Pocas instituciones pueden celebrar 1700 años de algo. Una de ellas es la Iglesia, en cuanto comunidad de seguidores de Jesús el Cristo. En el Concilio de Nicea (325) sucedieron varias cosas, por supuesto; pero en estas breves palabras me gustaría referirme a una de ellas. Algo que no siempre es destacado y que, sin duda, hoy más que en otras circunstancias habría que decir, cobra muchísima importancia. Se trata de la pluralidad reunida en torno al Concilio. Pluralidad de ideas sobre la fe, posturas teológicas y miradas de la Iglesia. Pluralidades de otro orden, lamentablemente quedaron fuera de una reunión como esta, en ese entonces.
Se buscó establecer una verdad de fe. Y se logró. Pero, insisto, lo que me interesa no es el resultado, sino los convocados, aquellos reunidos en nombre de sus ideas, profundas reflexiones y dedicación teológica. Estamos hablando de Atanasio de Alejandría, de Alejandro de Alejandría, de Osio de Córdoba, del reconocido historiador Eusebio de Cesarea, de Nicolás de Mira, de Eustacio de Antioquía, de Marcelo de Ancira, de Pafnucio de Tebas, Evagrio de Antioquía, Hilario de Poitiers, Rufino de Aquilea, Jerónimo, Arrio, obispos de Armenia, Persia, Galia, Italia, África y regiones del Danubio. Muchos y muchos más.

Foto: Cathopic
De varios de ellos no sabemos mucho, ni sus propuestas o visiones de mundo, ni tampoco ideas sobre la fe o sus experiencias de amistad y cercanía con la persona de Jesús. El Concilio visto desde un documento parece una reunión como otras, pero la verdad es que en este encuentro se jugaba la continuidad de la fe y la constitución de la comunidad eclesial. Detrás de Nicea lo que en realidad hay es un cúmulo tan plural como diverso de opiniones, miradas, experiencias y esperanzas. Nicea testimonia lo que me gusta denominar como Iglesia híbrida, ese coro polifónico, manifestación de la «multiforme gracia de Dios» (1Ped 4, 10). Nicea es expresión de lo que el papa Francisco poéticamente decía sobre la Iglesia: «belleza de su rostro pluriforme» (Evangelii Gaudium, 116).
En tiempos de uniformidad de pensamiento y hegemonías del habitar, qué bien es volver sobre relatos de diversidad y diferencia. Nos hace bien, como sociedad y como Iglesias, volver a respirar la pluralidad de la multiforme gracia de Dios y darle cauce, dejarla ser, permitirle fecundar. Si en estos 1700 años de camino desde aquel Concilio hasta nuestro siglo XXI algo podemos seguir aprendiendo es el hecho radical de que la diversidad es más feliz que «la dictadura de lo mismo» y que a Dios le gusta aquello. Más que una voz única, Dios canta en tonalidades híbridas, y más aún, crea nuevas músicas en espacios que parecen cerrados y absolutos. Dios es siempre más, es más que lo que dictó Nicea y es más que lo que nuestras Iglesias cacófonas están cantando. Y por supuesto mucho más que lo que políticos de turno pontifican desde sus púlpitos.






