Enfronterados, experiencias de fe y justicia. Capítulo 2: Alicia

Alicia decidió morir lejos de sus amigos. Un cáncer de páncreas le ganaba la batalla y quiso despedirse con un gesto entrañable para cada uno. A Laura, su amiga de la infancia, le dejó el diario que de niña escribió sobre su amistad, narrando las aventuras y derroteros de sus días en el barrio 27 de Julio, en Caraballeda, en la Guaira Venezuela : el primer amor, los castigos ejemplares de padres primerizos, la ausencia de Laura cuando se fue lejos de casa por temas políticos. Un diario que contiene auténticas travesías, donde sólo falta el punto final a cargo de Laura, si acaso caben los puntos finales entre las personas que se han amado demasiado.

A Miguel, su compañero de la universidad, le tocó recibir la colección de discos de música latinoamericana que por años coleccionó Alicia y no faltaron en noches de estudio para parciales con la voz de Chabuca Granda, o sirvieron de paño de lágrimas en días cuando el desamor impuso su peso amargo y Olga Guillot fue consejera, terapeuta y la síntesis de un renacimiento afectivo en el que se fraguó el futuro.

Ni hablar de las fiestas o revueltas callejeras que animaron los turbios años de su juventud universitaria, cuando marcharon desnudos al son de Ismael Rivera, hasta las puertas de la casa presidencial exigiendo el respeto por ser rebeldes y pensar diferente, al mejor estilo de Charly García y su irreverencia necesaria. Un disco de Toña la Negra lleva una nota especial: «Colócalo el día de mi muerte, a solas, y recuerda el día cuando juramos ser jóvenes para siempre». Fue la última voluntad de Alicia para Miguel, la última constancia de una amistad sonora hasta la última melodía.

A Maribel y Maricel, las gemelas Polidor, les dejó las fotos que tomó durante sus años de voluntariado social por los barrios del país, dejando clara su pasión por la periferia, los pobres, el Reino encarnado en rostros que hicieron de ellas un alma entregada al servicio de los que sólo tienen hambre y sed de justicia. Con ellos fue profesora de literatura, activista de derechos humanos, artista callejera y, sobre todo, una mujer que se jugó la propia vida en favor de la dignidad humana. En esas fotos está retratado un amor sin fronteras desde donde se acompañaron a quemarropa. Porque las tres juntas tenían una belleza capaz de arrodillar al sufrimiento y volverlo plegaria, canción, poemas al viento en busca del rostro de Dios, en ellos, los privilegiados del Reino: los últimos.

Así fue dando a cada amigo todo lo que ella era: su diario, sus fotos, sus libros, todo. Hasta entregar su cuerpo al misterio de la soledad y el silencio de sus últimos días, para ser recordada con la imagen de una mujer llena de vida. A mí, un recién llegado, decidió regalarme su última conversación. Alicia quiso despojarse hasta de lo más hondo para irse con el peso de su propio espíritu. Cuando me pidió ser su último interlocutor me conmoví al punto de pasar tres días sin hablar con nadie. Quise purgar mi mente para nuestro encuentro e ir con la sola certeza de contemplar el brillo de sus ojos, el terciopelo de su voz ronca, el lienzo de su piel colmada de gracia; porque Alicia era la belleza salvadora del mundo invitándonos al gozo de vivir.

Era viernes, cinco de la tarde. Yo estaba frente a la puerta de su casa. Toqué, ella abrió, sonrió, nos abrazamos con la ternura de un niño necesitado de su madre. Entramos, me quité los zapatos, de fondo sonaba la voz de Luis Alberto Spinetta, ese poema de la carne interpretando «los libros de la buena memoria». El aroma a té de naranja anticipó el calor, la nostalgia, el deseo de retener la vida y soltarla, porque no hay quien contenga entre sus manos lo mayor por al menos un segundo. Nos sentamos frente a frente, ella sirvió el té, nos miramos y así pasó el tiempo, en la mirada teñida por el calor de las naranjas y la voz de un hombre que cantaba la belleza sin tiempo.

En mi vida no había experimentado tal intimidad. Esa tarde fui invitado a un estado diferente de cosas en el que inauguré las sensaciones de mi cuerpo, callé la noche de mi mente, dispuse mi espíritu para el asomo del ojo clemente de Dios, un instante, no más, en el cuerpo de una mujer que parecía multiplicarse, ser milagro. Acaso el amor haciendo del momento una sinfonía que dejó lejos el vago tedio citadino, los días sin fe, para abrirse a la fiesta de lo sencillo; una tarde, la tarde última cuando vi los ojos de Alicia encendidos por el fuego.

Luego, Alicia tomó un pedazo de pan, susurró una oración, lo partió y me dio un trozo. Comimos, y luego de sentir y gustar internamente el pan, Alicia pronunció sus únicas palabras. —Dios puede decir de mí, éste es mi cuerpo—. Y cerró los ojos para ser la voz misma que dictó su afirmación definitiva. Pasados unos minutos, me acerqué, toqué su frente y me di cuenta de que había muerto. Aquel deseo de morir lejos de sus amigos se hizo realidad al bajar los párpados e iniciar el viaje hacia los confines del Padre. Me senté en el piso, colocando mi cabeza sobre sus pies, y me vi tentado de alzar uno de sus dedos. Estaba seguro de que ahí, bajo esa piel enamorada, estaba el cielo.

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