Esta reflexión muy sintética surge de la costumbre de acompañar a las comunidades indígenas ñuhú, náhuatl y masapijní de la sierra de Huayacocotla, lo que hemos visto y oído en ellas, en contraste con la sociedad dominante.
Nacimos en un mundo, marcado por la ciudad modernizada en el que el «yo», o la persona, se concibe, ante todo, como distinta, y a lo más, abierta a relacionarse con la sociedad. La privacidad y la propiedad privada son imprescindibles y la sociedad mercantil, como la sociedad tecnológica, van moldeando nuestra mente. La realidad que se toca con las manos y se mira con los ojos se va trastocando en abigarramiento de imágenes, entre las cuales se amontonan las de los rostros de las gentes reflejados en los selfis.
En ese sentido, recordemos lo que nos propone Ivan Ilich en su libro En el viñedo de texto, publicado en 2002.
Hoy pensamos en los demás como gente con fronteras. Nuestras personalidades están tan desconectadas de las de los demás como lo están nuestros cuerpos. La existencia como algo internamente distante de la comunidad es para nosotros una realidad social, algo tan obvio que ni siquiera podríamos pensar en desear que no fuera así. Hemos nacido en un mundo de exiliados.
Los pueblos indígenas parecen proponer, en medio de amenazas y exterminios, otra manera de concebir la sociedad y sus relaciones. Por ese lado, como lo recordaba Leonardo Boff, estos pueblos de tradición separada de la occidental por miles de años, no son solamente los pobres, los últimos de la fila; porque más allá de estos conceptos, tienen una propuesta de vida y una sabiduría que resiste aun en medio de la agresión.
Y, así como existe una filosofía aristotélica y platónica, también hay un pensamiento original otomí, wixárica y náhuatl con su propia consistencia de culturas y religiones fundantes.
Al mundo moldeado por el rendimiento individual en beneficio de la acumulación y el consumo, la tradición indígena opone la sabiduría comunitaria y empieza por cambiar la topografía planetaria. Su perspectiva parte de que la comunidad no es un punto en el mapamundi, la comunidad es el centro del mundo desde donde se mira todo lo demás. Así, se entiende que el individuo no es el primero. Comunidad es un modo de vida en el que lo común antecede a la voluntad individual.
«Comunidad: impulso abierto para entendernos como iguales en la desigualdad para reconocernos en los demás y con otras comunidades, para reproducir este modo de vivir en el horizonte amplio”.
Pero el sistema de acumulación está empeñado en demostrar por la vía del poder que el impulso de la comunalidad es un movimiento retrógrado y contrario a la prosperidad. No querer entender el modo comunitario es también una forma de sojuzgarlo.
Los pueblos originarios de occidente y los adivasi de Asia tienen una propuesta para toda la gente de este mundo: que de la primacía de la comunidad se sigue la propuesta de la igualdad y de la austeridad compartida en común, como posibilidad de sobrevivencia de la humanidad y de la naturaleza.
Desde hace décadas, las comunidades cristianas de base han ayudado a difundir los fundamentos de la comunidad indígena: toda comunidad originaria está asentada sobre cuatro pilares. Estos son, como el primero, un territorio en el cual se reconoce como colectivo permanente, existe también, como segundo, una asamblea regida por el consenso de todos, el tercero sería, una autoridad y sistema de cargos elegido en forma directa por la asamblea, y finalmente, el trabajo común y cooperación directa.
El territorio
Es el lugar regalado por el Toteco Toteotzin y asignado para cada comunidad y pueblo. Por lo que no se puede concebir como propiedad privada. Aunque a cada quien se le asigne su parcela, ésta es intercambiable. Lo importante es que haya maíz. Porque si a alguno no se le da, haya alimento para todos. La tierra, ¿Cómo se puede comprar?, ¿cómo se puede vender? Si la tierra no es de nosotros, nosotros somos de la tierra, dice el Lamento Peruano.
Los y las comuneras se distinguen de los granjeros y de los propietarios privados y de un sistema obrero patronal. Cada uno puede tener una posesión asignada, pero la posesión no se confunde con la propiedad que se vende, se compra y se acapara sin límite. Este principio es incomprensible en el sistema capitalista. En el espíritu de la comunidad está el entendimiento de que nadie puede pretender tener más que los demás, porque esto genera que muchos tengan menos. Lo importante no es que solamente uno coma, sino que todos coman.
La asamblea
Es el colectivo que encarna la comunidad, donde nosotros podemos reconocer a los otros, hombres y mujeres. Allí se refleja el primer mandamiento de Jesucristo, ama a tu prójimo, haz próximo al lejano. La palabra clave es respeto. Respeto en otomí, cospa behé, se traduce cómo dar importancia al otro, mirarlo como grande, en contrapartida, yo no puedo verme como importante, ni reclamar un derecho exclusivo.
En la comunidad no se concibe que un recurso del gobierno acordado con la autoridad comunitaria solamente se entregue a algunos como un privilegio. El criterio es el de la igualdad. Si este criterio se rompe, la comunidad se afecta, se divide o se desbarata. El criterio contrario es la acumulación, que es la muerte de la comunidad, y, a escala, de la humanidad.
En la asamblea todos nos reconocemos como Yoh’yá, dicen los otomíes ñuhú. Yoh’yá es el pobre, porque todos somos pobres y así nos podemos llamar sin pena mientras no aparecen los ricos. Ser rico es malo, porque así me empiezo a sentir mayor, me separo de la comunidad. Para remediarlo, tengo que proponerme para mayordomo en la fiesta, pagar el castillo, la música. El concepto de éxito individual no se reconoce, como tampoco el de hacer un homenaje distintivo a alguien. Ni siquiera el de agradecimiento público.
El Evangelio sintonizaría en aquello de «Hagan su tarea de por vida. Y al final digan siervos inútiles somos, hicimos lo que teníamos que hacer». La asamblea de la comunidad nunca desaparece, siempre me antecede, regula mis ambiciones, es una referencia imprescindible.
Yendo más allá, los teenek de la huasteca y los otomíes de la sierra asentaron en su autoidentidad colectiva e histórica la idea de considerarse como «podridos». En el Carnaval, los custodios que defienden a Jesús de la amenaza del Tzithú , del Damantzó (el diablo) se llaman «ia xitá»: ia, podrido y xitá, viejo, los hombres verdaderos, los viejos podridos, los que encarnan nuestra auténtica naturaleza. Desde ella vivimos nuestras relaciones, para no sentirnos merecedores. Yoh’yá y sin embargo protegidos por Ojá, el Dios de los otomíes; Kimpai Dios K’an, el de los tepehuas. Se diría que en esa concepción se refleja la imagen de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio en la meditación de los pecados: «Mirar toda mi corrupción y fealdad corpórea, mirarme como una llaga y postema de donde han salido tantos pecados y tantas maldades y ponzoña tan turpísima». Pecadores y, sin embargo, llamados, traducen los jesuitas. Podridos y, sin embargo, a la sombra del Dios y de la comunidad, interpretan los ñuhú.
El trabajo común
No se perdona. En la sociedad mayor, urbana, es ilegal. Pero en la comunidad es una necesidad obligatoria. Limpiar el pozo a donde nunca llega la Conagua, chapolear el monte antes de la fiesta, pintar la capilla para contentar al santo patrono, despejar con machete las cunetas del camino, barrer el patio de la galera y la escuela. La faena, el tekio, materializa la comunidad con el trabajo de las manos.
La autoridad
Con su sistema de cargos no es representativa. Nadie representa a nadie. La autoridad organiza el trabajo común pero manda obedeciendo. «Mandar obedeciendo» no es un refrán zapatista, sino la definición de lo que siempre se ha hecho en los pueblos. Por lo mismo, el cargo no se pretende ni se busca. Mas bien se rechaza ritualmente. Aun sabiendo que aceptarlo es inobjetable. «Otro ya sirvió, ahora te corresponde a ti». Así, con el verbo servir, no con el sustantivo abstracto de servidor público.
Es difícil identificar en las comunidades eso que llaman liderazgos. Hay personas de consejo como un don recibido y confirmado en sueños y en la comunidad. Son los Principales en la comunidad tzeltal, los Dan K’eí entre los otomíes, los Caracterizados en los Ayuuk. Tienen palabra valiosa e imprescindible, porque han vivido y tienen el cargo de entregar la vara de justicia o bastón de mando, pero no van a ser sujeto de preferencias ni reconocimientos.
Fiesta y ceremonia
La imagen de los cuatro pilares puede completarse con la del techo de la casa que sostienen, este techo es la que es la fiesta, que reconstruye y fortalece la comunidad y revitaliza los ritos y los mitos que forman parte de la identidad colectiva. La fiesta de la costumbre materializa la memoria histórica. Los símbolos son los hemi de papel recortado, imágenes antropomorfas de las deidades del maíz, el frijol, el rayo y el viento. El origen de la vida se condensa en los cerros protectores de cada comunidad. En el Cerro del Brujo, custodio de la comunidad otomí de Micuá, nació el primer maíz, el frijol, la gente, el viento y el agua. La ofrenda se lleva a la cumbre del cerro. Ojá Dios no está en el cielo, sino en el cerro, en la mitad del mundo. Encabeza la ceremonia el Baadí otomí, el Tlamatquetl náhuatl, El que Sabe, porque recibió la tarea en sueños, inclusive a su pesar.
Se parece al trance del profeta de Jeremías, que se rindió ante Yahvé para aceptar el peligroso oficio de profeta, como quien se deja seducir. En la sociedad amplia los rituales desaparecen y la fiesta es substituida por el espectáculo.
Lo que ahora llamamos la comunalidad es la síntesis de lo dicho. Es el impulso abierto para entendernos como iguales en el mundo de la desigualdad para reconocernos en los demás y con otras comunidades, para reproducir la propuesta de este modo de vivir en el horizonte amplio. Así nos hacemos capaces de entender juntos y de darle cumplimiento a nuestra responsabilidad en la tarea de salvar la habitación de la humanidad, como casa comunal.