo de Arrupe responden más que nunca a la problemática actual y sus desafíos. Quizás porque se adelantó a su tiempo, ya que una de sus frases favoritas era: «No podemos responder a los problemas de hoy con soluciones de ayer». No se resignaba a que la Iglesia y los jesuitas, se refugiaran en los cuarteles de invierno y, con un concepto inmovilista de la ortodoxia, abandonaran la plaza del diálogo con el mundo y la cultura contemporáneos. Quería hombres de esos que «tienen el futuro en la médula de los huesos.»

Parecía estar hablando de problemas que nos azotan hoy día, cundo se refería al «inmenso vacío espiritual actual, que ni el progreso técnico ni la ideología materialista pueden colmar». Intuía ya la frustración de una sociedad consumista, mal llamada del bienestar, y del ciudadano que, tras la esperanza de haber rozado con los dedos la libertad prometida, comprueba cómo su sueño se desvanece «cuando ve a los hombres completamente divididos, envidiosos y desconfiados unos de otros y cuando descubre que la comunidad, destinada a ser fuente principal de seguridad y apoyo, amenaza con absorberle, privándole incluso de su libertad e identidad personal.»

Veía la cultura como ideal humano, como «el despliegue armonioso de todo el hombre y de todo hombre». Pero constataba los comienzos de una fuerte crisis. Percibía cómo estábamos instalándonos ya durante los años setenta en un cambio radical y demasiado rápido, que «no se realiza en forma rectilínea y homogénea, sino en medio de fuertes tensiones y conflictos”. Un mundo que él veía sufriendo por las consecuencias de un colosal «desorden»: «La riqueza, en vez de servir para cubrir las necesidades primarias de la mayor parte de la población, frecuentemente se utiliza mal y se despilfarra» ; y, tras un diagnóstico de lo que se gasta en armas y elementos de destrucción, este privilegiado testigo de la bomba atómica, argüía que la única solución no podía alcanzarse «cambiando simplemente las estructuras y las instituciones, si no se cambia también el pueblo que vive en ellas». Un cambio personal que ya comenzamos advertir como un imperativo en el estallido de la solidaridad, y una revolución global, a través de unas organizaciones internacionales que el padre Arrupe apreciaba como de capital importancia para la transformación mundial. Ideas que resuenan en la voz del papa Francisco contra la guerra, las desigualdades o la necesidad de una Iglesia “en salida” y “en la periferia”.

Sus ojos miraban penetrantes a una juventud reconocible hoy en nuestras calles. Desde una fuerte y optimista fe en los jóvenes y la renovación, contra el formalismo «convencionalista, etiqueta, pura forma», y a favor de la «sencillez, la naturalidad, le espontaneidad y solidaridad», descubría en ellos un idealismo impaciente; una generosidad que se muestra en forma de servicio; autenticidad frente a fariseísmo; sensibilidad hacia el hombre, especialmente hacia los más necesitados, y un espíritu universal, porque el mundo se ha empequeñecido. Y eso que todavía no existía Internet, ni la explosión de la informática, ni las plataformas digitales, el teléfono móvil o la IA. Este universalismo de ciudadano del mundo lo llevaba muy dentro: «Me siento universal. Nuestro papel de hecho consiste en trabajar para todos y por ello trato de tener un corazón lo más grande posible y de comprender a todos», dijo en una entrevista en la RAI. Era un ciudadano del mundo, que abogaba por el pasaporte universal.

Sin embargo, también acusaba a los jóvenes, y el tiempo le ha dado la razón, de algunos rasgos de «superficialidad y sensacionalismo». «Vivimos -decía- en una civilización esencialmente sensorial, hecha de imágenes, de fuertes percepciones […] Se advierte, a veces, cierta debilidad psicológica en las nuevas generaciones», y señalaba como «una contradicción que ocasionalmente puede observarse en ellas, y en el contraste existente entre sus buenos deseos y la madurez que se necesitaría para llevarlos a cabo». Intuía pues el llamado “pensamiento débil”.

Estaba convencido de que la sociedad del futuro tenía que ser «una sociedad frugal», absolutamente necesaria «para la supervivencia material y social del género humano». Se pronunció contra el derroche y a favor de una política de austeridad. Este párrafo, por ejemplo, podría aparecer en un artículo de fondo de cualquier medio serio de hoy mismo: «Al consumista egocéntrico, egoísta, obsesionado más por la idea de poseer que de ser, esclavo de las necesidades que él mismo se crea, insatisfecho y envidioso, y cuya única regla de conducta es la acumulación de beneficios, se opone el hombre servidor, que no aspira a poseer más, sino a ser mejor, a desarrollar su capacidad de servir a los demás en solidaridad y sabe contentarse con lo necesario». Así era él mismo incluso de forma heroica desde que sabemos había hecho un personal voto de perfección.

Lo mismo puede decirse en torno a un tema tan actual como el de la situación de la mujer. En una nutrida rueda prensa celebrada en Puebla (México) dijo que su participación en las decisiones de la Iglesia «vendrá», pero que hace falta «paciencia», lo que provocó la hilaridad de los periodistas. Profecía que empieza a cumplirse con algunos nombramientos del papa Francisco y su postura sobre la mujer.

Amén y aleluya

En fin poco a poco fue madurando y comprometiéndose cristianamente con su mundo este testigo y profeta del siglo XXI, en otros temas tan de hoy como los refugiados, la inmigración, el desarme, ecumenismo, hambre, espiritualidad, vida religiosa y un humanismo sin fronteras. Tal cosmovisión compromete también a la Unión Europa, que parece cerrarse en su propio autocomplaciente y ambiguo estado del bienestar. Arrupe soñaba con «un humanismo abierto al mundo entero». Y en este sentido añadía que “Europa, en la medida en que uniéndose aumenta sus posibilidades, deberá acrecentar su solicitud por distribuir, en espíritu de diálogo, respetando el valor de los demás y en el convencimiento de tener que recibir tanto cuanto pueda dar. Así, Europa no podría concebir su desarrollo independientemente de los países todavía menos favorecidos o menos desarrollados. Tal vez podríamos ejercer influencia cerca de nuestros gobiernos para que reconozcan plenamente su enorme responsabilidad en este punto. Oímos frecuentemente hablar de la situación explosiva del Tercer Mundo, pero ¿nos preguntamos si nosotros, los europeos, no tenemos una parte de la responsabilidad de esta situación?»

Respecto a la Iglesia creía profundamente en la necesidad de respetar el pluralismo: «El pluralismo en la expresión de la fe no sólo no es un mal necesario, sino un bien al que hay que aspirar, que permite la manifestación y desarrollo de los dones naturales y sobrenaturales de Dios.” Y opinaba que los valores democráticos, actualmente despreciados por nuevos gobiernos autocráticos, no son ajenos al Evangelio: «Hoy hay una crisis de obediencia y de autoridad. De modo que la participación de la base es muy necesaria. Y esto va mucho en la línea de San Ignacio. De manera que hoy se va a una corresponsabilidad en una decisión que es del superior. En la Compañía de San Ignacio hay muchos elementos democráticos que facilitan la decisión». Tanto respetaba la libertad de sus súbditos que aprendía de ellos, mientras era enormemente exigente consigo mismo. Luis Urbez, que acababa de especializarse en cinematografía en Italia, le preguntó una vez qué pensaba el padre General sobre la forma de trabajar apostólicamente en el mundo del cine y los medios de comunicación. La respuesta de Arrupe fue la siguiente: “No somos los superiores los que hemos de decir lo que hay que hacer. Usted que sabe de la materia, dígame a mí lo que yo debo hacer. Cuando me pidió que le redactara, como “negro”, un comentario sobre las Siete Palabras de Cristo en la Cruz para América Latina y que le ayudara a grabarlo en Radio Vaticano, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Perdóneme por adornarme con plumas ajenas”.

Se le acusó de secularizar a la Compañía. Su respuesta era siempre la misma: «No digo que la Compañía se secularice, sino que se adapta apostólicamente al mundo que se seculariza, lo cual produce transformaciones que siempre tienen sentido apostólico». Ahora las acusaciones apuntan a lo contrario: Que por miedo a los efectos de la secularización la Iglesia está perdiendo contacto con el mundo y capacidad de diálogo con la cultura actual. Otra gran denuncia repetida por el papa Francisco.

El último secreto del “estilo Arrupe” era una profunda fe y espiritualidad, que le mantenían en continuo optimismo: «Dicen que soy optimista y lo creo. Me parece una gracia de Dios en estos momentos tener un temperamento optimista. La razón de ser de ese optimismo es que yo tengo una gran confianza en Dios. Y estamos en sus manos». Esa confianza procedía de su encantadora sencillez y humildad: «Soy un pobre hombre que procura estropear lo menos posible la obra de Dios.» Que no tenía miedo a la inseguridad: «Sigo manteniendo enteramente hoy todavía lo que dije entonces: ‘Tan cerca de nosotros no había estado el Señor acaso nunca, ya que nunca habíamos estado tan inseguros’.» Y sus últimas palabras antes de morir, repetidas otras veces a lo largo de su vida, sintetizan adecuadamente un estilo de vida más necesario que nunca en un mundo hoy sumido en una especie de depresión colectiva: “Para el presente amén, para el futuro aleluya”.

Pedro Miguel Lamet, SJ. (ESP)
Madrid, March 2025

Este texto se publicó originalmente en la página oficial del Secretariado de Justicia Social y Ecología de la Compañía y se reproduce con su autorización.

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