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El derecho de vivir en paz

José Manuel Cruz Gantes, S.J.

El año pasado Chile atravesó una profunda crisis social, política, económica y sanitaria. El país enfrentó un proceso para establecer democráticamente una nueva Constitución Política. El resultado fue la elección de una Convención Constitucional con 155 miembros, con paridad de género y una importante representación de los diversos pueblos originarios. Por primera vez en la historia de este país la Constitución fue elaborada de manera democrática y participativa.

El proceso constituyente que se desarrolló, no exento de dificultades y tropiezos, fue posible gracias a las manifestaciones sociales que irrumpieron con mucha fuerza a partir del 18 de octubre de 2019, en lo que ha sido llamado el llamado «estallido social». Ese día, miles de personas salieron a las calles a protestar contra los abusos, las injusticias, la corrupción y un sinfín de otras causas y demandas. El 18 de octubre se transformó así en una fecha inolvidable e histórica.

El hecho que gatilló esta explosión social fue la negativa de parte del Gobierno, encabezado por el presidente Sebastián Piñera, para suspender el aumento de la tarifa del transporte público en Santiago. Esto generó protestas masivas de estudiantes, conocidos por saltar los torniquetes del Metro sin pagar, y que rápidamente ganaron el apoyo de la opinión pública que se fue sumando con entusiasmo a las manifestaciones. 

Pero, no es posible explicar el estallido social simplemente por el alza en las tarifas del transporte. Más allá de eso, se acusó a los gobiernos de distinto signo que se han sucedido desde el retorno a la democracia en 1990 porque no han sido capaces de combatir con convicción y eficacia las causas más profundas de las desigualdades existentes en Chile. 

Muchos políticos que lucharon en contra de la dictadura en los 80 y 90, se fueron acomodando al sistema y a través de la obtención de cargos públicos o funcionando como lobistas,1 accedieron a grandes sueldos que los hicieron olvidarse de la miseria que ha seguido aquejando a la mayor parte de la población. 

1 Agentes que trabajan en forma remunerada para defender determinados intereses de sus clientes, principalmente empresas, frente al gobierno, los legisladores u otras autoridades.

El reclamo también fue dirigido en contra de un sistema económico y su fuerte énfasis neoliberal, que con la excusa de la libertad ha dado pie a un Estado débil y complaciente frente a abusos y colusiones empresariales, y que ha abandonado los derechos sociales: la salud, la educación y la vivienda, que se rigen por la ley de la oferta y la demanda.

Foto: © Rodrigo Galindo, S.J.

En Chile todo se paga y es muy caro. La salud y la educación pública son de mala calidad y dejan a los más pobres en la indefensión. Hay cientos de miles de personas que no han podido acceder a una vivienda. La seguridad social está en gran medida sometida a las lógicas de mercado impuestas por la dictadura de Pinochet. Los derechos laborales y sindicales no están suficientemente asegurados. 

Las reformas sociales han sido muy difíciles de aprobar e implementar debido a las resistencias de los grupos de presión y la complacencia de algunos sectores políticos. La clase dirigente se ha opuesto siempre a las transformaciones más amplias. A modo de ejemplo, durante la gestión de Michelle Bachelet (2014-2018) se propuso avanzar hacia una nueva Constitución, pero no tuvo apoyo de los partidos políticos y esta propuesta quedó finalmente truncada. La presidenta tuvo poca convicción e hizo el ridículo acto de presentar el proyecto ante el Congreso justo a un par de días del término de su periodo presidencial.

Uno de los elementos más destacables de los episodios a partir del 18 de octubre es que, una vez más, en Chile han sido los jóvenes quienes han liderado e impulsado los cambios sociales que el sistema político tradicional se ha resistido a implementar, o que solo ha acogido con mucha lentitud y desidia. En 2006, bajo el gobierno de la socialista Michelle Bachelet, se produjo la llamada Revolución Pingüina, una amplia y prolongada manifestación de estudiantes secundarios, que incluyó marchas, tomas de colegios públicos y privados durante varias semanas y otras medidas de presión, que finalmente permitieron algunas conquistas y reformas legales para fortalecer el derecho a la educación, pero sin ningún cambio estructural.

En 2011, bajo la gestión del derechista Sebastián Piñera, se desató una gran movilización, esta vez promovida por estudiantes universitarios, que también ejerció una gran presión sobre el gobierno. Posteriormente, muchos de los líderes de las luchas del 2006 y del 2011 se postularon a cargos políticos y actualmente se cuentan varios diputados e inclusive un candidato presidencial, Gabriel Boric, que proceden de aquellos movimientos. 

El 2018, durante el estallido social, los jóvenes fueron también la mayoría de los que asistían a las marchas y dieron los primeros pasos. Sin embargo, a diferencia del 2006 y el 2011, donde los dirigentes estudiantiles jugaron un papel preponderante, en el 2018 no lograron consolidarse vocerías ni liderazgos claros. Mucha gente salió a protestar por los más diferentes motivos, como se expresaba en los muchos carteles que se veían en los lugares de las concentraciones. Los manifestantes pedían: salud digna; educación de calidad; reconocimiento de los pueblos originarios; derechos de las minorías y de la diversidad sexual; no más AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), etc., sin embargo, no se logró una conexión formal.

La falta de líderes e interlocutores hizo mucho más difícil que los políticos pudiesen lograr una solución: ¿quién definía el petitorio? ¿con quién conversar o llegar a acuerdos? El gobierno de Sebastián Piñera estaba entre la espada y la pared. Se rumoreaba sobre una posible renuncia del presidente y más de una vez se sintió el peligro de desatarse un golpe de Estado o una guerra civil.

La marcha más grande se produjo una semana después del estallido: el viernes 25 de octubre de 2019, donde se calcula que a lo largo de Chile se congregaron alrededor de 1 500 000 personas, la mayor parte en la Plaza Italia, en Santiago, que desde entonces empezó a ser llamada Plaza de la Dignidad por los manifestantes. En efecto, la dignidad se fue instalando como el valor que pareció dar un sentido de unidad a las dispersas demandas.

En general las manifestaciones fueron pacíficas, con solamente algunos focos de violencia, saqueos y enfrentamiento a la policía. Sin embargo, estas fuerzas reprimieron en forma brutal y desmedida a la ciudadanía, incumpliendo sus propias normas y protocolos y transgrediendo reiteradamente los derechos humanos (como el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, la libertad ambulatoria, el derecho de reunión y la libertad de expresión). El triste saldo de estos hechos fue de varios muertos, cientos de heridos y al menos 400 personas que perdieron total o parcialmente la vista al ser impactados por perdigones disparados por los Carabineros,2 sin contar las demás que sufrieron torturas, abusos sexuales, desnudamientos y otras vejaciones en los cuarteles policiales.

2 Los Carabineros son una de las policías nacionales de Chile, con un carácter fuertemente militarizado.

Los principales medios de comunicación incurrieron en una vergonzosa e injustificable censura respecto de la brutalidad policial. Pero esta violencia concreta fue sólo un síntoma de una violencia estructural mucho más antigua y profunda; de la falta de oportunidades; de la negación del otro; de la demonización de la política; de la pobreza que se transmite de generación en generación; de los grandes medios de comunicación dirigidos por intereses empresariales; de la droga que somete y esclaviza; de la educación que reproduce las injusticias, y de una larga lista más. 

El estallido ha sido interpretado por quienes lo apoyamos como un genuino despertar de la conciencia nacional, como una voz que se alzó fuerte para decir «no más abusos ni mentiras». Por esto se empezó a usar la frase de «Chile, despierta», que se convirtió en lema de las manifestaciones. También resurgió con mucha fuerza la canción El derecho de vivir en paz, incluso se hizo una nueva adaptación de este tema, compuesto originalmente por Víctor Jara, un cantante y artista popular asesinado por los militares después del golpe de Estado de 1973, y que es ahora un verdadero ícono de la cultura nacional y de los jóvenes que han luchado por los cambios. 

Foto: © Rodrigo Galindo, S.J.

Pocos días después del estallido, precisamente el 24 de octubre de 2019, se convocó a una reunión en la sede de la Conferencia de Religiosos y Religiosas de Chile (Conferre). Después de asistir a esa reunión, me dirigí con un grupo a la Plaza de la Dignidad, para hacer una oración y acompañar a los manifestantes. 

Este acompañamiento se fue repitiendo varios días y con él nació la Coordinadora Paz de Justicia,3 a la cual pertenezco. Una organización que ha servido para integrar a miembros de diversas comunidades cristianas de base y acompañar a las víctimas de la represión. Esta iniciativa surgió en Santiago, pero se fue extendiendo en algunas regiones de Chile. 

3 La Coordinadora es una instancia cristiana que, acogiendo una gran diversidad, busca acompañar el camino del pueblo chileno desde el despertar del 18- de octubre de 2019. Sus integrantes son laicos católicos, sacerdotes, religiosas y algunas personas de otras confesiones. Actualmente se concentra en el apoyo a los familiares de los llamados «presos de la revuelta», que en su mayoría son jóvenes encarcelados
y esperando sentencia.

Foto: © Rodrigo Galindo, S.J.

A muchos les llamó la atención que un grupo de creyentes se ubicara en medio de las protestas, las bombas lacrimógenas y los carros lanzagua, sin otra arma que una cruz, y sin otra estrategia que cantos y oraciones. La Coordinadora eligió como lema el texto de Isaías, «la paz es fruto de la justicia» (32,17).

Frente al difícil escenario de la revuelta, los encarcelamientos y la violación de derechos humanos frente a la represión estatal, muchos reclamaron una intervención más fuerte y clara de parte de la Iglesia católica, especialmente de su jerarquía, dado que la Iglesia se distinguió por defender estas causas en la época de la dictadura militar (1973-1990). Sin embargo, los obispos no se involucraron y, salvo algunas declaraciones, no hubo gestos más claros de su parte. 

Recuerdo una historia que me impactó. En una de las manifestaciones más riesgosas en que participamos como Coordinadora Paz de Justicia, cerca del Palacio de la Moneda, la sede de Gobierno, había enfrentamientos entre un grupo de jóvenes que tiraban piedras y los Carabineros. De pronto, uno de esos jóvenes dejó de tirar piedras y se unió a nuestro grupo. Después nos confesó que no sabía realmente por qué había ido a tirar piedras, y le había impresionado que hubiera un grupo de creyentes rezando y manifestándonos pacíficamente. A muchos otros también les fue haciendo sentido esta forma de participar. 

Mi intención, no es de ningún modo, romantizar o idealizar la acción y el compromiso de los jóvenes. Como en todas las cosas de la vida, también hay puntos oscuros y negativos. Muchos jóvenes sólo buscaban destruir, drogarse o robar aprovechándose de los desórdenes. Muchos han legitimado la violencia como un modo de obtener resultados, o no ven otra alternativa frente a un sistema que les parece injusto y opresor. Pero también es cierto y digno de destacar, que muchos de ellos, a partir del estallido empezaron a organizarse para realizar diversas acciones solidarias; como brigadistas de salud para las marchas; como reporteros de los medios digitales para mostrar la represión policial que los medios tradicionales ocultaban, y como miembros de la denominada «primera» línea, construyendo un muro humano de contención, ante la policía. 

La situación actual es difícil de resumir. Está en curso una Convención Constitucional que tiene la difícil misión de escribir una nueva Constitución a la que el pueblo deberá aprobar en un plebiscito. Este proceso constituyente surgió como una salida pacífica frente a la grave crisis que vino a visibilizar el estallido social.  El 15 de noviembre de 2019 el Congreso Nacional aprobó un acuerdo para una nueva Constitución.

La Convención tiene como plazo julio del 2022 para culminar su tarea. Las manifestaciones han declinado, aunque hoy se mantienen principalmente los viernes en la Plaza de la Dignidad, pero ya con una baja convocatoria. En los últimos meses de 2021 se ha agudizado la crisis migratoria en el norte del país, con algunas expresiones de racismo y xenofobia. Está en pleno desarrollo la campaña presidencial, con siete candidatos inscritos y ataques cruzados. El pasado noviembre se realizó la primera vuelta de votaciones.

Mi reflexión es que lo ocurrido desde el 18 de octubre y el nuevo escenario impulsado principalmente por los jóvenes, ha permitido una valiosa repolitización. Se ha vuelto a hablar de política después de muchos años y se está conversando sobre temas muy profundos de nuestra sociedad: el lugar de los pueblos originarios, la democracia, el sistema económico, la seguridad social, la educación, la salud, la migración, etc. Hay más interés en participar, opinar y votar, especialmente de la juventud. Algunos sólo quieren ver la violencia y los puntos más tristes. Yo no los niego ni escondo, pero mi convicción es que lo que es propio del cristiano, lo que realmente lo distingue, es la esperanza. Una que no nace de confiar solamente en las fuerzas e iniciativas propias, sino en el creer que Jesucristo realmente está presente en el mundo y mueve la historia. Hay signos del Reino de Dios que podemos descubrir si miramos la realidad con los ojos de la fe. Como decía Teilhard de Chardin: «para el que sabe mirar, nada del mundo es profano».  

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